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Tres cerditos y un iglú

Me despertó por la mañana el señor del gas. Le abrí la puerta con las orejas aún calientes de soñar y pagué las bombonas. Creo que fui más amable de lo normal porque algo debí de decirle entre sueños para que se tomase aquellas confianzas. "Huele usted a motor. Un poco", me dijo. Acerqué el pijama a la nariz y olía a motor. Creía que sólo mi padre cuando volvía del barco podía oler a esa mezcla de hierro y grasa, pero no. Desde que dejé el Polo Norte no han pasado ni dos meses, y ahora, cada vez que vuelo a casa, después de todo el día agarrada a algo, una barra del metro, los asientos del autobús, me lavo las manos dos veces, pero este olor persiste. Y desde hace un tiempo, además, por las mañanas.-Debe ser de maquinar -le digo-; es de maquinar toda la noche.

-¿Y para qué maquina usted tanto?

(¿Y para qué le cuento mi vida a este desconocido; es que nunca voy a perder la costumbre?)

-Verá, acabo de llegar a Madrid y la ciudad me produce insommio.

-Le ocurre a todo el mundo. Al principio uno no duerme, pero después te acabas acostumbrando.

-Lo malo es esto, que te acabas acostumbrando.

-No la entiendo nada.

-Déjelo, yo tampoco.

Recogí las bombonas, cerré la puerta y me metí en la ducha pensando en ese olor a noche en blanco, como si se pudiera borrar con agua. Son 10 minutos de ducha hirviendo para quedarse fija en una imagen y volver a la bañera cuando el agua empieza a quemar. Recuerdo el poema de Federico García Lorca Ciudad sin sueño, de Poeta en Nueva York. El señor de las bombonas tampoco habría entendido que mientras media ciudad ronca en sus cuartos, después de dejarse las huellas dactilares en algún sitio, la otra media ciudad, con las pestañas pequeñitas, permanece despierta, insomne y vigilante para que a la noche no le pase nada. De ellos depende que exista una noche más, y por eso están ahí, vestidos y dispuestos a reconducirse por la entrada de urgencias en cualquier moraento. Por el día uno lleva sieinpre demasiada prisa para detenerse delante de un guardia de tráfico a verle la cara de frío debajo del casco; de noche los faros de los coches arrojan una luz nada convencional, potente y directa, para ver de lejos la salida y escaparse por el primer agujero. Pero a veces el ruido de los camiones o la extrañeza de las voces que da el jubilado del piso de arriba la meten a una en el agujero del insomnio. Y allí me quedo haciendo trucos para dormirme, imaginando una carretera dificil que recorro lentamente, luego la radio, la ventana, un libro... Todos los crucigramas están ya resueltos, la cama deshecha, me conozco todas las ovejas ¡maginables, todo lo que hay en la casa lo conozco demasiado; podría no encender la luz y jugar a localizar cosas, pero sólo quiero dormirme, no quiero pensar mas en corderitos que saltan vallas. Y las conversa ciones conmigo me aburren espantosamente; nunca he sabido seguirme la corriente, y discutir con alguien que se conoce tanto no tiene ninguna gracia.

Truman Capote escribió un cuento, Vueltas nocturnas. O cómo practican la sexualidad los gemelos siameses, que es un ejemplo de conversación solitaria. Pero ni intentarlo siquiera: ya sé por donde me va a salir la jugada, para no dormir en 20 días. Mejor me levanto, me pongo la ropa de forma desordenada, mucha ropa encima -afuera hace frío-, y salgo a comprobar que la noche está en su sitio. Los que no duermen, también. No se ve ningún cerdito por la calle. Todos están resguardados en sus casas de cemento. Los cerditos con casa de madera se refugian en los bares, y yo soy un cerdito con un iglú a cuestas. Vengo del Polo Norte y me traigo un iglú hecho a medida; el frío de la ciudad lo conserva. Argentina, que es una mujer de 54 años que lleva muletas en vez de iglú, me espera siempre en el mismo bar. Detrás de su caja registradora, mientras hace el recuento de la noche, charlamos. Es su frase: "La última y charlamos". Argentina me dice que la ciudad es una abstracción, pero a estas horas todo es una abstracción menos los pobladores del cinturón industrial que se levantan ahora para hacer verdad Madrid, para que yo y Argentina nos creamos que existen esas direcciones que viene impresas en los paquetes del azúcar de nuestro café con leche trasnochada. Aluche, Leganés, Coslada y Argentina detrás de su caja registradora son verdad; lo otro es una abstracción, una mentira para que me deje el iglú olvidado en el taxi que me lleva a casa de mala gana, dando bandazos de sueño y de cansancio, para que todo funcione y yo me nieta en mi cama deshecha y retome la cuenta de las ovejitas hasta quedarme dormida soñando con animales.

Justo es el momento en que oigo al señor del gas. Claro que huelo a motor. Claro que podría estarme 10 minutos más debajo del agua hasta quemarme y no me sacaría de encima este olor a cosas que funcionan, los niños del segundo peleándose con las tostadas, la radio del jubilado de arriba dando gritos, el patio de luces haciéndose eco de mis problemas con la ducha, todo oliendo al barco de mi padre en una ciudad sin puerto ni estibadores.

Luisa Castro es escritora, premio Hiperión de poesía de 1986 por Los versos del eunuco.

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