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Tribuna:LECTURAS DE AÑO NUEVO
Tribuna
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Tabaco y carmín

Al día siguiente, a media mañana, vimos al hombre de la 17 bajando las escaleras con la gabardina al hombro. Aplastó una colilla en el cenicero del mostrador, entregó la llave y pidió la cuenta. De haber estado el portero de noche no hubiéramos tardado en preguntarle si el hombre había recibido alguna visita en su habitación, o si había pasado la noche solo, durmiendo, como ocurre tantas veces. Mi compañero y yo nos cruzamos una rápida mirada y acordamos dar por cierta esta segunda posibilidad: la verdad es que el hombre no parecía muy contento.)No vendrá, piensa Bonnín al cerrar la puerta de la habitación. Es un presentimiento. Mira el número 17 grabado en el pomo metálico prendido de la llave. Mira a su alrededor, como si buscara un detalle agradable en el decorado que ha elegido para aquella cita. Es una habitación pequeña con muebles funcionales: dos camas gemelas con dos colchas de un color naranja desvaído, un armario ropero, un tocador, dos butacas sin brazos delante de una mesa de café. Nada más. A través de los cristales del balcón se ve un fragmento del rótulo de la fachada que Bonnín ha contemplado desde la calle momentos antes. Comprende que es demasiado tarde para echarse atrás. Debe esperar, aunque ella no venga. Puede fumar, sentarse en las butacas, mandar que le suban una copa o mirar la calle desde las cristaleras entornadas del balcón. Todo menos tenderse a dormir en una de las camas, que es lo que en realidad desearía. No puede perder la compostura por un presentimiento.

Siempre que va a un hotel, Bonnín acostumbra a abrir todos los cajones y las puertas que encuentra en la habitación. Necesita eliminar el mínimo rastro que delate el paso de otras personas para sentirse cómodo. Aún sin desprenderse de la gabardina, busca en los estantes y cajones vacíos del armario. Abre las mesillas de noche. Palpa el fondo de los cajones del tocador. Con los dedos sucios de polvo camina hasta el lavabo y enciende la luz. Se frota las yemas de los dedos entre sí. Sigue buscando. Por fin descubre una papelera de plástico en un rincón con algo adherido en el fondo: es un envoltorio arrugado de celofán con una marca conocida de pañuelos; encuentra también un pedazo de papel higiénico con la huella de unos labios de carmín, como besos que perdieran color e intensidad, uno al lado del otro. Vuelca la papelera en el inodoro y tira de la cadena. Mientras la espiral del agua arrastra los papeles, piensa que ya puede sentarse a esperar.

Se ha quitado la gabardina y la ha colgado en el armario. Después se ha sentado en una butaca y ha encendido uno de los 40 cigarrillos que suele fumar al cabo del día. Le gustaría desprenderse también de la chaqueta, pero considera que es una falta de educación el recibir a una mujer en mangas de camisa. Va buscando en sus bolsillos hasta encontrar su cajita de metal con pastillas mentoladas. Con el paso de los años, ha ido perdiendo hábitos que antes se consideraban de buen gusto. Como tener la precaución de llevar siempre un pañuelo de más -perfectamente planchado y con unas gotas de perfume- a punto para prestarlo si la ocasión lo requería. O usar gemelos y pisacorbatas. O tratar de usted incluso a sus compañeros de oficio, tan proclives a tutear a todo el mundo. Ahora relaciona su dignidad con los pocos detalles de buen tono que conserva. Detalles que ella encuentra cómicos o irritantes, según su estado de ánimo. Pero Bonnín se centra el nudo de la corbata en el cuello de la camisa y se sacude alguna mota imaginaria de ceniza en las solapas de la americana. Cree que a las mujeres hay que tratarlas como señoras pase lo que pase, aunque se resistan. Y sorbe el aire entre los dientes hasta llenarse la boca de humo rubio y mentol.

