La Concepción
Una vez más me acojo a la hasta ahora imposible hospitalidad de su periódico a mis respuestas de lector interpelado o provocado por sucesivos artículos sobre la Fundación Jiménez Díaz.Y es que una vez más me veo obligado a echar mi cuarto a espadas para contrarrestar, o al menos complementar, la imagen parcial y excluyente que ofrece Umbral en Los Madriles del sábado 20 de febrero, sobre el galeón o Titanic ahora reflotado, en su opinión, de la óbra de don Carlos Jiménez Díaz.
Porque una vez más la insuperable pluma de un redivivo Larra no tiene otra información de lo que sucede a bordo que la que recibe en el puesto de mando o en las fiestas de oficiales, pero desconoce la versión de los galeotes, sus esfuerzos y riesgos y la soldada que reciben. Junto a una nómina de profesionales ilustres hay también una legión de trabajadores anónimos que hacen posible esa maravillosa, lección de anatomía con que ilustra y simboliza el autor su loa a la fundación.
Comparto con Umbral su gratitud a la clínica de la Concepción, que en su caso justifica por las dolencias curadas, por el alivio de la tos que le aqueja y, cómo no, por la atención que recibió "allí lo que más quería", en evocación transida de ternura que compite con el intenso lirismo de Lope por la muerte de su hijo Carlos Félix. Personalmente me siento aludido en su gratitud, ya que en aquellos años mi trabajo sanitario, como el de otros muchos trabajadores (enfermeras, auxiliares, limpiadoras, etcétera), discurría. en la UVI de la Concha, a cuyas puertas montaba su dolorida guardia personal el autor de la antológica página literaria de cuyas parcialidades discrepo.
Una vez más, para terminar, quiero recordarle a Umbral que la historia, grande o pequeña, no la hacen sólo los señoritos Quijano, en expresión de Gabriel Colaya, con los bolsillos repletos en este caso y muy lejos del idealismo del andante caballero de La Mancha, sino también, y en gran parte, los honrados Sancho, el Sancho-firme, Sancho-obrero, Sancho-pueblo, del poeta de Hernani, que tan sólo tienen que llevarse a la boca las migajas residuales del festín, desde luego los coscorrones y descalabros que les proporcionan las aventuras de sus amos, huyendo precisamente de las procelosas aguas de la Administración.-
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