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Tribuna:LECTURAS DE VACACIONES
Tribuna
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Viene en procesión

Por más que se escondiera en latines, misas, caralsoles, rezos y recomendaciones piadosas, don Jonás, el maestro, era un rojazo, pero los ilustrados del pueblo, con núedo a equivocarse y más por precaución ante las posibles responsabilidades que por una misericordia de la que nunca fueron dueños, decían que era un librepensador.-Jonás es un librepensador.

-Además del más feo del mundo.

Por ahí iba la cosa, aunque lo de feo fuera incontestable. Por ahí iba la cosa roja, y yo, sustituto suyo en el colegio, fui el primero que pudo comprobarlo, cuando en la soledad confortable de su casa me decía, confidencial y magistralmente, que el hombre procedía del mono. Viéndolo a él no era de extrañar. Del mono o del canguro, que más a este último se parecía con su hechura patizamba, su culo hacia el sur, las orejas a las diez y diez de la mañana.

-El hombre procede del mono, Antonius.

Excepto él, me decía yo, de quien el mono procedería. Sólo su cultura me hacía dudar, su formidable conocimiento, lejos de aquellas pruebas elementales del nacimiento del Tajo o las batallas de Gonzalo Fernández de Córdoba, que a toda costa quería meter en mi cabeza, como si de una herencia de letras se tratara.

-Tú eres un cerebro, Antonius, y no debes dar la espalda a la llamada de la sabiduría.

Del mono. Mi cerebro procedía del mono, pero el mono, que me lo dijo don Matías, el cura, era el símbolo del pecado, la lujuria, la astucia y la malicia, la pereza en el hombre, o sea, Satán peludo en persona. Cómo iba yo a proceder del mono. Ganas me daban de decirle que eso lo sería su padre.

-Del mono, Antonius. No confundir con el Momo, que es el hijo del sueño y de la noche, el dios de la burla y del sarcasmo.

Don Jonás me liaba más que se lía un pajarito alcuza en el alumbrado de una feria. Me decía aquello del Momo y la palabra le daba pie para, en un alarde de autodeslumbramiento, contarme el sentido de todas las palabras parecidas que en diccionario alguno cupieran: el mono, el Momo, monipodio, Mojima Lisa... Morfeo. Y, llegado aquí, era la suya. Que no me durmiera en los brazos de Morfeo, que el sueño es hermano de la muerte, que, según Homero, un poeta que entonces yo creía tuerto, los sueños habitaban las riberas tenebrosas del océano AtIántico, y que, por ser tres sus nombres, no los confundiera con las tres carabelas de Colón. Pues bien: bastaba con que dijera Colón para que me endosara su vida privada, y como, una de dos, o estaba loco o era un cachondo mental, terminaba la biografía por cuplé: "Colón, Colón veinticuatro...". A él le daba lo mismo que el numerito fuera en su casa que en la escuela y, corno en esta última, irreprochablemente desde mi razonamiento, los niños se reían ante semejante carnavalada, gritaba fuera de sí: "Postergaos, cipayos". Y a los 10 minutos, cuando las rodillas de su afligido público eran, ya más que articulaciones, turrón dolorido de Cádiz, volvía a alzar la voz, esta vez indulgente: "Levantaos, negreros". Yo, si lo veía furioso, le preguntaba por cosas, qué quería decir, por ejemplo, cornucopia, algo que a mí me sonaba a adulterio duplicado. Y él, en su gloria, en su glotonería cultural, me respondía como un pavo avieso: "El cuerno de la abundancia, Antonius, el cuerno de la abundancia. Amaltea". Y así yo me enteraba de que Amaltea era una cabra, es decir, una cosa parecida a como estaba don Jonás. Pero, en el fondo, don Jonás no estaba como una cabra. Lo parecía, eso sí, en sus gesticulaciones mamarrachas, en su aspecto de pinchaúvas que contrastaba a voces con su posición social, en sus reacciones verbales si un niño se hacía pis o popó, como con toda la cursilería del mundo llamábamos a la necesidad de hacer nuestras necesidades. Don Jonás, que era un cómico ripioso, cantaba entonces: "Sin prisa y sin pena. Y al final... tirar de la cadena". Se lo montaba así, y así quería que yo fuera, seguramente por pensar que un genio son sus filigranas insólitas más que su talento, sus reacciones pasadas de rosca antes que su capacidad creativa. Pero sobre todo porque ésa era su coartada frente a los demás para, antes que como un rojazo, aparecer como un chiflado librepensador.

-Jonás es un librepensador.

ROJAZO Y UNICO

Don Jonás era un rojazo y un cínico. Sus padres le dieron el cuerpo feo; la República, su deslumbrante cultura, y la adversidad, la máscara, que no es una careta de cartón pintada, sino, como él me explicó un día, una personalidad fingida que se superpone a la verdadera. Las misas, los rezos, las recomendaciones piadosas, los caralsoles...

