Sansón como sinécdoque
No, no se trata de Suráfrica. Las imágenes que hemos visto han sido filmadas por la CBS norteamericana.. Nos muestran a unos cuantos soldados israelíes apaleando en pleno campo a dos jóvenes palestinos, probablemente sorprendidos tirando piedras. ¿Digo apalear? Es un decir. Más bien habría que hablar de ley del talión. Esto es: unos cuantos soldados israelíes responden a las pedradas de sus agresores con fuertes golpes de pedrusco, a fin de irles rompiendo los huesos de las manos, de los brazos, de los hombros, las costillas, las piernas, la cara. Esa forma de convertir el cuerpo humano en algo así como el cuerpo de un pulpo o, si se prefiere, en pulpa, la describe John Le Carré en La chica del tambor; la víctima es también palestina, y sus artesanos, si mal no recuerdo, sirios. Conociendo el sistema, ¿cómo se me ocurrió entonces pensar en Suráfrica y no en Líbano, en Afganistán o en Centro américa? Porque, pese al contagio de usos y costumbres que al parecer produce la vecindad con Siria, lo que está sucediendo en Israel las últimas semanas empieza a parecerse como una gota de agua a otra a lo que viene sucediendo en Suráfrica desde hace años. Bastará para comprobarlo que sustituyamos por otras unas pocas palabras: Lesotho y Transkei por Cisjordania y Gaza, mano de obra barata negra por mano de obra barata palestina, racismo afrikander por integrismo judío, y así, siguiendo. Y que no se hable de campañas internacionales; si los amigos de Israel y de los judíos, entre los que me cuento, nos ponemos de acuerdo, tanto en Europa como en Estados Unidos, en que últimamente David parece estar tan ciego como Sansón, no significa que el pueblo judío esté siendo víctima (de ninguna clase de campaña. Pretender lo contrario sería corno responsabilizar a quienes dan el pésame a los familiares de un difunto de la muerte de éste.Precisemos: la Biblia es sin duda el libro que más he releído en mi vida, siempre con un interés que rebasa los valores meramente literarios, de la obra. Conozco de sobras las múltiples aportaciones de inspiración judía que nuestra cultura ha recibido a lo largo de la historia en los terrenos más diversos. Conozco asimismo las innumerables persecuciones que ha sufrido el pueblo judío, las campañas difamatorias que se han abatido sobre su imagen, las circunstancias que presidieron la creación del Estado de Israel y las guerras y combates que se ha visto obligado a sostener Israel a partir de entonces. En todas ellas, desde que soy adulto, he celebrado su victoria como única solución viable: el pueblo judío tiene derecho a un Estado, que es precisamente el que ya tiene, Israel. Pero, en virtud del mismo principio, el pueblo palestino tiene derecho a un Estado palestino, y las fronteras de ese Estado no tienen por qué coincidir forzosamente, como se ha dicho con frecuencia en Israel, con las de Jordania. Ésa es también la única solución viable, aunque sólo sea porque no hay otra; únicamente un Sansón puede no verlo así. Y es que de todas las figuras emblemáticas susceptibles de representar al pueblo judío -y son muchas: Moisés, Josué, David, José, Salomón, Abraham, Job, etcétera-, yo diría que hay una que está desplazando a la de David, la más habitual, y que esa figura no es otra que la de Sansón, el coloso ciego que acaba con sus enemigos al tiempo que consigo mismo en una suprema exhibición de fuerza. Una suplantación que es al mismo tiempo una sinécdoque, esa figura retórica que permite designar un todo con el nombre de una de sus partes. En otras palabras, identificar con ese Sansón el conjunto del pueblo judío.
Hará unos 10 o 12 años, teniendo concertada una cena con un profesor de la universidad de México que se hallaba de paso por Barcelona, se unió a nosotros un judío mexicano amigo suyo, un hombre de gran fortuna y apellido más que conocido. Su vivacidad y vehemencia hicieron que la conversación se centrase pronto en el problema palestino, que es una forma de hablar del problema israelí. No compartía mis simpatías por los laboristas de Israel ni por la postura de algunas figuras militares -Dayan, Rabin, Peres- que siempre se han caracterizado por una mayor flexibilidad -cosa que no tiene nada de paradójico- ante las soluciones políticas. A su entender, a todos ellos les faltaba madurez intelectual. ¿Qué quería decir con eso mi interlocutor? Pues que la gente de la que yo le hablaba no parecía comprender el derecho de Israel a ensanchar al máximo sus fronteras sin más consideraciones que las dictadas por la propia conveniencia. Es decir, por más que obviamente fuese laico, mi interlocutor había asumido la moral superior característica del integrismo religioso, de todo integrismo religioso, limitándose a iecularizar el mandato de un dios que no era su dios, como tampoco el mío. ¿Un laico cegado con todo por la fe? Algo parecido. Después de la cena, mientras tomábamos una copa más en la terraza de un bar de la plaza
Real estimulado en parte por el alcohol y en parte por la dinámica de su propio discurso, la presencia de un vagabundo mendicante junto a nuestra mesa le hizo levantarse de un salto y caer hacia arriba, en un gesto similar al del halcón que se abate sobre su presa, un gesto susceptible de ser retrotraído ante nuestros ojos, reconstruido a la inversa merced a un efecto) moviola. Hubo desconcierto en su mirada cuando se percató de la situación real, como temor en la de aquel vagabundo amedrentado que por un momento había sido tomado por un árabe. ¿Cuál será su actual posición ante lo que está sucediendo en los territorios ocupados? Me la imagino perfectamente. Y lo malo de este tipo de actitudes es que facilitan la generalización, el que se hable de los israelies y ele los judíos como de un todo inmatizado, como si la totalidad de los judíos y de los israelíes se identificara con el fantasma de Sansón que ahora emerge. Desde estas mismas páginas, Jacobo Timerman, crucificado a la vez por el problema palestino y el argentino, nos dio recientemente buena prueba de que eso no es así. Integristas y ultras los hay en todas partes y en todas partes se parecen, y a veces, por desgracia, alcanzan el poder. Pero esa moral superior -lo contrario de superioridad moral- propia de todo pueblo elegido únicamente suele ser compartida por una parte de ese pueblo. No sería compartida, pongamos por caso, por Freud y, Einstein, por Proust y Kafka, por Canetti y -¿por qué no? Woody Allen. ¿Cabe siquiera imaginarlo? Semejante defección puede ser considerada como una prueba de inmadurez intelectual por quienes se comportan conforme al síndrome de miembros del pueblo elegido, para mí simples víctimas de ese síndrome. Porque, fuera de contexto, fuera del ámbito del Antiguo Testamento, el autor de tal elección, Jehová o Elohim, no es más que un dios. Por lo mismo que Alá es también un dios, otro dios, y Mahoma, un profeta.
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