EXTRAÑA RELACIÓN

Si piensa en su extraña relación con Dora, la mujer que espera, no parte de aquella mañana en la cafetería del estudio, cuando la vio por primera vez. Por algún motivo se remonta hasta unas semanas antes de aquel día, a principios de verano, cuando un impulso que aún hoy no comprende hizo que interrumpiera su paseo y entrara en el vestíbulo de aquel cine de barrio.

Era una tarde soleada de junio y Bonnín se habla abrigado demasiado para salir de casa. Estaba parado en la acera y daba holgura al cuello de su camisa para secarse el sudor con un pañuelo, oliendo esa mezcla de alquitrán caliente y fruta madura que anunciaba el verano. Después buscó algún punto de referencia para orientarse -a veces sube a un autobús y baja en cualquier parada cuando las calles empiezan a resultarle desconocidas. Son las ventajas de vivir en una gran ciudad-. Estaba dudando entre aventurarse por el paseo que nacía en el próximo cruce o regresar sobre sus pasos reconstruyendo el trayecto hasta la parada de autobús. De pronto se fijó en unas carteleras artesanales que anunciaban la reposición de una vieja película. No conocía el nombre de aquella sala. Sólo sabe que caminó resueltamente hasta el vestíbulo y que compró una localidad con la misma indiferencia que las personas que le precedían ante la taquilla. Hacía casi 15 años que no entraba en un cine.

Recuerda que la inquietud llegó cuando se apagaron las luces. Tenía calor y miraba alternativamente los primeros rótulos de la pantalla y la sucesión de luces rojas de la pared. La escasa gente que había entrado con él se había repartido por el patio de butacas. Era como si estuviera solo. Muy pronto escuchó una suave melodía de fondo que le hizo sonreír. Un automóvil de los años veinte recorría un camino flanqueado por campos de maíz. Lo conducía un hombre con el ala del sombrero echada sobre los ojos. Bonnín sabía que el hombre detendría el automóvil después de una cuesta y que se quedaría mirando una casa señorial que aparecía al final del camino. La imagen siguiente era un plano más amplio con el automóvil rodeando una fuente delante del porche con columnas blancas de la casa. Se escuchaba el crujido de la grava bajo los neumáticos.

Al escuchar la voz del hombre saltando del vehículo -una vieja criada negra había salido a recibirle con las manos juntas-, Bonnín notó que todos sus músculos se ponían en tensión. Estudió la vocalización inglesa en los labios del protagonista. Musitó unas frases del guión adelantándose a un breve monólogo en el que el hombre de la pantalla se refería a recuerdos de su infancia. El actor entraba en la casa y se maravillaba de que todo siguiese exactamente igual que como él lo recordaba: la disposición de los muebles, de los objetos, el olor de la cera o el paisaje sin tiempo en las ventanas. Parecía que nunca hubiese salido de allí.

Bonnín también se sorprendía de que los escenarios de aquella película hubieran quedado fijados con tanto detalle en su memoria. Conocía muy bien la trama, desarrollándose escena a escena; conocía los recursos del guión, adaptación de una vieja novela; conocía el tema musical y los registros de ambiente; conocía el desenlace final, con personajes que no tardarían en aparecer. La voz del protagonista ejercía en él un efecto contradictorio. Si bien le evocaba confusas sesiones de doblaje, en las que Bonnín no tenía la suficiente experiencia como para sentirse cómodo con la pronunciación rápida y nasal del actor -no había vuelto a doblarle en películas sucesivas-, llegaba a confundirle por la naturalidad con que se había alojado en aquella presencia física mucho más importante que la suya. Bonnín reconocía su propio timbre de voz, su calidez de graves características, la casi imperceptible musicalidad italiana, herencia de su madre. Sin embargo, había empezado a relajarse en su butaca y a conformarse con su condición de espectador. Lo más significativo era que su voz, fundida definitivamente con los gestos y expresiones de otro hombre, podía contarle una historia que le interesaba; podía comunicarle emociones mientras él se limitaba a escuchar en su asiento de las últimas filas.

