Cristo versus Arizona
Entonces el escritor encuentra un fajo de papeles en mitad del yermo, entre el cardo borriquero y el gato muerto a pedradas, y no sabiendo lo que hacer con él, lo publica, a veces con su nombre y otras con el de un enemigo débil y a ser posible ya con un pie en la escalerilla del barco del otro mundo. Éste es el origen de todas las literaturas porque el yermo empieza justo donde termina la calle Allen, de Tombstone; en todas las ciudades del mundo hay una calle Allen. Algunos solteros piensan que el título de mi novela es raro; a lo mejor tienen razón pero no debe dárseles porque el más extraño de todos (Los edificios de Constantinopla, de Procopio de Cesarea) lleva ya muchos años en la memoria de todos.Hace algún tiempo ofrecí a cien amigos el acta de defunción de mi maestría, de la que abdiqué en público. Odio y amo -nos cuenta Catulo- y tal vez me preguntéis por qué lo hago: lo ignoro, pero pienso que esto es así y sufro. Y os ruego que no probéis a consolarme porque esa sola idea me da aún mayor dolorida congoja.
El devenir de ese odio y ese amor que me anega el alma, de esa benévola conciencia y de ese venenoso sufrimiento que me constriñe y atenaza el alma es la cultura, y su crónica, la literatura, lo que yo entiendo por literatura, no la que autorizan las preceptivas; recuérdese que, para Unamuno, la literatura no es arte de precepto y sí de postcepto.
Hace quince años declaré ante cien amigos que me negaba a convertirme en mi propia caricatura y menos aún en mi propia mascarilla mortuoria; ambas mansas deformaciones van poco con mi carácter y, de otra parte, admiré siempre a quienes aciertan a morir con las botas puestas. Tuve todo -les dije con un vaso de vino en la mano y el vientecillo de la amanecida oreándome la frente- y renuncio a todo. Quiero seguir creciendo y, para ello, me niego a construir. La cultura, pensaba T. S. Elliot, representa las cosas que crecen -una brizna de yerba, un amor, un cachorro-, al paso que la civilización se refiere a las cosas que se construyen -una noria, una bicicleta, un cañón. Supongo que tampoco deben restar mayores dudas sobre mis aficiones y preferencias.
En las páginas que ahora ofrezco a voracidades, cucañas y otras lacras procuro encararme con la confusión que habita más allá de los entendimientos mágicos y religiosos de la vida y la muerte y su crónica puntual (mi nombre es Wendell Aspen, etcétera, para terminar diciendo: sólo me queda pedir a Dios que los muertos me perdonen); aclaro que la preposición versus la empleo en su real significado: "hacia" y no "contra".
Cuando publiqué oficio de tinieblas probé a drenarme el corazón del amarguillo pus con que lo inundaron el desengaño de casi todas las vanidades y la contemplación de la necedad de tanto y tanto desengañador; la terapeútica fue saludable porque pude seguir viviendo y escribiendo, según salta a la vista. Shakespeare nos dejó dicho, con no poca despectiva crueldad y suficiente orgullo saludable, que la vida es como un cuento rebosante de palabrería y frenesí sin sentido alguno, narrado por un idiota.
Todas las tablas de salvación son buenas porque la literatura no es más que muerte -de nuevo Unamuno- y la novela no es sino una forma de muerte, ni mejor ni peor que cualquier otra y tampoco menos vulgar: el cáncer, el accidente de tráfico, el infarto o el tiro en la sien. Los grandes culpables de esa confusión de la que dejé noticia y en la que el hombre sobrenada a trancas y barrancas son los mesías y los ideólogos, ya que el pez muere por la boca y empieza a pudrirse por los sesos: a estas alturas del dolor, a nadie extraña que los ahogados floten boca abajo y con los brazos en cruz.
El último enemigo de la soledad es la memoria y el hombre jamás se queda solo mientras recuerde. Entre el entendimiento y la voluntad, la memoria finge equilibrios malabares y muecas muy difíciles de explicar y de entender. Ahora recuerdo que la vida es, o simula ser, un amargo camino en espiral que conduce a la muerte; la proyección de esa espiral -y el reflejo de la yedra que la adorna y la obstaculiza- es el objeto de la literatura, su fin adivinado o previsto y jamás encarrilado. Tan identifico a la vida con la espiral que lleva a la muerte que, sin violencia alguna, entiendo la vida como un incansable caminar hacia la muerte a pasos isócronos y consciente o inconscientemente deliberados; de ahí que el hombre pruebe, día tras día, a quemarse aún sabiendo que no es incombustible. A todos se nos ha muerto alguien de nuestra misma sangre en un incendio y, sin embargo, seguimos jugando, temerarios y frívolos, con fuego.
Acontece, sin embargo, que la literatura se cubre de moho que esteriliza cuando madura y llega a ser objeto de la atención del prójimo espectador, porque no se escribe para ser leído sino para huir de las tres agujas que amenazan con clavar al hombre como a un insecto sin defensa ni caridad posible: la propia conciencia, la propia voz y el propio destino. Lo único que nos es ajeno es el chorro de la vida, porque sabemos crearlo o cortarlo en seco pero no encauzarlo.
Cada vez que un hombre se encara con el objeto de pensamiento recién creado se pasma y se estremece porque le asusta verse rodeado de soledad. Es más llevadero estar siempre solo -decía Montaigne- que no poder estarlo nunca. En la soledad habita la luciérnaga de la sabiduría, también la alondra del amor, y en el ex libris que me hizo Picasso mandé ponerle (quiero decir: le rogué que pusiese) el mote de un buen propósito: Un libro y toda la soledad.
En el arte, nos dejó dicho Picasso hace ya más de medio siglo, todo el interés se encuentra en el comienzo porque después del comienzo, ya llega el fin: finis coronat opus, es cierto, pero también lo es que todo concluye sin que nada perezca. En el instante de la campanada final, el artista -o el escritor- que tiene talento suficiente para oírla sonar, da un salto en el vacío, se despoja de laureles y oropeles y se lanza en cueros vivos a la palestra.
Pienso que ha sonado ya, con su crujido atemorizador el glorioso momento de la vitificadora antiliteratura que nos restituirá la literatura y lo que es, aún más saludable, sus diáfanos veneros. El lenguaje, la técnica y el estilo -también el tema, la anécdota y el interés de lector- se han hecho viejos y no cabe sino quemar las naves y enfrentarse, con un valor inusitado, con la realidad: con el reino de la realidad que se impone a fieros y casuales golpes de azada hiriendo la costra de la tierra.
En mi novela Cristo versus Arizona ensayo a no huir de mí mismo ni de ninguno de mis bravitos demonios familiares y también pruebo a enfrentarme con la amarga evidencia. El turco Jeelani decía siempre que un padre puede atender diez hijos pero diez hijos no pueden atender un padre; yo sé que he de morirme solo y en tierra ajena pero también sé que alguien me llorará al menos durante un instante.
La literatura no es más que una mantenida pelea contra la literatura. Don Quijote explicaba al Caballero del Verde Gabán que la pluma es lengua del alma, pero aquellos tiempos están ya lejanos.
El escritor es un enfermo que lucha denodadamente con su propia salud, contra su propia salud, y de esa guerra sale con el alma en pedazos y reducida a ruinas. O el hombre mata a la obra o la obra mata al hombre y el escritor, nadie lo olvide, tiene más de chivo expiatorio que de verdugo.
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