A sangre fría
EN UNA dramática entrevista ofrecida el miércoles por TVE, Earl Clanton, condenado a morir en la silla eléctrica en el Estado norteamericano de Virginia, decía que lo espantoso no es morir, sino que alguien pueda decidir la muerte de otro ser humano. Apenas unos días antes de la ejecución de Clanton -muerto en la silla eléctrica la noche del jueves, después de que se revocase un aplazamiento de última hora-, Leslie Lowenfield, un emigrante de Guayana que defendió su inocencia hasta el final, y que, además, según sus abogados, era un enfermo mentid, fue ejecutado en Luisiana. Podría haberlo sido en 37 de los 50 Estados de EE UU. La muerte de ambos se suma así a la de los otros 96 ejecutados en EE UU desde que en 1976 el Tribunal Supremo norteamericano autorizara la reimplantación de la pena capital. en los Estados que lo desearan.Cabe relacionar la condena de estos dos estadounidenses con la de seis surafricanos de Sharpeville, cuya ejecución fue aplazada hace unas semanas gracias a la presión internacional, ¡ncluida la de sectores de la sociedad norteamericana. En el caso de EE UU, las ejecuciones responden a sentencias impuestas tras el debido proceso a dos personascondenadas por asesinato. En el caso de Suráfrica, las condenas fueron meramente políticas, tras un juicio amañado. En un caso se respetaron las normas del Estado de derecho, inexistentes en el otro. Los seis surafricanos eran ciertamente inocentes de los delitos que se les imputaban, y seguramente eran culpables los dos norteamericanos. Pero ni siquiera esas diferencias logran borrar la común inhumanidad, la brutalidad esencial, la incivilidad que traslucen uno y otro caso. Porque la barbarie que supone la pena capital prevalece sobre cualquier consideración acerca de las condiciones en que la condena se produce.
Por ello, el verdadero debate es el hecho de que en un país que figura a la cabeza del desarrollo científico y tecnológico, con un alto nivel de instrucción y de riqueza, millones de ciudadanos que no dudarían de la rectitud de sus sentimientos humanitarios, que se escandalizan ante la barbarie surafricana y que se indignarían ante la visión de un acto de crueldad con su perro, admitan como algo natural que un ser humano pueda ser ejecutado en la silla eléctrica.
La sociedad norteamericana no sufre amenazas a su estabilidad o a su riqueza. Puede hacer frente a sus delincuentes sin que le sea necesario añadirse el trauma de su muerte. Por esta razón, la pena capital en EE UU es un recurso singularmente primitivo y primano porque casa mal con el tremendo adelanto de las ciencias de investigación del comportamiento social y de los métodos para su enderezamiento. La pena de muerte hace tabla rasa con las circunstancias sociales del crimen; es asombrosamente frecuente su aplicación a los que son doblemente marginados: a la gente de color, a los analfabetos, a los retrasados mentales, a los indigentes que no se han podido pagar un buen ahogado. Debería recordarse a los ciudadanos de EE UU que los restantes países de la comunidad democrática no tienen o no aplican ya la pena de muerte. No les es necesario, y la verdadera prueba de fortaleza social es la renuncia a la venganza colectiva. La pena capital es una represalia de la sociedad y resulta inmoral y absurda.
Por último, es lamentable que en nuestro país, tras contemplarse la trágica entrevista televisada de hace tres noches, la mayoría de las llamadas recibidas en Televisión Española, según informó el conductor del programa, fueran de apoyo a la pena de muerte. Ojalá quiera ello decir que los partidarios de su abolición son infinitamente más numerosos y que se abstuvieron de llamar porque, seguros de sí mismos, creen que la controversia ha dejado de tener objeto.
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