La causas de un declive
Al abrirse la transición democrática, y a pesar de las dificultades para liberarse de la clandestinidad, el Partido Comunista de España (PCE) ofrecía hacia el exterior una imagen de cohesión y fortaleza. Incluso de peligrosa fortaleza, conforme recordaban a sus lectores los editorialistas de la época, preocupados por la perspectiva de tener en nuestro país algo parecido al Partido Comunista Italiano (PCI) y por la aversión que el comunismo suscitaba entre los militares. Además, en los inicios de la crisis, la clase obrera avanzaba sus posiciones. La remuneración del trabajo, con algo más del 53% del producto interior bruto en 1973, estaba en pleno ascenso, hasta rozar el 60% en 1981. Tuvo que llegar el PSOE al poder para colocar de nuevo las cosas en su sitio.La fuerza comunista era, no obstante, más aparente que real. Para empezar, no era fácil que unos dirigentes con 40 años de exilio a sus espaldas regresasen al país con la sensibilidad suficiente para reconocer que el avance de los comunistas españoles había tenido lugar en gran medida al margen de sus predicaciones desde París, Praga o Bucarest. Muchos de ellos apenas conocían la nueva España, producto de los años sesenta, y descontaban la traducción en términos democráticos de la presencia política conseguida por el partido en la clandestinidad, olvidando el poso anticomunista que el franquismo dejó en los españoles fuera del recinto de la clase obrera. Tampoco sabía nadie cómo abordar la soldadura de los componentes heterogéneos de una militancia escindida entre trabajadores con mentalidad obrerista de un lado y profesionales e intelectuales de otro: la conocida fórmula de las fuerzas del trabajo y de la cultura nunca pasé del reino de las buenas intenciones. La dirección del PCE mantenía una concepción idealizada de la clase obrera española, ignorando las perspectivas moderadas, la escasa propensión a la militancia y el grado de integración en la sociedad de consumo de que daban cuenta los análisis de sociólogos como Víctor Pérez Díaz. Así, no pudo explicarse el voto mayoritario de los trabajadores al PSOE.
Por fin, ni siquiera en el tema de la relación entre socialismo y democracia las cosas estaban muy claras, a pesar de las polémicas con el PCUS y de la gran aportación del partido a la lucha por la democracia en España. Un libro como Eurocomunismo y Estado, de Carrillo, fue ante todo de uso externo. La concepción de lo que era un comunista se mantuvo en términos tradicionales. Como había de definir más tarde el propio Carrillo, el eurocomunismo era la forma de ser comunista (aspecto central de la definición) en las zonas del mundo industrializadas a finales del siglo XX. Allí la democracia podía ser elemento inseparable de la acción comunista, pero ésta seguía emparentada en su identidad a otras experiencias que no tenían por qué ser democráticas. Con lo cual se podía poner bajo el mismo rasero, según ocurría emblemáticamente en las fiestas del partido, a Berlinguer y a Kim Il Sung. Mirando hacia atrás, Gramsci no sería un antecedente del comunismo democrático, pero sí Stalin cuando en 1937 propugné una evolución parlamentaria para España. En el fondo se trataba de una ceremonia de confusión ideológica. Demasiado lastre para afrontar un proceso complejo como la transición democrática, donde además el tribunal de los votos condenaba al PCE a desarrollar un papel mucho más secundario del esperado por líder y militantes.
Del sacrificio al desastre
Confiado en su prestigio personal, Carrillo creyó posible esquivar los problemas de fondo encajando al PCE dentro del sistema democrático español a partir de una opción simbólica: el sacrificio de Lenin. Fue un error decisivo. En un partido de desigual cultura política y con fuerte tensión emocional, de adhesión a los símbolos, el dilema leninismo o eurocomunismo pasé a ser en cuestión de meses el punto de encuentro de todas las frustraciones. Ni siquiera la decisiva aportación del PCE al orden constitucional de 1978 pudo ser capitalizada. Bien al contrario, el paso decisivo de los pactos de la Moncloa, con todo su valor de estabilización democrática, fue visto en negativo, al faltar las contrapartidas previstas en el acuerdo. El partido avanzó aún en las elecciones de 1979, pero la desagregación se hizo pronto visible, con el goteo o la cascada de abandonos de militancia. Subieron también en flecha las tensiones internas, especialmente en Madrid y en los partidos de nacionalidad, EPK y PSUC. Y todo ello mientras la crisis mundial dejaba claro que Europa entraba en un tiempo propicio para la derecha neoliberal, con su proyecto de reestructuración del capitalismo e invalidación de todo tipo de reformas de estructura.
