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Marañón viajero

Cien años después del nacimiento de don Gregorio Marañón, y transcurridos 2,8 desde su fallecimiento, todavía palpita en la memoria de la Europa intelectual el recuerdo de aquel excepcional médico polígrafo. Me invitaron hace unos meses a tomar parte en un ciclo dedica do a su figura en Londres y me llamó la atención la densidad de público y la tensa curiosidad de los oyentes, ingleses en su mayoría. Hablé del Marañón viajero, al que gustaba recorrer la geografía peninsular buscando vericuetos y rincones olvidados en los que su imaginación colocaba personas o episodios de nuestro pasado histórico. Lector asiduo de Federico Amiel, el melancólico y profundo pensador suizo, solía el doctor comentar el párrafo en el que definió el paisaje como un estado del alma. Es decir, una creación del espíritu del hombre. Hay un hecho que no se puede olvidar al hablar de viajes y de paisajes. Es la distinta y a veces contradictoria versión que unos y otros visitantes ofrecen de un mismo lugar o itinerario. La colección extraordinaria de libros de viajes por España que llegó a reunir Marañón a lo largo de su vida le permitió cotejar esas diversas impresiones, que revelan la verdad del dicho ameliano y la situación anímica de cada observador, condicionadora de sus juicios de valor.Hasta Miguel de Ceirvantes, por ejemplo, no hay apenas texto que describa con detalle el ámbito de La Mancha castellana. Los viajeros o transeúntes pasaban de largo por la dramática y extensa llanura. El Quijote puebla de golpe los accidentes del terreno, los castañares, las fuentes y los batanes, las posadas y la fragosidad selvática de la Sierra Morena, con una nube de personajes de toda laya y un notable repertorio de gigantes, caballeros andantes y princesas cautivas. A partir de ahí, los viajeros foráneos describen La Mancha, a su manera, casi siempre exagerada, con pasión negativa o exaltadora, pero, a fin de cuentas, deformante.Lo importante del viaje es-cribe don Gregorio- no es llegar, sino ir. Recorrer el camino. No saber con certeza si se llega o no se llega. Y después, evocar el itinerario seguido, añadiendo lo preciso para que haya algo de inventado en el relato. Pues, ¿qué sería de los viajes si al contarlos al regreso no se incluyera un mínimo de aventura? Cuando don Quijote baja a la cueva de Montesinos se queda profundamente dormido y sueña con un sinnúmero de legendarias figuras. Pero, ¿no es el sueño, también, creación de nuestro magín? ¿No es una verdad que inventamos en el paréntesis cotidiano que nos regala nuestro inconsciente?Al público británico le gustó oír que Marañón había traducido precisamente un libro, casi desconocido, de Federico Hardinan, con el título de El Empecinado, visto por un inglés, y que esa versión la había compuesto en el ocio forzoso de las semanas que pasó recluido en la cárcel Modelo de Madrid a raíz del fracasado golpe de la Sanjuanada contra el Gobierno de Primo de Rivera.Viajar es una comezón que anida en el corazón del hombre moderno, aquejado de sedentarismo y cargado de agobiantes rutinas. El deseo de rapto o de éxtasis imaginativo de quien inicia un viaje es en ocasiones más fuerte que el sentido común que aconsejaría aplazarlo o suspenderlo. Acaso el nomadismo ancestral de los tiempos protohistóricos lo llevamos impreso en nuestro talante y desde allí surge la Ramada a la vocación errabunda que es una de las fuerzas creadoras de la historia de la humanidad. Con sedentarios, solamente, no habríamos salido de la edad de piedra. Son los seres humanos de espíritu viajero los que hicieron conocer la inmensidad del mundo y a quienes, al retornar, se escuchaba con embelesamiento su relato o se leían sus libros de peripecias y sucesos aunque fueran utópicos e inverosímiles.Quien visite América, y especialmente la América hispanohablante, comprende allí la dimensión del espíritu de aventura de nuestros antepasados, que hizo recorrer a millares de españoles, durante siglos, en incesante búsqueda, las ciudades, monumentos, tierras, montañas, selvas, valles, ríos y caminos a través del inmenso continente. Marañón escribió, al llegar por vez primera a la América de nuestra lengua, en 1937, que "le parecía pisar la huella anterior de su propio pie".Él se denominó a sí mismo 'trapero del tiempo" pues era hombre que encontraba horas disponibles para todo. Sus ingentes obras completas están ahí para demostrarlo. César González Ruano, en una deliciosa entrevista que le hizo en 1954, le preguntó sobre este aspecto de su vida: "Yo he dado una fórmula, que es la del viaje. ¿Qué hace usted en un día en que sabe que su tren o su avión sale a las seis de la tarde y que se ausentará por algún tiempo del lugar donde vive? Se levantará, naturalmente, temprano y hará todas las cosas que necesite hacer con eficacia, sin perder un momento. Pues bien: hay que convertir todos los días en ese día de viaje. Así, a las seis de la tarde, a la hora ideal en que había pensado salir de su casa con las maletas, lo tendrá todo resuelto, e incluso le sobrará tiempo para aplicarlo al ocio que prefiera". Y añadía: "A mí me parece que viajo poco. Siempre pensé que para la sabiduría, a la cual he aspirado contínuamente, es imprescindible, necesario, forzoso viajar mucho. Los griegos que están aún vivos entre nosotros adquirieron gran parte de su sabia profundidad viajando".Sabido es que Marañón adquirió un antiguo cigarral toledado fundado como lugar de receso y recreo de clérigos menores, convirtiéndolo en su residencia hogareña, situada frente a la incomparable perspectiva de la Ciudad Imperial. Me impresionó, cuando visité por primera vez el recoleto lugar, la celda monástica con el sillón, la mesa y unos cuantos anaqueles con libros indispensables que le servían de refugio para las horas de meditación y de trabajo. Al fondo del estrecho cuarto, una ventana, no muy espaciosa, daba vista a un trozo anodino del monte, como si la distracción del paisaje no fuera necesaria para el acto creativo y bastara simplemente con dejar paso a la luz. Cualquier observador hubiera deducido equivocadamente un hábito sedentario en el protagonista activo de ese encierro voluntario, acompañado de la soledad y del silencio, los dos ángeles custodios de las obras maestras alumbradas en la mente de los creadores.Y, sin embargo, el doctor no era, como digo, persona de vocación sedente, sino de fuerte solicitud viajera. Su talante universal le pedía peregrinar y ver. Asomarse directamente a los senderos del mundo y recorrer con ánimo descubridor los sedimentos culturales superpuestos de la Península. El viaje o la excursión, el pequeño o grande hallazgo eran otros tantos estímulos que le servían para equilibrar el tremendo desgaste cotidiano que sufren en su ánimo los médicos en el ejercicio de su admirable profesión.

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