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El 'show' de la pluma

La televisión es una máquina hambrienta de espectáculo y en ella importa más la escenografía del discurso que el discurso mismo. La buena dialéctica pasa en sombras por la pantalla y refulge con éxito el duelo. Esto es lo que han llevado a cabo en la televisión italiana Aldo Busi y Darío Bellezza. Lo más suave que dijo Aldo es que Darío es un mediocre y lo más delicado de Darío para con Aldo fue llamarlo maricón. El moderador del debate quedó anulado en su esfuerzo por separarlos debido a la fogosidad de los dos novelistas, y Bellezza, cuando acabó con el argumento de la homosexualidad de Busi, la tomó con su editor, el poderoso Mondadori.Discutían en la RAI sobre Eros y literatura, sobre la moda de hacer uso de la experiencia erótica para la creación literaria. En la base de esta discusión estaba una obra escasamente literaria: la de Carmen Llera sobre sus correrías carnales. Pero me imagino que de esta señora se hablaría poco y mal. Bellezza y Busi, además, prefieren no hablar de otra cosa que no sea lo suyo. En este caso, lo del uno en contra del otro. Es el único modo de que un debate en televisión trascienda, y sobre todo un debate entre escritores.

Los italianos, o muchos italianos, supieron que Bellezza y Busi existían a través de esta pelea. Desconozco el talante de Bellezza, pero Aldo Busi estará frotándose las manos de gusto por el gran evento publicitario que para sus libros, especialmente para el más reciente, Sodomía en cuerpo once, ha constituido este tirón de pelos de patio de vecindad ante un público como el italiano, que tanto goza con estos combates.

En España los duelos literarios suelen ser menos espectaculares y con frecuencia se quedan en tertulias y mentideros. Nuestros escritores no parecen gozar de mucha telegenia, y los que la tienen la usan más para exhibirse que para discutirse. No es exactamente lo que les ocurrió en días recientes a Fernando Savater y Javier Sádaba en Televisión Española. El espectáculo se consiguió en este caso -no era literario el tema, el problema vasco los enfrentaba-, pero los televidentes percibieron poco más que algunas actitudes entre alusiones a circunstancias personales de dudoso gusto y, desde luego de un modo muy simplificado, en qué equipo jugaba cada uno.

Aldo Busi es un interesante exponente de la novela italiana de hoy. Desde que leí su Seminario de la juventud quedé gratamente impresionado por este heterodoxo de Brescia que gusta presumir de haber ejercido de chófer y de camarero, hacer alardes de campesino si se tercia y traerle al pairo la reflexión cultural. Va por el mundo de primitivo, de vividor, como si estuviera ajeno a todos los campanarios de la literatura. Su obra, por otra parte, está llena de procacidades y desvergúenzas muy autobiográficas. Parece vivida. Yo, desde el momento en que fuimos presentados por nuestro común amigo Marco Miele, supe que tenía ante mí a un histrión que narraba con desenfado sus correrías eróticas de esa misma mañana en un cine de Madrid. Además, advertí que hablaba con un narciso que se gozaba en sus logros y gustaba del halago, que detestaba el eufemismo y se aplicaba, como todos los histriones, a la desmesura. Lo que llevo dicho parece que fueran condiciones para un apunte de retrato de persona poco grata. Pero nada más incierto: Busi sería un antipático si no se riera de sí mismo y si no nos ofreciera la posibilidad de contemplar su poliédrica figura. Hubo resquicios en nuestra conversación para detectar su ternura, su necesidad de afecto, su voluntad de marginación. Todo fue preciso abrigarlo con la retórica de la estrella, con la ironía y el desdén del que no se acomoda. Quizá por eso mira con recelo a sus compatriotas del oficio literario y los mete con gracia en un mismo purgatorio. Descubre uno, además, que tras su juicio está la cultura que desdeña. En su reflexión vital, como se ve en su novela, anida un hombre de aulas cuya identidad quiere ocultarse en la de un trotamundos empeñado en sobrevivir.

