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Velocidad

Paul Virilio lleva años obsesionado por la velocidad. Pocos fuera de los círculos en los que el lenguaje se cotiza le han destinado su atención. Acaba de ser traducido uno de sus libros al castellano, poco más o menos en las vísperas de Semana Santa. Por esas fechas, recién salida la obra, se leía en una de sus sentencias: "El destino del automovilista es el azar". Y también: "El terror es el cumplimiento de la ley del movimiento".Seguir a Virilio línea a línea no significa circular con el entendimiento pegado al texto. De otro modo: el desentendimiento racional es frecuente. Del mismo modo que sucede con los efectos de inercia en los cambios de velocidad, el lector puede quedar suspendido, sin tocar suelo, en los lapsos de aceleraciones y frenazos del alegato.

La velocidad era, en los antiguos libros, un derivado de padres sagrados, como el espacio y el tiempo. Con esta concepción, la velocidad se ha expendido como un artículo y se ha divulgado como un signo. Unida a los velocímetros, empotrada en los morros de los coches, fundida en el fuselaje de los aviones, la velocidad ha pervivido como un aderezo.

El mérito de Virilio es haber desmontado esa función ornamental y haber rescatado a la velocidad como una categoría primitiva; necesariamente mítica. La velocidad no es un producto de ciertas variables, sino la variable primordial.

La luz es la sombra del tiempo; la velocidad es el sentido del universo. ¿Cómo explicarlo? Virilio es un puente entre la ciencia inasequible para el lector profano y la poesía a la que el mismo lector prestaría culto. "El destino del automovilista es el azar", dice. De todo ser, efectivamente, el destino es el azar. Pero lo verdadero es hoy que el azar es, sobre todo, el destino del automovilísta. "El terror es el cumplimiento de la ley del movimiento", dice. ¿De qué habla? ¿Qué argucia es ésta? Pero el terror es, efectivamente, hoy el cumplimiento de la ley del movimiento. A estas alturas, nadie duda sobre la fatalidad de esta ciencia poética.

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