La corriente del golfo
A PoloNada más casarme pasé ocho meses en una pequeña ciudad de Noruega. Algunas noches de invierno, la temperatura bajaba a los 20 grados bajo cero, pero en el interior, a unos kilómetros de nuestra ciudad, el termómetro se ponía fácilmente en los 40 bajo cero una noche sí y otra no, de forma que nuestros convecinos se consideraban privilegiados, y cuando nos quejábamos negaban con la cabeza y trataban de sacarnos de nuestro error: "Nuestra costa es bañada por la corriente del golfo", decían, como si eso fuera una razón de peso. No veíamos la corriente del golfo y no podíamos imaginar un frío superior al que estábamos pasando.
Tardamos algún tiempo en encontrar una vivienda adecuada. Nada más Regar, nos alojamos en un hotel relativamente bueno, el Misjion. Estuvimos allí casi un mes, desayunando en la cafetería del hotel, siempre llena de ancianas, y comiendo emparedados en otras cafeterías. Había algunos restaurantes buenos, pero nunca fuimos a ellos. Contemplábamos sus ventanales y aspirábamos el olor cálido de la comida cuando se abría la puerta. Por las tardes solíamos ir a la heladería. Se tomaban muchos helados en Noruega. Grandes, coloridos, espectaculares. Aunque no éramos lo que se dice muy aficionados a los helados, la heladería era el único sitio que fuimos capaces de descubrir que no estuviera lleno de ancianas. Además de los cines. Más o menos dos tardes por semana íbamos al cine. ¡Ni hablar de ir al cine de noche, cuando la temperatura descendía sus buenos 10 grados! Aquellos cines estaban llenos a rebosar y tenían un aire de colegio. A un lado del telón había un puesto de chocolatinas. No quiero exagerar, pero no creo que haya un noruego capaz de contemplar una película si no tiene una chocolatina en la mano. Primero, como en todos los países que conozco, se proyectaban anuncios. Y luego, justo antes de la película, se tocaba un gong. Un gong de verdad, que estaba allí, debajo de la pantalla. Dorado y enorme. Un chico venía y lo tocaba. Entonces todo el mundo se callaba. Porque hasta el momento nadie había dejado de hablar.
AÑORANZA DE HOGAR
Ésa fue nuestra época dorada, la del hotel Misjion. Luego, como no encontrábamos vivienda y la universidad era la que pagaba las cuentas del hotel, se nos trasladó a un hotel de inferior calidad, el Nacional. Éste era decididamente cutre. Las camas bajaban de la pared, y durante el día nuestra habitación era un cuchitril donde no había ni dónde sentarse. Como yo no tenía nada que hacer mientras mi marido pasaba las mañanas en la universidad, y, desde luego, no se podía permanecer en aquel cuarto, tenía que salir a la calle, pasear y tomar cafés mientras me preguntaba con cierta desesperación quién me habría mandadlo a mí ir a Noruega. Ahoraba el hogar, francamente. Por fortuna, aquellos días del Nacional no fueron muchos. Al fin habíamos encontrado un lugar donde instalarnos y dejamos nuestra vida de hoteles.
En el pueblo no había sido posible encontrar alojamiento. La única posibilidad era una
casa en la ladera del monte. Mejor dicho: una habitación con derecho a cocina en una casa de la ladera del monte. Había muchos montes y muchas laderas, y visitamos media docena de casas que ofrecían deprimentes habitaciones sin vistas, habitaciones en penumbra, tristes como para morirse. A la que finalmente nos mudamos era un poco mejor. Al menos estaba en el segundo piso de la casa y tenía un par de buenas ventanas. Había una cocina, si es que aquello podía llamarse cocina, independiente. Y teníamos que compartir el cuarto de baño. No obstante, teníamos un WC para nosotros. No tenía calefacción, pero era para nosotros. Lo del cuarto de baño compartido era la gran desventaja, con la agravante de que debíamos atravesar el dormitorio del dueño para llegar a él. Aunque el dueño, del que en seguida -hablaré, se pasaba la mayor parte del día en el cuarto de estar, en la primera planta, la travesía resultaba un poco inquietante. Y una nunca se sentía segura en aquel cuarto de baño.
Pero decidimos pasar por alto todos los inconvenientes que se preveían, y que luego resultaron ser aún mayores, porque habíamos iniciado la cuesta abajo con el traslado del Misjion al Nacional, y nos temíamos que íbamos a ir rodando de hotel en hotel y de pensión en pensión hasta Dios sabe qué lugar. Por lo demás, nos presionaron un poco. A la universidad le estábamos saliendo un poco caros. Y la
casa tenía una ventaja: no estaba lejos del núcleo del pueblo. Había que transitar por empinadas cuestas, pero la comunicación con el pueblo era posible establecerla andando.