Nada del chófer ni del camarero de los que hablan, porque él así lo quiere, las solapas de sus libros. Más, eso sí, del universitario de los días de Verona, trivializado por sí mismo en el iecuerdo de un ciclista de buenas piernas. La conversación con Busi fue un espectáculo con capítulos diversos: vida erótica, vida cotidiana y mundo literario. Todo traspasado por la procacidad, la insinuación, el quiebro dialéctico y hasta por la melancolía. Un mundo complejo y singular el suyo, voluntariamente apartado y deseoso de fama.

Por todo lo que digo no me ha extrañado su protagonismo en un debate de estas características. Lo que sucede es que el debate me ha movido a contemplar lo obvio: esta sociedad televisiva donde se valora más el gesto que la palabra o donde la palabra es un reclamo -lo estamos viviendo no sólo en la televisión, sino también en la radio- cuando la altisonancia prepondera. No importa el discurso, sino el escándalo.

Para hacerse un nombre literario, en una sociedad en la que quien no sale en televisión casi no existe, parece preciso no sólo empeñarse en una buena obra, sino conseguir una acertada puesta en escena del personaje. Dicho de otra manera: el escritor no sólo deberá saber escribir, sino conseguir ser un buen comunicador televisivo. Es el modo más suave de explicarse la exigencia. Hay otros: el creador, por ejemplo, sabrá ser un showman, la sociedad quiere, puede decirse, que el escritor sea un bufón. Estará más interesada en que Cela haga sonar un sonoro pedo en un magazine de gran audiencia que saber por dónde se anda en su Cristo versus Arizona. Sabrá más de Luis Antonio de Villena por recordarlo subido en globo en divertidas pirue-tas con Gurruchaga que por su obra poética sólida. O recordará más a Arrabal como devoto visionario de la Santísima Virgen María que por su teatro.

Así las cosas, puede uno preguntarse con cierto pragmatismo si estos saraos televisivos tienen una repercusión proselitista y en consecuencia el número de lectores aumenta. De ser la respuesta afirmativa, acaso huelguen las convocatorias vergonzantes a la asamblea cultural televisiva de las horas perdidas o de audiencia escasa. Las televisiones públicas se verían así eximidas de cumplimientos normativos en los que con frecuencia se ponen pequeños entusiasmos.

Las estadísticas no parecen incitarnos a mayores optinúsmos sobre el interés del español por la lectura, y especialmente por la lectura de calidad. Por otra parte, las encuestas con las que algunos medios de comunicación nos sorprenden de vez en cuando sobre los escritores más conocidos por el común de los ciudadanos suelen responder, ésas sí, a los nombres más oídos en la televisión. Hasta el punto de que una de estas consultas, realizada en el pasado mes de noviembre y en la que por supuesto no faltaba Cela, se llegaba a mezclar nombres conocidos por la actividad literaria con otros que rara vez tomaron la pluma, y en esa a la que concretamente me refiero figuraba como escritora conocida Pilar Miró,

Se deduciría de esta ceremonia de la confusión que no resulta lo más indicado preguntar en El precio justo cuánto vale el último libro de Vargas Llosa, y debe quedar claro para el satírico lector que me refiero al precio del ejemplar. De revelarse necesaria para la prosperidad de la literatura la implantación de cualquier modo espectacular de trabajo complementario de los escritores en la televisión, habría de lamentar uno que Valle-Inclán o Benavente, por razones temporales, no hayan podido sacar mayor provecho de su histrionismo, deberemos dolernos por los brillantes literatos tímidos, porque de ellos no es este reino, y acaso proceda incitar a quienes tengan talento para ello y ganas a la creación de escuelas de actuación o de ingenio para literatos con arreglo a las más claras leyes del mercado. Aún cabría hacer una recomendación a los editores: privilegiar en los contratos al escritor con vis cómica.

Desde luego, hay una cosa cierta. En esta sociedad de yuppies, con los gestos homologados y la izquierda encorbatada, el espectáculo de la provocación sigue siendo una necesidad. También es verdad que a algunas provocaciones les basta un texto.

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