Don Jonás era un rojazo, un aprovechado de mis luces aventajadas y del dinero de su mujer, prueba contundente contra su aireada locura. Pero también un celemín de ternura y una fiesta en la escuela o en su casa, cuando por las tardes iba yo a ella para que hiciera carrera de mí y, sin contar con mi presencia, le gritaba a su esposa: "Tálamo, tálamo".

Yo, rapaz de alcoba, acercaba el oído a la puerta, apuntaba el ojo derecho al hueco de la cerradura y oía, mientras contemplaba parcialmente un rebujo veterano de carnes, a don Jonás lanzado: "Verde, que te quiero verde, Florita". Después, unos aullidos rotos, a los que intentaba apagar la voz del librepensador:

-Florita, como te pongas tan ardiente en el coito, me apeo.

Y al terminar la faena, desde la misma cama, el tigre de Esnapur, como él n-úsmo se calificaba, se ponía a cantar lleno de orgullo:

-Pobre de mí, pobre de mí, se acabaron las fiestas de San Fermín.

Pero las fiestas no se terminaban nunca. O comenzaba otra nueva cuando se acababa una. Y así, durante una semana entera tuvimos que asistir a los sermones de don Matías porque la Virgen de Fátima venía en procesión. Don Jonás, el maestro, llevaba a los niños en fila de dos y a mí de vigilante hasta la iglesia, no sin antes repetirnos cosas sobre la compostura y sobre los milagros que la Virgen en cuestión, aparecida a los pastores, había realizado. La gente en el pueblo, más que feliz por tan excelsa visita, andaba como atemorizada, pues ya se sabía que el último mensaje de la Virgen, el que estaba por abrir en una fecha cercana, anunciaba ruina, una guerra, sólo el Papa conoce todavía qué.

LA IGLESIA

Nosotros íbamos a la iglesia como corderos, quizá a pastar o quizá al sacrificio, pero contentos por ver en horas de clase el pueblo bullicioso, la gente confirmada en el trabajo de las tiendas, el olor de las compras vegetales, y sobre todo porque en la iglesia veríamos a las niñas, lejanas escolares a nuestros deseos de una escuela mixta. Una especie de liberación en catones y cuentas carcelarias doblaba nuestro brillo, la mirada enfundada en el fulgor del pueblo, el paso proyectado en la sombra de las torres, los pájaros cachondos de la primavera, los burros plasmando sus caricias, ante la mirada, anatematizante de asnos, forzadamente pastoral de don Jonás, que nos decía grave:

-Orden. Al trono de Dios se va por el camino de la disciplina.

Más bien, pensaba yo, se debía ir por el de la alegría, pues no me lo imaginaba serio como tronco, severo como un juez, tieso como el sargento de la Guardia Civil, eternamente enojado, sino padre común comprensivo y juguetón, con las barbas mojadas al beber en el río, la túnica en colores fieles a nuestros juegos y las manos abiertas para abrazar el júbilo, no con el dedo índice ordenando la fila. Así me lo imaginaba yo, a imagen de nosotros, los niños, lluvia solar necesitada de amor, de compañía, no de monsergas, correoso juglar por la mañana alada y sabiaen dejarnos su dorado impulso. Pero don Jonás y don Matías, el cura, lo pintaban cilicio, por más que nos dijeran que era infinita mente la voz de la bondad, la comprensión, su colmo. Quizá ocurriera que ya eran mayores, que no es cierto el poeta cuando dice al salvarnos que es siempre niño el corazón si ama. Allí, en aquella fila, o más tarde en la iglesia, había que estar callado, rígido como espada y, como espada, atento a pinchar en la carne, en la propia, sumisa. Pero la Virgen de Fátima "venía en pro cesión", según nos reiteraba don Matías en la iglesia, "a darle un mensaje a nuestra nación", tal aclaraba la copla ripiosa, no sin dejar de ser enigmática, y había que estar atento por si el cura nos adelantaba algo sobre aquel misterioso mensaje. Sin embargo, y como quien está también alelado, más ágrafo que un cabrero o más ignorante que un tarugo, don Matías divagaba des de su púlpito, hasta que El Cani, el campesino loco de Santa María, irrumpía con su voz de sonada masa gris desde la bóveda, diciendo que todo era mentira, que don Matías se acostaba con su mujer y que lo iba a rajar como a un melón de agosto. Allí era ella, o la del escándalo, por que nosotros, antes que divertidos, asustados, dejábamos en la nave un rumor de sorpresa y tragedia, al par que don Matías trataba de calmarnos, involuntario difusor del averno o inconsciente agresor de nuestro miedo:

-Niños, no hagáis caso, que es el demonio.