Una luminosa mañana de octubre nos trasladamos. El dueño salió a recibirnos y estrechó nuestras manos. Era un hombre mayor, viudo y jubilado, que vivía solo. La casa se la había hecho él con sus propias manos. Era una casa de madera, como muchas otras. Por fuera resultaba cálida. Tenía dos hijos, casados. Los fines de semana le traían a un nieto, un bebé, demasiado pequeño para acompañar a sus padres a las habituales excursiones de los noruegos.
Eso fue lo que creímos entender, porque aquel hombre sólo hablaba noruego. Mi marido daba algunas explicaciones en inglés y yo miraba y sonreía. Más bien sonreía poco. Luego, el hombre, con grandes gestos, nos señaló todo lo que teníamos que limpiar, las escaleras incluidas, ya que al fin y al cabo las teníamos que utilizar diariamente y más que él, porque éramos dos. Supongo que dijo algo de eso, o no necesité justificarse. Nos mostró dónde se guardaban los instrumentos de la limpieza: una fregona, un escobón, un cepillo para las escaleras y pocas cosas más.
El cuarto debía de tener unos cuatro metros por cinco. Descolgamos todos los cuadros y los pusimos al fondo del armario, en el pasillo helado. Clavamos posters. Algo hicimos con la lámpara del techo, no recuerdo qué. Compramos un pequeño tocadiscos y un pequeño flexo blanco. Y encendimos la estufa. La estufa era lo mejor, aunque daba tanto calor que al cabo de un rato teníamos que abrir la ventana. Los días habían empezado a acortarse. Casi siempre era de noche.
No teníamos ninguna relación con el propietario de la casa. Durante el día oíamos el sonido de la televisión, siempre encendida. Se estaban retransmitiendo las Olimpiadas de México. De cuando en cuando, una palabra en español llegaba a nuestros oídos. Cuando atravesábamos el vestíbulo lanzábamos una mirada al interior de aquel cuarto de estar que nunca Regamos a conocer: la televisión era en color, y en el cuarto había por lo menos una docena de lamparitas de luz amarillenta.
Hacia las doce de la noche oíamos resonar por las escaleras los pasos del hombre. Llegaba al pasillo, pasaba por delante de nuestro cuarto, empujaba la puerta corrediza que daba entrada en el suyo y volvía a cerrarla. Y sentíamos su ir y venir por el cuarto, los grifos en el cuarto de baño, sus toses, sus murmullos. A veces tarareaba una canción. La verdad es que solía estar de buen humor. Aquellas paredes eran de papel.
Los sábados venían sus hijos a traerle el niño. Lo dejaban todo el día. Escuchábamos sus balbuceos, sus palabras entrecortadas. Algunas veces, su Hanto. El hombre, entonces, le hablaba en voz más alta, se reía, se esforzaba para distraerlo. Algunas veces, el niño se quedaba a dormir. Al otro lado de la pared de papel oíamos un gorjeo incesante, medio gemido, medio risa, hasta que se dormía. El hombre, de cuando en cuando, hablaba, como si le respondiera.
Pasamos así todo el invierno. Recibíamos continuamente de Madrid paquetes de libros, tabaco y cajas plateadas de saridán. Hasta que la policía nos citó para decirnos que lo del saridán tenía que acabar. Tenía ya un buen depósito de cajas de saridón cuando cayó la prohibición.
Nos Regamos a familiarizar con aquel trayecto de pequeñas calles en cuesta haciendo zigzag que iban de nuestra casa al puente sobre el Nivelda. Contemplábamos el río helado y nosadentrábamos en el pueblo. Ese extremo era el barrio señorial, residencial. Allí había un buen hotel, el Oljen. El vestíbulo alfombrado resplandecía. Nos compramos botas altas de goma para andar por las calles cubiertas de hielo. Nos resbalábamos, como todos.CONFRATERNIZACIÓN
Había alguna que otra diversión. Algunas fiestas en. casas de compañeros de mi marido. Y una auténtica borrachera en una de ellas. Nadie podía estar interesado en que nos emborrachásemos, pero puedo asegurar que lo parecía. Bebimos y bebimos hasta ponernos enfermos. Y confraternizaciones, más comedidas, con otros estudiantes extranjeros. Especialmente con una pareja de químicos japoneses que nos obsequiaron con un shashimi exquisito en un cuchitril poco mejor que el nuestro. Les correspondimos con canelones. Unos holandeses ricos, guapos y lustrosos, que llevaban unos meses casados (nos mostraron el álbum de fotos de su boda: habían recorrido Amsterdam vestidos de novios en la plataforma de un tranvía), habían tenido la fortuna de encontrar un espacio en el centro del pueblo. Habían decorado el local con alfombras, tapices y plantas. Una mañana, la holandesa y yo fuimos de compras. A ella no le importaba pasar frío Estaba muy bien equipada y la nieve le producía euforia.