Casi una hora después, cuando terminó la película y se encendieron las luces, Boimín salió al vestíbulo tan satisfecho -como las dos ancianas que caminaban a su lado cogidas del brazo. Tenía que reconocer que ya no se hacían películas como aquella -historias deliciosamente previsibles. El color irreal de las cosas- y que el actor norteamericano declamaba en un castellano perfecto.

PIERNAS DORMIDAS

Ha consultado su reloj y descruza las piernas dormidas. Nota el hormigueo de la sangre en las plantas de los pies. Había evitado pensar en su mujer, pero, a medida que se hace evidente que Dora no vendrá, no puede dejar de imaginarla sentada en el sillón que tiene delante. Le está mirando y sonríe. Se está burlando un poco de él.

Su mujer también había sido actriz. Tiene 44 años, ocho menos que Bonnín, pero conserva la misma jovialidad que a los 20, cuando se conocieron en los ensayos de una obra de teatro cuyo nombre no recuerda ninguno de los dos -si lo recuerdan, defiende cada cual un título distinto y retomán una vieja discusión que no lleva a ninguna parte.

Bonnín piensa en algún que otro viaje con ella, en alguna habitación de hotel parecida a ésta. Su mujer suele ordenar toda la ropa en los armarios y dispone los útiles de aseo en las repisas de los lavabos, aunque las estancias duren una sola noche. Su buen estado de ánimo no siempre resulta contagioso, a veces llega a abrumar. En cualquier caso, es una de las pocas mujeres con sentido del humor que Bonnín ha conocido.

Hace tiempo, cuando subían a un taxi, ella carraspeaba con toda la complicidad del mundo y Bonnín buscaba la apostura necesaria en la voz para dirigirse al taxista. Elegía frases típicas de películas americanas que pronunciaba en el tono inconfundible de los viejos galanes: "Puede apostar por eso". "Al centro, ya le indicaré". Y forzaba una breve conversación procurando mantener aquella sorpresa calculada. Los dos estaban acostumbrados a las miradas de los taxistas en el espejo retrovisor: reconocían en aquella voz a alguien famoso, pero no podían identificarla con alguien tan distinto. Bonnín es delgado y de estatura mediana. La frente despejada. Lleva un fino bigote que ya es un puro anacronismo y que aprendió a recortar hace muchos años usando los billetes de cartón duro del metro. Cuando cruza las piernas, lo hace de un modo femenino, preservando una pierna con la otra hasta juntarlas demasiado. Fuma con pausa y calculando mucho los movimientos, como si fumara poco; como fuma un aristócrata cuando se sabe observado. Tiene las manos grandes y una mirada inteligente que se interesaba de pronto por lo que sucedía en la calle cuando los taxistas insistían observándole por el espejo retrovisor, mientras su mujer le pellizcaba y sonreía.

No tienen televisor ni animales domésticos, ni siquiera hijos. Ella ha ido asumiendo poco a poco el papel de llenar la casa. Bonnín vivió su época dorada como primer actor en el cuadro habitual de una emisora de radio. De aquella época conserva la costumbre de pasear y la de llevar gabardina. Después llegaron las primeras ofertas de un estudio de doblaje.

A veces, cuando hacen el amor, ella le pide muy sutilmente que apague la luz. Lo dice con un brillo malicioso en los ojos, como si hablara en serio. Y Bonnín apaga la luz y se esmera en evocar rostros muchos más agraciados que el suyo. Generalmente es ella quien pone fin a la broma encendiendo la lámpara y besando la frente despejada de su marido. Sólo una vez la lámpara no volvió a encenderse y Bonnín acabó por agotar todos los monólogos de Tennessee Willianis en Un tranvía llamado deseo.

PEQUEÑO DESLIZ

Ha empezado a llover y Bonnín se levanta. Se despereza y se acerca al balcón. No siente ningún remordinúento al pensar en su mujer. Sabe que no está engañándola. Esta cita es sólo un pequeño desliz sin importancia para saber cómo es el cuerpo de Dora sin vestido. Siente una curiosidad de adolescente.