LA REINA DE LOS CIELOS

Y desde lo que nosotros identificábamos como un trasmundo hostil y tenebroso, la voz cavernaria del campanero loco respondía que el demonio era don Matías, amén de otra cosa más adecuada- a la condición de hombre, a no ser que el demonio también tuviera madre libertina.

Con estos ajetreos se fue acercando el día de la visita de la Reina de los Cielos, también propietaria de parcela terrestre en Fátima, y los habitantes del pueblo se dispusieron a recibirla con sus trajes nuevos, sus camisas más limpias o sus alpargatas, menos desastrosas, según condición social. Nosotros, los escolares, formábamos detrás de las fuerzas vivas -que, sin que sirviera de precedente, cedían un puesto estelar a los tullidos y delante de la muchedumbre que, en medio de su desconfianza y sus deseos de que todo se resolviera favorablemente, se agitaba nerviosa, peligrosamente uniforme en sus vaivenes repentinos. Mirando el aspecto de la mayoría de los presentes, no me explicaba qué catástrofe podían temer. Tal vez una reedición de la guerra aún relativamente cercana. Pero ni siquiera la guerra podría superar en sus calamidades aque mosaico de hambre, ignorancia, desempleo y ejército de tullidos equilibristas, sin ningúna orden de reclutamiento formado voluntariamente por los lisiados del pueblo y por los de los alrededores. De repente, una voz destacada gritó: "Ya viene", y la multitud, como un flan desplazable, arrojó a la calzada a buena parte de las autoridades, los tullidos y la banda de música. Allí no venía nadie, y del falso aviso se sacó como consecuencia que los impedidos debían formar detrás de las autoridades, junto a nosotros, en medio de la muchedumbre y el borde de la acera, ocupado por los prohombres de la población.

La cosa se estaba poniendo fea por el cielo que azuzaba su gris contra nosotros y, más que anunciar, ya goteaba la tormenta. Para colmo, en la -torre de la iglesia, El Cani y su dislate habían empezado a doblar a muertos en vez de tocar a gloria. Por fin, a grandes golpes de voz, los adelantados en la curva súbita que impedía la visión de la carretera por donde habrían de venir la Virgen y su lacrado mensaje dijeron que ya, que ya estaba allí. Don Jonás nos hizo la seña convenida para empezar el canto pío de aquella estrofa que habíamos ensayado en el colegio y en la iglesia: "La Virgen de Fátima / viene en procesión / a darle un mensaje / a nuestra nación...".

Y como la multitud escuchara,campanas sin saber dónde, comenzó a seguirnos con flagrante alteración del tercer verso. Mayoría evidente tomada de tenebrismos más o menos auspiciados, el aire se llenó de su error, que cantaba: "La. Virgen de Fátima / viene en procesión / a darle un castigo / a nuestra nación".

Don Jonás intentó poner orden, pero la voz del presagio era imparable. Don Matías, enfrascado en su gori-gori, apenas se percató del cambio rimante. Mi padre, en primera fila de la superstición, gritó alterado: "Viva la Reina de los Cielos". La banda de música empezó a tocar desafinada la Marcha real, y la muchedumbre, en su presión de río acelerado, dio con la presa reventada de autoridades, tullidos, niños y banda de música en el fondo de su torrente sin frenos. Como hárridas colaboradoras de Satán, las nubes descargaron inéditamente hostiles y el castigo se hizo. Hasta de Jerez tuvo que venir un equipo de ayuda de el Ejército, y en el pueblo se dice que el chiste ese macabro del tullido que va a Fátima y ante la adversidad de su carrito, desmandado por una cuesta, ruega a la Virgen para que opere el milagro de dejarlo como estaba, es una variante de lo que, sin cuesta amenazadora, deseó más de uno aquel día.

CASTIGO DEL CIELO

Cuando, tras varias jornadas de suspensión de clase por la catástrofe ocurrida, volvimos a la escuela, todavía marcados por nuestro asombro, don Jonás nos dijo que, en efecto, había sido un castigo del cielo, que había muchos pecadores, mucho paganismo, mucha superstición, y que muchos son los llamados y pocos los elegidos como para que estuvieran allí poco menos que exigiendo.

Yo, contra mi voluntad, estuve vanos días con la canción en su remate triste y adulterado pegada a -los labios. "A darle un castigo / a nuestra nación", repetía. Y, extrañamente, quise más a mi tierra mortificada, blanco de las desgracias -y las condenaciones divinas y humanas. Pensé que un día las puertas de los cielos se iban a abrir de par en par en nuestros campos, en nuestros hombres rendidos por el trabajo o por la ausencia del mismo, en los temi erosos corazones de las multitudes escaldadas. Que se abriría el mensaje de la Virgen de Fátima y podrían leerse unas letras de alivio para los andaluces, para los españoles, para el lastre azotado de su pena.

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