Hablemos de economía
LA ILUSIÓN de la economía está sustituyendo velozmente otras manifestaciones de esoterismo, laico. o religioso, y ya la gente sólo se acalora, en la cafetería del barrio o en la tertulia de enterados, cuando de leasing y otras efervescencias se discute. Su lenguaje es para el ciudadano común tan críptico como el latín de la misa para los campesinos del siglo pasado, pero es interpretado como algo que tiene que ver con la salvación terrenal. Las portadas de las revistas han ido sustituyendo los ídolos antiguos -Santana, El Cordobés, Marisol- por los rostros de los financieros prometedores. ¿Quién no conoce los rasgos del recién llegado Mario Conde o los del más clásico Sánchez Asiaín, retoños ambos del frondoso árbol de Deusto? El vocabulario de los taxistas se enriquece con términos considerados eufánicos, como OPA hostil, que pasaron de la sombra al estrellato en cuestión de horas. Mientras tanto, los picos de la bolsa deslumbran e inquietan a quienes nunca pisarán el parqué ni han soñado con invertir en ese juego (porque prefieren alguna de las otras múltiples loterías). Un término de universal comprensión, dinero, se enseñorea de mentes y corazones. Es una palabra con tanto prestigio que incluso está sustituyendo al término economía en las portadas de las publicaciones especializadas. A comienzos de los sesenta, cuando los tersos personajes relacionados con el Opus irrumpieroñ en el poder, dictaron ya un cursillo de iniciación en el nuevo lenguaje. Aparecieron entonces en la oposición otros personajes que usaban la economía como respuesta a la economía, en un movimiento mimético que alentó mucho efímero prestigio entre gentes fascinadas ante la ciencia lúgubre y su hermenéutica: no había grupúsculo sin su experto en predecir el catastrófico derrumbe del sistema, víctima de las contradicciones derivadas de la composición de la balanza de pagos.
Todo ello pasó: el Opus, los estrategas improvisados, las ilusiones. Si vuelven a reaparecer ahora quizá sea por una especie de recuperación del ambiente: estamos mejor, aunque probablemente esta mejoría no sea demasiado reconocible por todo el mundo. Los sindicatos impugnan la descripción del Gobierno y aseguran que la economía ha mejorado a tosta de unas clases que han empeorado. Pero a veces se sospecha que políticos y sindicalistas no tienen una idea clara de lo que están diciendo cuando, para no ser menos, adornan sus discursos con datos, términos, conceptos que les han sido facilitados por sus asesores técnicos y cuyo real alcance es para ellos tan misterioso como para sus oyentes.
Todavía está por surgir un político tan sincero y osado como para iniciar sus discursos afirmando: "Me parece a mí -o mejor dicho, me dicen mis asesores económicos que debe parecerme- que la inflación...". Pero sobre todo se advierte el apuro de la ideología económica, que se descubre apoyada en una ciencia no exacta, más apta para predecir el pasado que para augurar el futuro. Por ello, son con frecuencia los intereses, la posición en la escala social y hasta la fe los que definen en cada momento lo que es científico y lo que no lo es en materia económica. A nadie debiera sorprender esto cuando resulta que hasta los resultados de cualquier referéndum laboral difieren según el sindicato que facilite los datos, y siempre favoreciendo a la fuente informante. Como en el fútbol.
Ello debería impulsar el crecimiento ponderado del escepticismo, del relativismo posmoderno, pero no es así. Hasta los más descreídos se desmelenan cuando de tasas de inflación, OPA hostiles o coeficientes de inversión se trata. He ahí un misterio a desentrañar por esos otros científicos, los sociólogos. Pero ésta, hubiera dicho Kipling, es otra historia.
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