Tiene grabada la imagen de unos labios muy rojos bebiendo una taza de café con leche. Aquella tarde en el cine, sin saberlo, le había dejado un poso de inquietud que pronto obraría más de un cambio en su carácter. Dora no era una mujer fuera de lo corriente. Había entrado en la cafetería y desayunaba en la barra mirando el local por el espejo que hay detrás de las botellas. Había llovido y tenía el cabello húmedo. Llevaba un feo impermeable transparente sobre un vestido azul de manga corta.

Aquellos labios rojos detenidos para siempre en el borde de la taza: iba a doblar a uno de los personajes secundarios femeninos de la cinta que iniciaban aquella misma mañana.

Bonnín siempre ha sido tímido con las mujeres. Es una timidez que tiende a exagerar sus buenas maneras. Salió discretamente de la cafetería pensando que sería mucho más favorable una presentación de trabajo, como solía hacerse con los actores nuevos. Su condición de actor principal de doblaje le confería una cierta autoridad en el estudio. Aquel día, más que nunca, deseaba exhibir su experiencia y sus facultades.

Fue en aquella escena en la que el primer actor conversaba unos minutos con una de las secundarias cuando Bonnín escuchó por primera vez la voz de Dora. Era uno de sus primeros trabajos de doblaje, pero vocalizaba muy bien. Se ajustaba con rara intuición a las imágenes.

Bonnín apreció inmediatamente la excelente educación de aquella voz, una voz femenina brillante que pronto doblaría a la principales actrices inglesas.

En la pantalla del estudio, e primer actor y la actriz secundaria mantenían un diálogo que culminaba en un breve e inesperado impulso amoroso. Bonnín no podía mirar directamente a su compañera, pero sí oír su voz sobrepuesta a los movimientos labiales de la actriz extranjera El intento de beso en la pantalla quedaba bruscamente interrumpido por la irrupción de un tercer personaje, y Bonnín continuó doblando con una desazón que no podía comprender. De regreso a la cafetería, estuvo realmente cortés con Dora, incluso se permitió alguna frase ingeniosa. Se había reunido un pequeño grupo de técnicos y actores y Dora se había desprendido de aquel horrible impermeable transparente. Su cabello seco era mucho más claro, con me chas rubias parecidas a las aguas de la madera. Bebía un jerez en una copa lo suficientemente pequeña como para que sus labios se fruncieran en un gracioso mohín. A veces, una punta rosada de lengua se deslizaba por la comisura de sus labios. Aceptó un cigarrillo de Bonnín y exhaló el humo sin dejar de sonreír. Estaba satisfecha con su trabajo -trabajo que el propio primer actor no dejaba de halagar- Bonnín respiraba disimuladamente el humo de Dora y se fijaba en los movimientos de su cabeza, en sus dedos, con las uñas muy largas y pintadas de rojo. Pensó que algún día besaría esas manos dedo por dedo y que nadie interrumpiría la escena de amor que habían ensayado con las voces. Sin embargo, Dora rechazó una de las pastillas de mentol que Bonnín se atrevió a ofrecerle con una sonrisa cómplice.

MUECA DE DISGUSTO

La misma sonrisa que Bonnín ha recordado se va convirtiendo ahora en una mueca de disgusto. La luz ha ido perdiendo intensidad y va retrocediendo por las baldosas del suelo. Bonnín no sabría explicar -ni ahora ni entonces- el motivo de su fascinación por aquella mujer. Ha conocido a cientos de actrices jóvenes de apariencia similar. Mujeres mucho mejor dispuestas para una relación que siempre ha evitado.