El eurocomunismo carecía de respuestas para el nuevo reto, ya que su postulado inicial era el avance progresivo de la izquierda. Con la excepción del PCI, se encaminó hacia formas de repliegue ideológico que fueron también formas de suicidio político. El Partido Comunista Francés (PCF) rompió la marcha en esta dirección, en la que pronto le seguiría el partido español.
En suma, el edificio comunista se cuarteaba aún antes de que estallase la crisis de 1981. La solución de Carrillo, consistente en el recurso a las medidas de exclusión tradicionales, sólo sirvió para llevarla hasta sus últimas consecuencias: una sociedad democrática que salía de 40 años de dictadura no era el medio más propicio para poner en práctica impunemente una caricatura de estalinismo. El componente intelectual y profesional del PCE se desvaneció en unos meses. La representación parlamentaria quedó reducida de 23 a 4 diputados. El partido embocó la pendiente hacia su desaparición.
Renovación
A partir de ese momento comenzaron las sorpresas. No porque dimitiera Carrillo tras el desastre electoral, los prosoviéticos aprovechasen la crisis para levar anclas o más tarde el viejo secretario general encabezara una nueva rebeldía al fallarle su hombre de paja. Lo nuevo fue el ensayo de emprender una trayectoria contra corriente, aprovechando la definición neoliberal del PSOE, para relanzar la izquierda desde lo que se llamó la política de convergencia. El PCE pareció haber aprendido la lección, y la campaña del referéndum de la OTAN apuntó la perspectiva de un reagrupamiento en tomo a la afortunada iniciativa de la Plataforma Cívica. A pesar de la derrota de marzo, soplaban vientos de recuperación.
Pero la ilusión se desvaneció pronto. La Plataforma Cívica fue sacrificada, y la traducción política del impulso unitario orientado a las elecciones de 1986 -Izquierda Unida- no ofreció una perspectiva de renovación de la izquierda, sino de simple sopa de letras. Más de una, imposible de digerir. En las elecciones de 1986 y 1987, el PCE logró la simple supervivencia, con un mínimo incremento sobre 1982. Pero dato esencial: los votos perdidos por el PSOE no fueron a Izquierda Unida. Y el liderazgo bicéfalo de la coalición, Iglesias-Tamames, fracasó tanto en términos de imagen como de elaboración política. Sólo quedan en pie experiencias regionales y la acción del grupo parlamentario.
No es, pues, de extrañar que los problemas del nuevo congreso del PCE tengan su origen inmediato en la crisis de liderazgo y en el defectuoso desarrollo de la política de convergencia. Hay que decir, llegados a este punto, que las reformas de Gorbachov en la URS S no han contribuido a aclarar demasiado las cosas. Más que aliciente para pegarse a la realidad de nuestro país, a la difícil situación de su izquierda, pueden servir de pretexto para regresar a planteamientos tradicionales, confiados en la capacidad de revitalización desde dentro del comunismo. Perestroika se traduciría erróneamente como resurrección. Por lo demás, tampoco Gorbachov se ha notado en exceso a la hora de poner remedio a una escisión producto de la era de Breznev. Conviene tener en cuenta finalmente que la base del partido se ha estrechado y se ha radicalizado ideológicamente en estos años de crisis, de modo paralelo a la pérdida experimentada de cuadros de dirección y figuras con prestigio político (el último caso y más espectacular, la conversión del hasta anteayer cabeza de lista del PSUC, Solé Tura, en tenaz defensor de la política del PSOE). Con este conjunto de bazas negativas en la mano existe para el PCE el claro riesgo de sumirse en la condición de partido testimonial.
De ahí la importancia que adquiere este congreso comunista. Es ya evidente que no basta con la apertura de un amplio espacio político a la izquierda del PSOE para que automáticamente el PCE recoja los votos abandonados. Además, no cabe olvidar el esfuerzo que el mismo PSOE está desarrollando por recomponer su imagen como partido de izquierda (desde los gestos de política exterior americana a la propaganda doctrinal como única izquierda posible). Así las cosas, sería un profundo error encerrarse en las señas de identidad. Sólo mediante la formación de un grupo dirigente eficaz y el diseño de una política reformadora, en la línea de alternativa creíble apuntada ya por el grupo parlamentario, puede esperarse que en el futuro tenga el PCE un papel, minoritario pero efectivo, dentro del sistema político.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.