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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La suerte del 'gordo'

EL 'GORDO' ha repartido un año más la suerte entre sus afortunados elegidos. La parafernalia que rodea la fecha del 22 de diciembre -el día de la lotería de Navidad- sigue teniendo todos los trazos de un acontecimiento festivo, pero su impacto no es el de otros tiempos: ha venido a menos. Se mantiene el amor a la tradición, la costumbre a fecha fija, el carácter mágico de un día que siempre ha ido acompañdo del sonsonete de los niños de San Ildefonso. Sonsonete que anuncia celebraciones familiares y vacaciones escolares; para algunos también preludio de huida hacia la nieve. Y aún se mantiene la antigua idea de una imaginaria redistribución de la riqueza -"que esté muy repartido"- y de una solidaridad compartida entre compañeros: de taller, de oficina, de taberna, de parroquia, de clientes de comercio de barrio. Pero ya no es lo que era.Dos son los motivos de este retroceso del prestigio del que fuera sorteo por antonomasia. Uno es la inflación: adquiridos los números en pequeñas participaciones, la increíble oportunidad de ser favorecido en contra de las leyes de los grandes números, la ocasión única en la vida, ya la pequeña porción del gordo apenas da para cubrir los grandes sueños del piso, el coche, el largo y opulento viaje, el corte de mangas del empleado al patrón: "¿Pues sabe lo que le digo? Que me ha caído el gordo y me voy". No merece la pena doblegar tan inverosímil azar para continuar viviendo lo mismo, cuando la aspiración está en cambiar de vida, como podía suceder antes. Ahora, la suerte se destina en la mayoría de los casos a tapar los pequeños agujeros de una economía doméstica que transcurre bajo la permanente amenaza de los números rojos.

El segundo motivo es la concurrencia. Las apuestas, rifas y sorteos que han ido acumulándose aquí y allá casi cada día hacen que la lotería del Estado sea ya la otra lotería. El azar, en sus más variadas formas, persigue a los españoles en todas las épocas del año. Y éstos corresponden con largueza, seguramente más de lo que resultaría aconsejable para el precario equilibrio de muchas economías familiares. Nada menos que 2,6 billones de pesetas (150.000 millones más que en 1986) destinaron al juego a lo largo del año que termina. Ante tanta tentación, es normal que la especial emoción con que tradicionalmente se jugaba a la lotería de Navidad se haya devaluado prácticamente en una forma más de probar suerte. Con menos inversión se puede ganar más dinero -aunque el azar aumenta sus probabilidades en contra de uno; pero ese tipo de cantidades no se visualiza en el cerebro normal- en cualquier cosa. El cuponazo, la primitiva, las quinielas deportivas, sí prometen ahora el cambio de vida. Esta semana, la quiniela futbolística, en retroceso desde hace años, ha recobrado, con la concentración del premio principal en unas solas manos, parte de su viejo prestigio como milagro fulminante. Pero también, como referencia lejana, al alcance sólo de los verdaderos ricos, los casinos de los jeques o la bolsa, que sí parecen dar oportunidades de cambiar de vida: de una buena a otra mejor. Además de garantizar diariamente todas las emociones. Pero eso no es cuestión del pueblo.

La lotería nacional ha superado este año los 100.000 millones de pesetas de ventas, pero su auge es proporcionalmente menor que el de las variantes que proliferan en las autonomías y que se caracterizan por apoyarse en formas más inmediatas de tentar a la fortuna. Con todo, el Estado sigue siendo el gran tahúr de los juegos, con su alto aparato impositivo: legalizar el mal (tabaco, alcohol, juego) y convertirlo en bien es ya una mera cuestión fiscal. En cualquier supuesto, Hacienda siempre se queda con el gordo propiamente dicho: como mínimo, 20.000 millones de pesetas este año.

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