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Conmoción en Francia por los experimentos médicos con enfermos en coma irreversible

Lluís Bassets

El Palacio de Justicia de Poitiers, instalado en un viejo edificio gótico, vive desde hace 15 días horas excepcionales. Hubo que acondicionar una inmensa nave coronada por arcos ogivados como sala de audiencias, instalar teléfonos y télex y preparar acreditaciones para un proceso que se anunciaba sonado. Pero a los pocos días el proceso de Poitiers se ha convertido ya en el juicio del siglo, desbordado por circunstancias capaces de arrumbar en el segundo plano de la actualidad los juicios contra el grupo terrorista Acción Directa y la campaña electoral francesa o de proyectar a las nubes del olvido el proceso del siglo más reciente contra el nazi Ktaus Barbie.

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Los hechos que se juzgan pertenecen a la sucia realidad de la muerte cotidiana y anónima, una muerte sobrevenida en una mesa de quirófano, por un descuido, por la impericia de un anestesista o por un sabotaje producto de los celos y de las rencillas profesionales. Nada que ver con la historia en mayúsculas que surge inevitablemente en los grandes procesos contra el nazismo o contra los terroristas.Sin embargo, una secreta fibra de la naturaleza humana vibra estos días en el transcurrir del proceso de Poitiers, donde se juzga a tres anestesistas por homicidio en distintos grados. Una de las pruebas aportadas a mitad del proceso ha contribuido a ello. En un hospital de Amiens, mientras se celebraban las primeras sesiones del juicio, Alain Milhaud, un famoso anestesista especialmente interesado en la legalización de la experimentación sobre enfermos en coma irreversible, realizaba una extraña experiencia, en las fronteras entre la vida y la muerte, sin autorización de la familia ni de las autoridades clínicas.

Su servicio cuidaba con especial esmero el mantenimiento mecánico de un joven de 24 años en coma irreversible. Su familia recibía extrañada la noticia de que, en contra de toda costumbre de la medicina moderna, sus órganos no servirían para trasplantes.

Milhaud guardaba este cuerpo vivo, pero clínicamente muerto, para realizar una prueba destinada a proyectar su nombre sobre las primeras páginas de los periódicos.

Con la obligada presencia de una cámara de vídeo, Milhaud recreó sobre el joven las circunstancias de la muerte de Nicole Berneron, la víctima de los anestesistas de Poitiers, insuflando en sus pulmones protóxido de nitrógeno y constatando después la caída de la presión sanguínea y la ausencia de signos de asfixia.

La prueba, realizada sobre un cobaya humano, servía para reforzar la hipótesis de un sabotaje (alguien habría invertido los dos tubos de la reanimación, el del oxígeno y el del gas), pero provocaba inmediatamente la destitución de Milhaud, la apertura de una investigación y, lo más importante, la reaparición de una vieja polémica, en la que el anestesista de Amiens ha sido pionero, sobre la legitimidad de los experimentos sobre enfermos en coma irreversible.

Muertos-vivos

Milhaud y otros médicos franceses propugnan la utilización de estos cuerpos, que sitúan "entre el hombre y el animal", para la realización de experiencias inviables sobre seres humanos vivos. La profanación de cadáveres o la imagen alucinante de unos laboratorios y facultades de Medicina llenos de muertos-vivos, cadáveres que respiran, con un corazón que late, con sangre que circula, debe estar en el origen de la exclamación de horror que arrancó de la sala la explicación de la experiencia.Todas las figuras del terror médico e incluso científico parecen haber sido convocadas por el fantasma de Nicole Berneron, la mujer que dejó su vida en el quirófano número dos del hospital regional universitario de Poitiers el 30 de octubre de 1984: primero, el médico que mata a un enfermo para atribuir el fallecimiento a la incompetencia de su rival y el médico que intenta tapar su incompetencia atribuyendo la muerte a un sabotaje, una y otra confrontadas como tesis de la acusación y de la defensa respectivamente, y a mitad del proceso el médico que experimenta con un enfermo en coma irreversible para aportar un peritaje al juicio.

Otras imágenes, en las que no se juega directamente entre la vida y la muerte, contribuyen a convertir el juicio de Poitiers en un inquietante revelador de la chapuza generalizada que los franceses descubren día a día en las propias instituciones que rodean la administración de justicia.

No es únicamente la medicina y sus hospitales públicos lo que súbitamente aparecen iluminados con la luz del horror. Toda la investigación sobre la muerte de Nicole Bemeron aparece plagada de torpezas y contradicciones: una autopsia mal hecha que no tiene ningún efecto probatorio; los primeros interrogatorios, propios de policías con ensueños de inspector Maigret, pero capaces de los mayores fallos; detenciones y autos de prisión precipitados, siempre a punto de hallar al asesino, que someten a varias personas a la vergüenza pública; y para terminar, la aparición de una prueba no solicitada, capaz de hacer olvidar el propio crimen.

Pero lo más grave de todo: el sumario, a fin de cuentas, parece vacío. Sólo está construido por presunciones indemostradas. Ni la investigación policial ni la instrucción han conseguido aportar pruebas y testigos definitivos para confirmar la terrible sospecha que pesa sobre los doctores Bakari Diallo y Denis Archambeau: sabotaje del respirador utilizado para anestesiar y reanimar a la paciente mediante la inversión de los tubos de suministro de oxígeno y de protóxido de nitrógeno.

Según la defensa de estos dos anestesistas, la policía y la justicia parecen haber seguido desde el primer día las hipótesis del jefe de los anestesistas, Pierre Mériel, un médico sobre cuya capacidad profesional dudan muchos de sus colegas, prototipo del mandarín universitario. El comisario que empezó las pesquisas, un policía duro, cuando compareció a prestar testimonio ante el tribunal, se desmayó como una princesa enamorada.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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