Los holandeses eran una excepción, y además se fueron en seguida. Lo más característico eran los rumanos. Nocalescu se alimentaba de pan, leche, mantequilla, yogures, huevos y bacon. Y algo de fruta. Nos lo cruzábamos al salir de la universidad con su bolsa marrón bajo el brazo. Vivía cerca de la universidad, en un edificio gris. Sonreía abiertamente. Y había casos francamente patéticos: una mujer argentina, que me enseñó a hacer tartas de zanahoria y me regaló las novelas de Sábato, se había quedado embarrancada allí, en un pequeño piso de unos desolados bloques de viviendas, a unos kilómetros del pueblo, porque su marido, marino, se había vuelto a embarcar. En realidad, la había abandonado. Hacía años que no sabía nada de él. Pero tenía una hija, y abrigaba la esperanza de que el hombre volviera y le diera un porvenir. No quería volver a su país, pero era desdichada. En Buenos Aires no tenía nada. Había sido muy guapa. Me enseñó fotos de su juventud. Basta de historias. Había más, siempre hay más. La mayor parte del día la, pasábamos en aquel cuarto, encendiendo la estufa y abriendo la ventana, contemplando la noche, leyendo, estudiando.
CASOS PATÉTICOS
Los días, lentamente, empezaron a alargarse. La capa de hielo que cubría el Nivelda se quebró. Nos apoyamos en el pretil de madera del puente: el agua empezaba a empujar. Pronto se haría fuerte.
Nos flúrnos cuando grandes bloques de hielo empezaban a deslizarse río abajo y la nieve endurecida de las calles ya estaba muy sucia. Lo comunicamos en la universidad, lo comunicamos al dueño de la casa. Empezamos a hacer las maletas. Todavía me quedaban un par de cajas de saridán.
El sábado por la mafiana, el último sábado que pasamos en Noruega, escuchamos un rumor de voces en el piso de abajo: los hijos venían, como siempre, a dejar al niño. Voces de hombre y de mujer y los gritos del nifio, ya familiares para nosotros. Durante todo el día lo sentimos allí, y la conversación entre el hombre y el niño se desarrollaba normalmente. Comprendimos que aquella noche no le venían a buscar, porque se estaba haciendo muy tarde. Efectivamente, les ofinos pasar hacia su cuarto. El niño seguía con sus gorjeos. El hombre, con sus frases cortas, levemente autoritarias pero cariñosas.
Salí del cuarto en dirección a la cocina y en ese momento se abrió la puerta corrediza del dormitorio del dueño y apareció una mujer. Tendría alrededor de 70 años, llevaba unos pantalones, un jersei grueso de lana y un pañuelo en forma de cinta en el pelo. Era morena; tenía el pelo corto y rizado. Me sonrió y se fue escaleras abajo. El hombre apareció y fue tras ella. Fui a la cocina, cogí lo que iba a buscar, agua o leche, y volví a mi cuarto.
-No es un niño -le dije a mi marido.
No podía explicarme muy bien.
En seguida los oímos subir las escaleras y atravesar el corto pasillo. Hablaban, como siempre, en ese lenguaje que conocíamos tan bien. Durante las primeras horas de la noche, la muJer gimió y rió hasta quedarse dormida.
Estábamos perplejos con nuestro descubrimiento. Probablemente habíamos entendido mal las explicaciones del hombre el día que salió a recibimos a la puerta de su casa. Sus hijos no le traían a su nieto, sino a aquella mujer trastornada.
Pensé en ella en el tren camino de Oslo, junto con todas las cosas que quedaban atrás: los magníficos paisajes helados, la nieve cubriendo las montañas, los bosques, los lagos. Los fines de semana esquiando, las estaciones de madera pintada de aquel viaje en- enero hacia el Norte. Un país duro y hermoso. Para volver. Nuestros amigos japoneses nos fueron a despedir a la estación. Nos miraban desde el andén con los ojos fijos y sonreían calladamente. Agitaron sus manos en el aire.
El dueño de nuestra casa se había peinado con brillantina para despedimos. Nos acompañó hasta el coche del amigo que nos llevaba a la estación. Ayudó a colocar las maletas. Estrechó nuestras manos.
La casa se perdió de vista. Las ólimpiadas de México. Aquel drama familiar. Mis 22 años.
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