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Entre Creso y Midas

Quien no tenga disponibles 1.000 millones debe renunciar a ser algo o alguien en nuestro país. Los tiempos han cambiado y los gustos del público también. Las dimensiones usuales para diferenciar a los capitalistas de los burgueses y a éstos del proletariado se han modificado drásticamente. La posmodernidad de la etapa socialista ha conseguido romper los viejos esquemas del dinero y de la riqueza. Cuando los límites del gasto público desbordan el trillón, es natural que los ricos no se conformen con menos de 1.000 millones. Ahora esa cifra es ya un listón mínimo para ser considerado una persona de posibles. Las operaciones financieras, bolsísticas, inmobiliarias, fusionistas, de OPA amistosas u hostiles, especulativas, aseguradoras, rentabilizadoras, de inteligencia artificial o de caletre natural, poseen todas ellas cifras de muchos ceros millonarios. Para colmo de euforia, cada vez aparece un nuevo sistema de lotería con nombre italiano que reparte premios de centenares de millones a un anónimo acertante de provincias que desaparece de su imaginario domicilio después del suceso, como muchos de los afortunados ganadores quinielísticos.Vivimos felices en una etapa de ensueños. Los millonarios no sólo existen, sino que aparecen en los diarios, en las revistas cardiacas y, en la televisión. Se les nota que los miles de millones les pesan. Son muchas alforjas para andar por el ajetreado mundo de hoy. No parecen muy dichosos, quizá por culpa de la junta de millones que deben pastorear. Suelen tener los riquísimos unos gustos banales: pegar tiros a los venados o a las perdices, escuchar música enlatada, comprar cuadros muy caros que falten en la colección de los Thyssen y bailar sevillanas después del café.

Se trata de la nueva clase dominante que ocupará las trincheras del poder económico de los años noventa. Han traído un nuevo estilo a los usos de la riqueza y una diferente escala a la dimensión de la ganancia. Desembarcan con ellos, en la actual invasión económica de la Península, voluntarios de las Brigadas Internacionales, pero no del comunismo, sino del capitalismo mundial más feroz. Los hay islámicos, israelíes, italianos, franceses, británicos y norteamericanos. Los brigadas no se llaman Lincoln, sino Galbraith; no Garibaldi, sino Agnelli; no Carlos Marx, sino Milton Friedman. Son enormes contingentes de la riqueza nómada que huyen de la locura mercurial del Stock Exchange neoyorquino, temperamental y hasta histérico a ratos, y vienen a posarse en nuestros modestos parqués ibéricos como langostas hambrientas empujadas por la polvareda del golfo Pérsico y del desierto. Nuestros multimillonarios han aprendido el manejo del lenguaje del macrodinero y han levantado con ello el nivel de nuestra cultura monetaria, aunque no el de la cultura fiscal, según acostumbra a decir el omnífago e insaciable señor Borrell.

Es bueno para la imagen exterior de España que haya tantos archimillonarios en nuestro país. Da así la sensación de ser un país de ricos, en lugar de ser un país rico. Ello es siempre útil para la estimación exterior en el ámbito europeo y americano en que nos movemos. Ya que no podemos exhibir muchos premios Nobel en los congresos científicos, bien está que logremos colocar, cuando menos, unos cientos de riquísimos en las pistas de nieve del invierno suizo; en las ruletas de la Costa Azul, en los safaris del África negra o en los bailes benéficos anti SIDA que organiza la jet de Nueva York.

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Me preguntaba hace poco un amigo, perteneciente a tan privilegiada minoría, qué nombre de personaje histórico debía dar a su recientemente creado banco de negocios. "Quiero algo que tenga sabor cultural y que se aleje del vulgar repertorio de nombres de esas entidades". Le propuse recurrir a los tiempos remotos y escarbar en la Patagonia o en la mitología en busca de algo evocador. Aceptó y le sugerí entonces los nombres de Creso y de Midas como símbolos de las supremas riquezas de la antigüedad. Creso, rey de Lidia, rincón del Asia Menor asomado al mar Egeo, poseía el envidiable don de ganar dinero con enorme facilidad, convirtiéndose así en el mayor millonario y también en el mayor corsario, que ambas cosas no son incompatibles, de todo el Mediterráneo. Los persas le tenían tanta envidia que acabaron quedándose con el reino en una cruenta OPA hostil, y Ciro, el astuto monarca, le nombró consejero de su banco, quiero decir de su trono.

Pero si el nombre de Ciro no le entusiasmaba, tenía yo en la recámara otro más eufórico, el de Midas, rey de Frigia, quien además de ser opulento contagiaba su riqueza a todo lo que existía a su alrededor. Quiso Midas presumir de culto y organizó un concurso de música al que invitó a los dioses filarmónicos, a Apolo con su lira y a Pan con su flauta. Midas dio el premio a Pan, según malas lenguas porque éste le sobornó con una bolsa de oro, y Apolo agarró un cabreo de dios pagano e hizo crecer las orejas de Midas desmesuradamente hasta que fueron orejas de asno. Y así pasó su maltrecha imagen a la posteridad.

Al regresar Apolo al Empireo le preguntaron los otros dioses los motivos de tan cruel castigo. Apolo pronunció entonces la famosa sentencia: "El mayor disparate que pueden cometer los humanos es convertir los medios en fines".

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