En el reino de los intelectuales no hay dolor
La droga del intelectual es la política. Pregunte usted a un intelectual sobre sí mismo y verá cómo se dispara con un discurso sobre la política. Juntos pero no revueltos. Él se colocará del lado de la crítica incondicionada, a solas con su racionalidad universal, atento a las exigencias de la subjetividad (Alain Touraine), sin más sujeción que el dictado de su razón (Jean Daniel), mal que pese al griterío de la comunidad. De paso señalarán con el dedo índice el lugar (maldito) del político: vendido a las demandas de la comunidad, dispuesto a sacrificarse, él y a los suyos, al Moloch de la filosofía de la historia:.Se tiene el, intelectual tan bien estudiada esta división de papeles que hasta ha creado un olimpo del intelecto, que es el reino de los fines, do ha lugar una ética de primera división (la de la convicción) y en el que las inevitables tentaciones por el poder se reconducen hacia un poder bueno, que es el de la sociedad. Al político sólo le cabe el purgatorio de una ética de segunda clase (la de la responsabilidad), el manejo de una razón bastarda (la de los intelectualés orgánicos o, más benévolamente, la de los ideólogos) y el manoseo de un poder malo, el del Estado.
La historia explica de alguna manera esta voluntad del intelectual moderno de desentenderse del otrora compañero de viaje, el político. En efecto, la razón se encuentra consigo misma, esto es, "vuelve a casa" cuando, tras un largo viaje sometida a toda suerte de amos divinos y naturales, descubre que sólo puede depender de sí misma (Descartes). En la subjetividad moderna, la verdad sólo es tal si es libertad, independiente.
De ahí a pensar que la razón del sujeto es la razón universal no hay más que un paso. El hombre moderno lo dio y por eso se puso a crear modelos éticos basados en su razón con el sano propósito de que fueran universales. Un filósofo (Kant) colocó esa validación racional de la moral en el carácter universal y categórico de ciertas reglas de la razón; otro (Hume), en la fuerza universalizadora de la pasión, otro (Kierkegaard), en la decisión. Cada cual entendía su particular principio fundante como la encarnación de la razón universal. Pero cada uno era distinto del anterior, con lo que tamaño pluralismo desacreditaba la capacidad universalizadora de cada razón. Así hasta que Nietzsche, entre la irritación y la mofa, hizo ver que lo que cada cual vendía como principio racional universal no era más que un soberano y gratuito acto de la voluntad..
A partir de aquí se entiende bien la invitación de Jean Daniel a que el intelectual no renuncie al imperativo de su conciencia. Pero se le entiende menos cuando hace coincidir la fidelidad a la conciencia con la universalidad de los valores. Naturalmente que la subjetividad es una condición necesaria para un discurso crítico. Pero ese fondo no da de sí como para desde ahí hacer discursos universales, es decir, discursos que desvelen los valores de la comunidad o, como quiere Alain Touraine, que descubran "todos los afanes de liberación, todos los movimientos individuales y colectivos". Desde su propio principio y con toda la lógica también se está legitimando el ascendente individualismo light.
Resultado seguramente de la impotencia de la razón subjetiva ha sido el destino de la política que, abandonada por quienes. se plantearon su justificación ética desde instancias indiferentes a la misma, se ha visto obligada a combinar principios éticos procedentes de la subjetividad con exigencias derivadas de la vida común. Modelos puros, como la propuesta rousseauniana de la. volonté générale o la ulterior democracia directa,' acabaron siendo operativos con la modesta democracia delegada. Para el intelectual moderno, convertido ya en observador crítico de la realidad, ese destino, de la política quedaba señalado con el mote de Zweckrationalität. la racionalidad política es un negocio cuyas metas no van más allá de lo que alcanzan los medios de que dispone. Entre esa racionalidad y la suya hay un abismo, el mismo que separa las ideas reguladoras, los ideales éticos o las utopías de la triste realidad política. Esto explicaría el escepticismo político del intelectual, quien, a la vista de lo que pasa, levanta una bandera crítica como última reserva de una racionalidad que escasea.
De la importancia y necesidad de este papel crítico no puede haber la menor duda. A la vista de cómo se han producido las cosas -y de cómo el intelectual las interpreta-, esa tarea está cargada de razón. Pero las cosas se pueden plantear de otra manera. En efecto, ¿y si la universalidad de la razón tuviera que ver con el otro, con la intersubjetividad, con la comúnidad? ¿Qué ocurriría entonces? En primer lugar, que no basta jugar a la contra. Tan importante, desde el punto de vista ético, como ser consecuente con los principios es atender a las consecuencias. Una ética impasible que ponga el ideal tan alto que, al final, dé lo mismo una medida política que otra, porque todas quedan a años-luz del ideal ético, es tan sospechosa como la que subordina la bondad de los fines a las capacidades de los medios. En segundo lugar, que la universalidad se sitúa como mediación o remedio entre la sub etividad y la comunidad, entre una subjetividad soberana y una comunidad que es más que la suma de las individualidades. Tan sospechosa como un sujeto iluminado (sobre todo cuando se presenta como intérprete del pueblo) es la asimilación de las decisiones mayoritarias con la racionalidad. En la tensión está el secreto y la garantía de que la racionalidad nos supera y nos envuelve.
Una ética política no puede por menos de ser una ética compasiva que es intersubjetiva porque parte del hecho de que la bondad de la acción está dictada por el interés del otro. Y no cualquier otro, sino el que es menos otro: el que no ha accedido a la categoría de sujeto porque es tratado por los llamados sujetos como un objeto. El reconocimiento de unos derechos todavía no saldados de ese otro convierte a la acción.del sujeto libre en un acto moral. En esto al menos se puede aprender algo de los partidos políticos de izquierda: su lucha contra las resistencias de la realidad fáctica ha nacido, -más que de la fuerza de grandes ideales utópicos del recuerdo de sufrimientos pasados. Esa memoria dolorosa no es un ideal ético como el que ha creado la subjetividad insatisfecha; es una solidaridad o ideal colectivo, pero que está atrás, en el recuerdo. Las libertades democráticas han cuajado históricamente más por el empeño de colectivos sociales en salir de la opresión que por declaraciones universales de organismos mundiales de derechos humanos.
Ese tipo de ética es lógicamente comprometida. Por ser compasiva no es indiferente a una pequeña reforma que libere progresivamente al no sujeto de las cadenas de la esclavitud. Es una ética política. Cuenta ' Walter Benjamin, en su Diario de Moscú, la indignación que le causó una crítica burguesa al filme El acorazado Potemkin por la sencilla razón de que sé le veía la tendencia (revolucionaria). El artista, como todo intelectual -viene a decir-, hace tiempo que perdió la inocencia. Todos somos sospechosos. Mejor entonces tomar la delantera avisando de qué lado uno toma partido. No es lo mismo la causa de los no-sujetos que la de la crítica y particular subjetividad, por muy desconsoladamente que ésta se viva.
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