La verdad, la justicia, el Parlamento y la Prensa
Desde hace algún tiempo, el director de EL PAÍS me invita a escribir en estas páginas; la comodidad legítima de un político cesante y una especie de objeción de conciencia frente a la prestigiosa tribuna que me ofrece han retenido hasta ahora mi tentación de aceptar. Hoy, sin embargo, me pongo a la máquina porque el amor a la verdad estimula mi pereza y un propósito crítico ha templado mi objeción. Espero que la tolerancia de EL PAÍS, y su todavía mayor fortaleza, ampararán la publicación de este primer artículo. Que no es de rectificación tanto como de generalización, según verá el que lo leyere.En el breve plazo de tres días he merecido dos sonadas menciones de este periódico: la primera, en titulares, y la segunda, en la página editorial. Las dos han sido ejemplos de algo que me atrevo a llamar simplificación falsificadora.
El titular (10 de febrero, a cuatro columnas, en la página 26) dice así: "Calvo Sotelo declara en el juicio de la colza que culpó a los ayuntamientos (en el debate parlamentario de 1981) porque eran de la oposición". Hombre, no. Ese titular es una falta a la verdad, y una falta ciertamente notable, porque el texto bajo él dice otra cosa distinta que se acerca mucho más a los hechos.
El día 12, un editorial (Bochornoso espectáculo), cuyo autor no parece haber leído sobre esta materia más que aquel titular incorrecto, vuelve sobre el asunto y, alejándose un paso más de la verdad, afirma que yo confesé haber acusado a los ayuntamientos exclusivamente porque eran socialistas. Escandalizado sin duda por su propia cita inexacta, el editorialista deja caer luego sobre mi persona (desdichadamente emparejada en el agravio) un juicio muy severo, que hiere más porque cae desde la altura apodíctica y casi teológica a la que a veces se encarama EL PAÍS cuando alecciona a la opinión.
Estas dos simplificaciones falsificadoras son ejemplos de una práctica informativa desdeñosa para los lectores de EL PAÍS (bochornosa hubiera escrito en este lugar el editorialista de turno). Porque los lectores de EL PAIS son -somos- capaces de entender hechos complicados, y aun sutiles, sin necesidad de que nos los simplifiquen a la manera de Pravda.
La práctica es frecuente en los medios de comunicación: se dice algo externamente parecido a la verdad, pero contrario a ella en la sustancia. Por eso es más insidiosa la especie, y más difícil de rectificar; por eso me he atrevido a hablar de falsificación simplificadora.
Lo que yo he dicho ahora ante el tribunal, y allí consta, es algo radicalmente distinto de lo que el titular y el editorial me atribuyen. Dije que en el debate parlamentario de 1981, la oposición socialista atribuyó a mi Gobierno responsabilidades porque la Administración tenía competencias inspectoras en la producción y distribución de los aceites vegetales, y añadí que yo había subrayado la paralela responsabilidad de los ayuntamientos, que derivaría de sus propias competencias, porque muchos eran socialistas.,
La generalización que añadí sobre el Parlamento, la justicia y la verdad tampoco es complicada, ni siquiera original, aunque comprendo que sea polémica. Añadí que no se pueden traer literalmente a las actas de un juicio penal textos de intervenciones parlamentarias: porque el ámbito de la justicia es, primariamente y para todos, la verdad, mientras que el ámbito de la política es primariamente, para la oposición, la eficacia en el acoso y derribo al Gobierno. Nunca dije, ni dejé entrever, que para los parlamentarios no rija el límite ético de la verdad; no hice uso de las tesis sobre la doble moral que tan brillantemente expuso Ortega y Gasset en su Mirabeau o el político: sostuve simplemente que hay que entender cada palabra en su contexto, y que no es lo mismo un contexto parlamentario que un contexto judicial. Añado ahora que la propia Iglesia católica, refiriéndose nada menos que a los textos inspirados, ha aceptado la doctrina de los géneros literarios, según la cual no hay que leer igualmente un Ebro apocalíptico, por ejemplo, que un libro sapiencial o un libro profético. (Por cierto, que el editorial de EL PAÍS, Regado a este punto, alaba mi sinceridad, pero echa de menos reprobatoriamente mi autocrítica: confieso que me ha divertido lo de la autocrítica, término que sólo ha alcanzado plenitud de sentido en la penitencia católica. Sería enternecedor que EL PAÍS me pidiera, además de la confesión del presunto pecado, la contrición o, por lo menos, la atrición; pero ahí va esta última, por si efectivamente hubo pecado.)
Así, pues, venía yo a concluir, leamos con tolerancia los excesos del Diario de Sesiones, y con cuidado los matices de un acta judicial. A la vista de los comentarios que ha merecido esa tesis en la Prensa escrita y .hablada, se me ocurre aquí y ahora preguntar dialécticamente: ¿y la Prensa?, ¿cómo debemos leer la Prensa?, ¿cuál es la relación entre la verdad y la Prensa? ¿Siente en todo momento la Prensa que su obligación primera, como intermediario de la información, es decir la verdad? ¿Ha tenido esa preocupación EL PAÍS en el titular y en el editorial que antes comentaba? ¿Le preocupa el servicio a la verdad cuando concede menor relieve tipográfico a la verdad rectificadora que al error rectificado? ¿No resulta quizá farisaico el escándalo de su editorial del día 12? ¿No es más grave -"aunque cualquiera mal haga"- desfigurar una noticia en la mesa de trabajo de una redacción que exagerar y aun vestir a la verdad con los harapos de la pasión en el fragor de un combate parlamentario? Quede bien claro que estas preguntas son simplemente preguntas retóricas, y entiéndanse con la indulgencia que merece la retórica de un antiguo diputado y la prisa y la brevedad de un artículo primerizo.
Y, a fin de cuentas, si yo dije lo que dije ante el tribunal no fue para disculpar imprudencias verbales mías: creo que uno de mis principales defectos políticos ha sido mi excesiva preocupación por la seriedad y la prudencia en las intervenciones públicas. Si dije aquello fue para disculpar, al servicio del Estado (y acaso también de un cierto compañerismo subconsciente), afirmaciones hechas en aquel debate por una persona que merecía todo mi respeto -y que lo sigue mereciendo-, aunque tal vez no le sea posible ahora mantener estrictamente como presidente del Gobierno todo lo que dijo entonces como jefe de la oposición. Estoy seguro de que esta experiencia le valdrá cuando vuelva a estar sentado (que algún día será, digo yo) en los bancos de la oposición parlamentaria.
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