Aquellos días del verano los recuerda como una sucesión de imágenes confusas: siempre Dora; el nuevo peinado de Dora, con el cabello recogido en un pequeño moño; sus vestidos, su voz en el estudio y en la cafetería. Bonnín había conseguido que ella le llamara Víctor -una mujer no puede citarse con un hombre al que llama señor Bonnín-. Entre el Bonnin de costumbre y el Víctor de aquellos días había un abismo de trajes claros, agua de colonia y masaje; de simpatía y buen humor. Resultaba difícil abordar a Dora en privado porque siempre iba acompañada por alguien. Quizá una pequeña broma y unas moinedas sueltas junto a la máquina de café, en los descansos. Un mismo taxi para aprovechar el recorrido. Dora empezó a mirar a Bonnín con una suerte de ironía maliciosa. Bonnín tenía que hacer un esfuerzo para no dejarse dominar por su sentido del ridículo. ¿Cuántos años tenía Dora? ¿Veintiocho? ¿Treinta? No tardarían en llegar las burlas por parte de ella. Primero, en forma de pequeños comentarios malintencionados. Después, como expresiones de verdadero fastidio. Bonnín era todo tacto, una presencia taimada y empalagosa a la vez, una nube de limón añejo y almidón con la expresión demasiado solícita. Un hombre más sensato que Bonnín. hubiera desistido muy pronto de mantener su actitud ante el rechazo físico que Dora ya le demostraba abiertamente. Y, en cambio, durante las grabaciones, aquella mujer volvía a sonreírle y le hablaba con una complicidad que excedía lo meramente profesional. Eran amigos en el guión, en las imágenes. Las voces parecían adaptarse perfectamente a esa compenetración, no era necesario fingirla.

SIENES Y LABIOS

Bonnín ha entrado en el lavabo y abre el grifo para mojarse las manos. Se pasa los dedos húmedos por las sienes y los labios.

-No vendrá -dice en voz alta con su mejor registro de voz. Lo dice enfrentado, por fin, a la imagen del espejo. Hace más de una hora que espera.

Se compadece a sí mismo pensando en una boca roja y blanca que le habla. Recuerda el calor de la calle en verano, un estado de ánimo que relaciona con el sol. Piensa en la inquietud que le produjo ver un instante la piel tierna y rasurada de las axilas de Dora recogiéndose el cabello en la cafetería. Podía intuir las formas de su pecho pequeño bajo la ligereza del vestido. Necesitaba acariciar aquella nuca dulce, infantil. Oler sin disimulo el perfume a jabón tibio de sus brazos.

Concluía el doblaje de aquellas cintas y Bonnín empezaba a sentir un desasosiego que repercutía directamente en su trabajo. Se distraía continuamente. Se sabía incapaz de doblar con un mínimo de concentración las últimas escenas. Una mañana, durante un descanso, encontró a Dora bebiendo agua en una de las fuentes eléctricas del estudio. Ella lo vio acercarse mientras se enjugaba las últimas gotas de agua con el dorso de la mano. Bonnín llegó hasta ella y la sujetó del brazo. Tenía una mirada extraña. En toda su vida no se había atrevido a hacer algo parecido.

-Dora, yo... -dijo, notando el pulso acelerado en el cuello. De pronto tuvo miedo de que la mujer levantara la voz para que todo el mundo pudiera oírla. Parecía inevitable caer en el ridículo que había ido tramando sin darse cuenta. Y, en cambio, Dora no levantó la voz ni se libró del contacto de Bonnín. Aquel día llevaba los labios pintados de un color rosa pálido. Simplemente no le interesaba lo que Borinín pensara de ella. Ni le conmovía que alguien tan tímido hubiera reunido el valor suficiente para abordarla. Hizo que Bonnín se sintiera como un niño sin perder su sonrisa. Con suavidad. Y fue el propio BonnÍn quien separó sus dedos del bra zo de Dora como si estuviera tocando un objeto ardiente.

Dos días más tarde, Bonnín seguía esquivando a Dora cuando le era posible. Evitaba mirarla a los ojos. Dejó de ir a la cafetería. Había apurado toda su profesionalidad para terminar dignamente su trabajo, y procuraba no pensar en ella. Dora, por su parte, se comportaba como si nada hubiera pasado. ¿Había pasado algo realmente?

