Un parto difícil
Cuando nuestra Constitución de 1978 se aproxima a cumplir una década de vigencia y su desarrollo normativo está muy avanzado resultan más ostensibles las dudas o las dificultades que rodean el alumbramiento de ciertas instituciones previstas en la Constitución y que no acaban de ver la luz. El jurado y el Consejo que damos en llamar Económico Social, son quizá los casos más notorios.El Consejo Económico Social se prevé, por el artículo 131.2 de nuestra Constitución, tan sólo con un fin: servir a la democratización de la planificación económica. A nadie puede extrañar, por tanto, que sea escasa la ilusión que despierta este consejo en unos tiempos en que la misma idea de la planificación económica anda de capa caída incluso en naciones con Gobiernos socialistas.
La mayor parte de los países que miméticamente habían adoptado en los años cincuenta y sesenta una planificación a la francesa, la han abandonado y se limitan a formular programas para el sector público. Incluso ha hecho fortuna en la República Federal de Alemania la expresión "planificar sin economía planificada".
También ha quedado atrás la época en que en el mundo occidental, se depositaban grandes esperanzas en la denominada representación de intereses. Hoy ya pocos creen que la debida articulación de intereses sectoriales en el marco del interés general se deba abordar a través de una segunda cámara de representación de los intereses sociales y profesionales, tal y como defendió tan brillante como inútilmente Mendés France en 1962.
Nuestras Cortes Constituyentes, a la altura de 1977 y 1978, se encontraron con que el talón de fondo doctrinal y el balance de las experiencias prácticas no eran ya claramente favorables a la planificación y, por tanto, dejaba de ser preocupante el garantizar su elaboración democrática con intervención de un consejo representativo. Los organismos análogos creados en Francia o Italia llevaban una vida gris y tenían un peso puramente simbólicos. En aquel contexto, la Constitución Española optó por no contemplar la planificación económica como actividad necesaria, sino como actividad posible, y por ser más que cauta en cuanto al consiguiente consejo, que, en todo caso, era de difícil diseño en su composición y funciones.
A los especialistas no les pasaron inadvertidas las dudas -incluso recelos- que albergaron los constituyentes sobre este consejo. Luis María Cazorla ha escrito que el artículo 131.2 de la Constitución "trasluce un cierto temor al matiz corporativo de este consejo", y Martín Bassols ha sostenido que "la dificultad en la configuración del consejo parecen haberla percibido los propios constituyentes, puesto que ni siquiera la han definido". En efecto, este consejo, por no recibir de la Constitución, no ha obtenido ni nombre, aunque unos y otros pronto hayan coincidido en llamarle provisionalmente Consejo Económico Social. Es más, la Constitución no establece reserva de ley orgánica para la creación y regulación del consejo, en que se confía a una simple ley, lo que se juzga suficiente, puesto que, en todo caso, se trataría de un mero órgano asesor.
Últimamente algunos dirigentes empresariales y sindicales parecen querer dar vida a este consejo. La gran pregunta que habría que formular es si a la par, desean relanzar la planificación económica en España, lo que parece harto improbable, aunque dotaría de coherencia doctrinal a la propuesta. Sea como fuere, la iniciativa debe correr pareja a una reflexión sobre la composición y funciones del consejo, a la que querríamos servir con estas ideas básicas.
Composición reducida
La composición debe ser relativamente reducida, por razones de eficacia, y ha de dar cabida a personas provenientes de las comunidades autónomas -que tienen la competencia constitucional de aportar previsiones a la actividad planificadora del Estado-, los sindicatos y las organizaciones empresariales (artículo 7 de la Constitución), los colegios y organizaciones profesionales (artículos 36 y 52) y las organizaciones de consumidores (artículo 51.2). A nadie se le oculta que el deslinde entre las entidades aparenciales y las reales no siempre será fácil y que la designación entre éstas de las más representativas es cuestión aún más compleja, amén de que la dosificación equilibrada de presencias de tan diversa naturaleza es tarea dificilísima. En Italia, por ejemplo, la cuestión se zanja mediante nombramientos por cinco años mediante decreto del jefe del Estado a propuesta del presidente del consejo y previa deliberación del Consejo de Ministros, pero ¿se aceptaría entre nosotros análoga vía de nombramientos?
En lo que a sus funciones concierne, el artículo 131 de la Constitución establece que se fijarán en el marco de un único fin, a saber, asesorar y colaborar en los proyectos de planificación. Es decir, es un mero órgano dictaminante ante el Gobierno en esta materia y no una tercera cámara político-económica. Y ya que hemos mencionado el precedente italiano, conviene precisar que no sería constitucional en España reconocer a este órgano la iniciativa legislativa que en Italia le otorga a su homólogo el artículo 99 de la Constitución de 1947.
De lo dicho deducirá el lector que este consejo, cuando llegue a configurarse, tendrá un perfil modesto y no se deberán esperar de él grandes prodigios. Realmente, puede servir tan sólo, lo cual quizá no sea tan poco, para satisfacer la aspiración de ciertos grupos sociales a ser oídos y para atender el deseo del Gobierno -en ciertos casos- de apoyarse en un clima de consenso. El buen sentido de los hombres públicos juzgará en su día si las voces de determinados sectores de la sociedad necesitan éste cauce y si se dan las condiciones para alcanzar conciertos de voluntades.
En todo caso, una reflexión parece pertinente en este cuarto de hora. Si se aborda definitivamente la creación del Consejo Económico Social, hay que estudiar previamente, con todo rigor, la forma de evitar que sea un mero órgano de trámite más o menos protocolario. Basta recapacitar sobre el Senado, Cámara que, pese a todo, dispone de no pocas funciones, para comprender que un órgano amplio que no alcance prestigio por su operatividad pasa muy pronto a ser objeto de propuestas de reforma e incluso de supresión por parte de quienes desean recortar cuantos gastos del Estado no sean imprescindibles. En evitación de discurrir por la misma pendiente con el non nato consejo de que venimos hablando, conviene ahora no incurrir en precipitaciones y estudiar los precedentes extranjeros con objetividad, procurando extraer lecciones de su no muy brillante vida y analizando con particular interés los que parecen haber sido más fructíferos, como el Consejo Económico Social holandés o el anglosajón Consejo Nacional de Desarrollo Económico. Lo que chocaría con el más elemental sentido común sería desconocer que con la actual política económica la utilidad de instituciones como éstas es necesariamente reducida, que las dudas de los constituyentes y de los especialistas han sido legión y que si se insiste en su creación habrá que afilar mucho el lápiz para lograr un diseño que nada tiene de fácil.
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