Alabanza de lo llano y avisos contra la pedantería
Siempre ha habido pedantes, desde luego; pero la manía de la cultitecnoparlancia está llegando a lo insufrible. Ya nadie dice llanamente que "ganamos meros" -lo que todo el mundo entendería-, sino que se confiesa a regañadientes que "el índice de aumento de las rentas de trabajo personal, en pesetas contantes, ha experimentado un incremento coyuntural inferior al que corresponde al IPC ponderado en los distintos niveles del Estado". Ya nadie reconoce que "estamos hartos", sino que "el nivel de satisfactoriedad percibida no alcanza las expectativas generadas por la prestación masiva de los servicios públicos en relación con las necesidades populares fomentadas por la consolidación democrática".Se pretende imitar desde la ¡gnorancia el lenguaje técnico de los economistas o de los sociólogos; pero lo que en Fuentes Quintana y Rojo, en Julián Santamaría o González Seara es precisión, en los pedantes resulta una caricatura lamentable. Y conste que la precisión no está reñida con la claridad. Cualquier lector de cultura media puede seguir sin dificultades -y aprender mucho- a José Luis Leal y a Alejandro Muñoz Alonso, quienes se hacen entender sin perder su condición de técnicos, aunque no hinchen jamás una frase en sus artículos periodísticos.
Forges empezó parodiando a los burócratas pedantes, y al final son éstos quienes han terminado copiando seriamente al humorista. Sin ir más lejos, yo tardé el otro día un buen rato en saber si lo que estaba oyendo era una retransmisión en directo de un debate en la Asamblea de la Comunidad de Madrid o una broma de Radio Minuto en su programa Lo que yo te diga.
A primera vista podría pensarse que este afán de nuestros escritores y parlamentarios es consecuencia de su empeño en ocultar las cosas, con la esperanza de engañarnos con la sencilla trampa de cambiar su nombre. Y así sucede, en efecto, cuando, en lugar de informar sobre el aumento del paro, reconocen ampulosamente que "se ha acelerado el incremento negativo ocupacional de la población activa".
En mi opinión, sin embargo, no es ésta la única razón, como se comprueba si observamos que con la misma oscuridad nos comunican las noticias gratas, cuando las hay. Y, además, así actúan también quienes carecen de este móvil, como los escritores no políticos o los universitarios. Se trata sencillamente de los estragos de la pedantería, que puede sobre la llaneza y el sentido común. Porque se teme que no se nos reconozca categoría intelectual si nos expresamos de manera inteligible. Hace unos años tuve la fortuna de escuchar a un premio Nobel en una conferencia multitudinaria, en la que se nos explicó con palabras llanas e ideas claras la sustancia del tema desarrollado. En el coloquio se levantó un sabio doctor con una pregunta formulada en los términos exquisitos y confusos que ahora se estilan. Pues bien, el conferenciante, con absoluta naturalidad, le rogó que volviera a formularla de manera que él -el verdadero sabio- pudiera entenderla. Porque no hay cuestión, por difícil que sea, que no pueda explicarse en términos asequibles... con tal de que quien la explique tenga las ideas claras. De la misma manera que no hay cosa más fácil que encubrir la ausencia de ideas con palabras grandilocuentes o pretendidamente técnicas.
Volviendo a los políticos, lo que sucede es que muchos de ellos, avergonzados íntimamente de su propia incultura y respetando en el fondo de su alma a los expertos auténticos, pretenden hacerse pasar por tales, creyendo que quienes les oyen y no les entienden atribuirán su incomprensión a la altura de sus pensamientos, vendiendo su galimatías como una disertación de Keynes redivivo.
Lo que no sería grave, ciertamente, puesto que quienes quedan en ridículo son ellos. Lo malo es que así están consiguiendo aislarse de los ciudadanos, estructurando la discusión en dos niveles (que todavía es lícito seguir utilizando esta palabra, con tal de que sea en su sentido propio y no en el pedante). En uno de ellos intervienen los protagonistas, y en el otro, los espectadores, que no entienden absolutamente nada, se aburren y se marchan o dejan caer de las manos el periódico. Aunque quizá sea esto lo que quieren los líderes políticos: que los dejen solos en su algarabía. Pero yo no creo que esto sea así. Todavía quedan buenos políticos que saben comunicarse con los ciudadanos sin otro artificio que el de hablar llanamente y sin necesidad tampoco de caer en lo populachero o en la ordinariez.
De todas maneras, y para tranquilidad de muchos, quiero revelar un secreto importante: si bien es verdad que los ciudadanos medios no entendemos a los políticos y no podemos seguir sus eruditas discusiones, no menos cierto es que ellos tampoco se entienden entre sí, puesto que, por así decirlo, hablan por hablar, por gastar el tiempo y ganar el sueldo.
Suele creerse que los políticos no llegan a un acuerdo por discrepancias profundas. No hay tal: salvo en las cuestiones fundamentales, no concuerdan porque no llegan a entenderse. Cada uno lee lo que su experto le ha escrito, y cuando ha terminado, le contesta su oponente con otras cuartillas, que también le han escrito, tan ininteligibles como las primeras y que, por descontado, nada tienen que ver con ellas. Son ejercicios retóricos en los que los duelistas se lanzan, con muy poco entusiasmo, cifras y siglas esotéricas, que nada significan por sí mismas y que ni ellos mismos comprenden. Nada tiene de particular, por tanto, que hasta los mismos diputados abandonen despavoridos los escaños cuando los oradores sacan sus papeles del bolso. Y si no les escuchan sus propios colegas, no podemos sorprendemos de que los ciudadanos cambien de canal el televisor o pasen a las páginas deportivas del diario.
¡Y qué grato resulta, por el contrario, cuando el orador improvisa y se limita a reflexionar con cordura! Porque si él dice lo que piensa y sabe, es seguro que los demás lo entenderemos también y no nos desengancharemos del hilo político, que a todos interesa. Yo no renuncio a ver un día un espectáculo parlamentario de fino sentido común y trascendencia electoral incalculable: el día en que un díputado conteste al orador (según hizo el premio Nobel de mi historia) más o menos lo siguiente: "Me permito rogar a su señoría que, olvidándose por un momento de su inmensa cultura técnica, vuelva a contarme todo de manera que yo le entienda. Porque ni su señoría es catedrático de Economía ni yo tampoco lo soy. Y aunque lo fuéramos, tenemos los dos obligación de que nos comprendan los ciudadanos a quienes estamos representando y a quienes tenemos que rendir cuentas de lo que estamos haciendo". Que para desazonar al pedante no hay mejor arma que la de la llana sinceridad.
Acabemos -en la política y fuera de ella- con esta disglos¡a fraudulenta y con estos tecnicismos de pacotilla. Dejemos a los técnicos que hablen entre ellos, como conviene, en lenguaje preciso y riguroso; pero exijamos que en las cosas que a todos afectan se nos hable en un lenguaje que el ciudadano medio pueda entender. Cuando se escribe o habla a un público indiferenciado, debemos tener el valor cívico de dejar plantados a los pedantes con la palabra en la boca o con la pluma en el tintero. Y cuando se trata de una discusión pública entre quienes no tienen la obligación de ser especialistas y ante un público que por definición tampoco lo es, forcemos nuestra natural timidez y, confesando nuestra incomprensión, pidamos claridad y llaneza: que de esta forma saldrá ganando la cultura de todos, y el pedante, corrido.
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