Aquel último día de doblaje Bonnín salió a toda prisa del estudio. Sin embargo, cuando bajaba la escalera hacia el vestíbulo, le sobrevino una lucidez desconocida que se llevó la primera urgencia de los pasos. Se detuvo un momento y bajó los últimos peldaños rozando con la mano izquierda el pasamanos de alunúnio. Se mordió los labios, confundido. Por fin, caminó hacia uno de los teléfonos de la conserjería y marcó la extensión de un teléfono interior. Quería hablar con Dora. Un amigo...

Carraspeó para que su voz no le fallara y habló con la mujer para pedirle una cita. Ni siquiera se inmutó cuando la voz de Dora -con toda naturalidad, incluso con un punto de picardía- le dijo que esperase un instante para anotar la dirección del hotel. No, no era la voz de la mujer en la cafetería o en los descansos de la grabación. Era la voz que se escuchaba por los altavoces cedida generosamente a los labios pintados que aparecían en la pantalla.

Bonnín bebe un poco de agua con el hueco de las manos. Apaga la luz y regresa al dormitorio. Ha abierto laspuertas del armario para coger la gabardina cuando escucha unos golpes suaves. Después de comprender que alguien está llamando a la puerta de la habitación, se da cuenta de que le quedan muy pocos segundos para no equivocarse. Y Bonnín camina hacia el balcón y cierra las contraventanas. Corre las cortinas. Apaga las luces. Va hacia la puerta y la abre, evitando mirar a la mujer, que hace lo propio bajo las luces del corredor. La acompaña hasta una de las butacas apenas sin rozarla y le ayuda a desprenderse de su chaqueta de punto. La invita a fumar. ¿Qué puede decirle para hacerlo todo más agradable? Ha visto su mirada fría y sus labios rojos un segundo al encenderle el cigarrillo. Después ha vuelto la oscuridad y Bonnín ha tomado asiento en la otra butaca.

FRASES ATROPELLADAS

A tientas, las voces se encuentran en unas primeras frases atropelladas. Ya no llueve en la calle. Un asunto imprevisto la ha retenido y no ha tenido ocasión de avisar. Pero nada tiene importancia. Ella ha venido y eso es suficiente. La voz de la mujer se va templando y Bonnín la escucha acomodado en su butaca. No tiene que cerrar los ojos para dejarse llevar por el tono de amistad de aquella voz.

Hablan ahora de un modo más ordenado, intuyéndose mutuamente los silencios. Poco a poco, el sentido de las palabras se adapta a la lógica del hablar por hablar: sólo palabras que flotan por la habitación sin luz. Las voces se complementan y comparten a veces la misma risa. Del mismo modo que las puntas encendidas de los cigarrillos dibujan en la oscuridad líneas de ámbar, así se proyectan las voces formando un dibujo arabesco imposible de descifrar. Un entramado armonioso que no se sabe dónde empieza o dónde acaba. Caerá la noche y el conocimiento mutuo de las voces será completo. Se sobrepondrán una, dos, hasta tres veces al coincidir con las mismas palabras, creando la ilusión de ser dos matices distintos de la misma voz: graves de tabaco y agudos de carmín.

Sólo al llegar el alba, cuando la primera claridad se insinúe por las rendijas del balcón, aquella conversación perderá su sentido. Sin quererlo, vuelven a ser dos figuras ocupando las butacas. Bonnín comprende y se levanta para encender la luz.

-No -dice Dora al oír los pasos del hombre. Busca en la penumbra su bolso y su chaqueta. Bonnín ve cómo se abre la puerta de la habitación y cómo un rectángulo de luz se instala en el suelo. La imagen de Dora se recorta un momento en el marco de la puerta y se escucha su taconeo, con prisa, amortiguado por la alfombra del pasillo.

Bonnín ha vuelto a cerrar la puerta, pero no enciende la luz. Busca en el armario y descuelga la gabardina. Nota su barba áspera con la mano. Tiene los ojos hinchados y la boca seca. Camina hacia una de las camas y se sienta pesadamente, con la gabardina en las rodillas. Está tan cansado que murmura unas palabras sin comprender lo que dice.

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