La historia es algo más
El tiempo pasa, los tópicos se suceden; la técnica crece y crece, las fórmulas se mantienen. La historia de Pedro I I el Grande se desarrolló en una Rusia brutal -de los siglos XVII al XVIII-, cruda y ambiciosa (no muy distinta a la de otros momentos europeos de lucha por la nacionalidad), entre el poder autocrático y el feudalismo de los boyardos; dentro mismo del poder máximo, los problemas de sucesión y la influencia decisiva de la Iglesia ortodoxa producían la tragedia. Pero Hollywood enseñó que el tópico de una superproducción ha de ser siempre aristocrático, bello y elegante; y que la fórmula es que hay malos y buenos, los buenos con los que identificarse -el último movimiento es el de identificarse con los malos, pero todavía está un poco disfrazado- y los malos a los que culpar. La tragedia es de mal gusto.Así es la biografía en cuatro capítulos de Pedro el Grande que TVE da los sábados por la noche, desde el último; o así será, a juzgar por el primero. Pedro es un divo; desde niño es ya curioso, inteligente y perspicaz, lo cual responde a lo que siempre han dicho sus biógrafos. Pero también tiene la marca indeleble del protagonista de película del bueno de cine. Y quizá los rusos eran tan torpes y tan bestias como para que Pedro tuviera que recoger la iluminación, la lectura, la ciencia y hasta el verdadero amor de la pequeña colonia extranjera de Moscú; sobre todo de un coronel escocés estimulado por el whisky y la lectura de Newton (que Pedro llevaría más tarde a Rusia).
Noche de bodas
Todo era más o menos así y, al mismo tiempo, de otra manera. Por ejemplo, se ve a Pedro en su noche de bodas ante la tímida y asustada niña Eudoxia Lupojina; harto de oraciones y miedos, Pedro se llega hasta la colonia extranjera, se acuesta cómodamente con una muchacha holandesa -que, por no ser rusa, es más moderna y más al día-, vuelve a palacio y literalmente viola a Eudoxia. Toda la brutalidad de esa situación está hecha con la sonrisa simpática del héroe de película, de forma que quede claramente justificada: ¡qué puede hacer un buen mozo con una mojigata imbécil! Veremos más adelante cuando la encierre en un convento -como a su hermana Sofía- para toda su vida, y cuando haga prisionero, torture y mate a su hijo.Shakespeare y algunos otros dramaturgos isabelinos supieron contar la brutalidad de sus antepasados inmediatos; los románticos hicieron algo de eso -generalmente, poniendo la acción en España-; a partir de las superproducciones la historia se cuenta con esta inflexión de amor por el protagonista y de explicación de lo mejor de una época (Pedro el Grande como creador de un imperio, como modernizador de Rusia y dominador de los feudales), con una sola nota. Si aceptamos el tópico hagiográfico y la fórmula, todo lo demás es excelente. La técnica de televisión está conseguida de una manera aleccionadora: las grandes escenas, los enormes frescos, la belleza de los palacios y las llanuras, las situaciones íntimas tratadas como cuadros -por la luz, por el color, por la colocación de las figuras- están perfectamente adecuadas al tamaño de la pantalla. La acción es viva: no existen los tiempos muertos a que estamos acostumbrados, los cansados rellenos de paseos o ascenso y descenso de escalinatas con los que se nos suele estafar el tiempo y tratar de ocultar la miseria imaginativa en las producciones mal hechas. Una vez más, se produce la admiración por esta capacidad de narrar, aunque lo que se narre tenga el truco de la falsedad escondido detrás de la línea histórica superficial. Parecía que en estos tiempos se podría exigir algo más que la mera exaltación del poder soberano.
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