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Tribuna:LECTURAS DE AÑO NUEVO
Tribuna
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De traidores y de conquistadores: la segunda vida de Gonzalo Guerrero

José Luis Giménez-Frontín (Barcelona, 1943) es traductor, ensayista, poeta y narrador. Sus libros reflejan un tema central, el de la memoria personal y el del mundo que la ha rodeado. El presente relato ofrece, en un tono suavemente épico, la peripecia y muerte de hombres que se aventuraron en la conquista de América, recreada con la irrealidad que pertenece a los sueños."Puedo estar equivocado cuando creo que mi historia es infinitamente más importante que la historia...".

J. C. Onetti

Arribó a puro remo a lo desconocido y maldijo su suerte, sus ilusiones todas maldijo, pero cantó de corazón, con los supervivientes, una salve a Santa María.

A los dos días irrumpirían los guerreros mayas, con macanas, con escudos y plumas de colores, y Gonzalo Guerrero sintió frío en pleno mediodía: todo era, pues, un sueño; Sevilla, un sueño; la travesía, un sueño; el naufragio, otro sueño; la gloria, el paraíso, su propio nombre, sueños. Se contempló a sí mismo desde la nebulosa del que ha perdido su alma para siempre, y silencioso, sombra entre sombras bajo la arquitectura de los malditos árboles sin nombre, fue conducido a alguna humilde aldea.

RESPETO A LAS MUJERES

Casi indiferente, presenció el sacrificio de sus compañeros, las maldiciones, la altivez de unos, los orines y el llanto de los otros, el siniestro crujir de las costillas, sus corazones, como el (le los marranos un día de matanza, libados a la sed de unos incomprensibles, horrorosos dioses.

Nunca sabremos por qué, de los 14 náufragos, se respetó la vida a las mujeres, a Gonzalo Guerrero, a Aguilar y a un tercero cuyo nombre las crónicas ignoran. Con el tiempo, las mujeres se dejaron morir, tal vez de humillación. Sólo Guerrero y Jerónimo de Aguilar sobrevivieron.

Hay que hablar de Aguilar, el joven capellán de la carabela. Tuvo un día noticia, cuando ya quería creer que estaba a salvo, de que su sacrificio era cosa segura, y el bravo sacerdote irealizó la proeza de escapar a sus carceleros.

Eternas rivalidades de vecinos le salvaron la vida en su nueva captura, ahora selva adentro. Y como era cumplidor en su trabajo, los indios le premiaron con una compañera. Se horrorizó el capellán, y los mayas, perplejos, debieron inquirir sus razones. Ignoramos las palabras exactas de su arenga, pero sabemos que, tras escucharla, sus señores, gente sensata y práctica, le destinaron a una nueva tarea: no volvería a pisar el campo de labranza; le nombraron eunuco del harén del cacique.

Gonzalo Guerrero, por su parte, pudo haber muerto de melancolía, pero ya adivinamos que era demasiado joven, y también demasiado iletrado, para una muerte tal. Le imagino, una buena manaña, despertado por la orgía sonora de los papagayos. Su cuerpo -su alma, si queréis- había vuelto en sí. La adaptación era inevitable: el primer intercambio de sonrisas con los niños, curiosos, de brillantes pupilas; las primeras palabras en la jerga metálica de sus nuevos señores; un canto en el maizal, la caza en la manigua, y el amor de una dama de las principales, quién sabe si avivado por un sentido innato de supervivencia. Con los años, hasta los dioses se hicieron comprensibles y, poco a poco, hermosos, es decir, necesarios.

-Cuando aparezca un blanco, un castilán, ¡alerta! No escuchéis sus palabras. Sueñan con redención; quieren oro y hacienda. Prometedles el oro y emboscaros. Matadlos sin cuartel...

Oportuna advertencia, pues ya corría el año 1519, y las naves de Cortés costeaban Cozumel a la búsqueda de los supervivientes, de los que se tenía nebulosa noticia. Los heraldos indios de la expedición pronto localizaron al cacique guardián de don Jerónimo. Compraron su libertad con vidrios de colores. Y el sacerdote, lejos de volar a la costa, fue a proponer la fuga de tribu y concubina al marinero aindiado, Gonzalo, el viejo amigo. -

-Id con Dios, don Jerónimo. Antes era criado; ahora soy capitán. Horaradas han sido mis orejas y he labrado mi rostro. ¿Qué dirán los españoles cuando me vean? Mira, además, mis hijos y qué bonicos son.

Yo sospecho que, en aquel momento, el capellán no llegó a comprender el alcance de las palabras de Gonzalo Guerrero, p ara nosotros transparentes. Y, sin embargo, la entrevista no la estaban teniendo en español; era ya natural, entre ellos, expresarse en maya. Así que don Jerónimo le compadeció -le tomó por cobarde para afrontar la fuga-, le abrazó, le bendijo y exclamó: .¡Volveré!", con timbre emocionado.

Tuvo que contemplarle con una mezcla de piedad, rencor y miedo el marinero.

Cuando Aguilar llegó a la costa, las naves de Cortés ya habían zarpado. Ocho días de espera acaso sean demasiado frente al ansía de gloria. Y el sacerdote se lanzó de nuevo a la manigua, sin recursos ni armas, intuyendo el destino de los conquistadores: Tenochtidán, donde se decía que los mexicas levantaban templos de oro macizo al Señor de la Guerra. Semanas más tarde, un destacamento español topó con unos indios y aprestaron las armas. Todos escaparon. Sólo uno, rapado, enflaquecido, sin macana, con un braguero sucio, se les lanzó a los pies mientras chapurreaba:

-¡Dios y Santa María y Sevilla.'

Las únicas palabras castellanas que pudo pronunciar el sacerdote.

Tiempo pasó después antes de que oficiara nuevamente misa. Recordar la lengua, reaprender los latines, padecer la inmundicia de las ropas sudadas, deglutir la cecina correosa, los panes enmielados, no de maíz, más bien como de caña, qué tormento. Y soportar la bestial hermandad con las caballerías, el aire enrarecido en los soñados, la mutua e instantánea enemistad con los grandes lebreles. Y la procacidad grosera de hombres y mujeres. Y las blasfemias contra Santa María.

Es lógico pensar que, entonces, no fuera tanto su fe -aquella fortaleza que le sostuvo durante el cautiverio-, cuanto la bárbara vorágine de los acontecimientos, el vivir al día, lo que le impidiera caer en la añoranza de sus noches de oración y sosiego entre los mayas. Pero sospecho que, en sus horas bajas -y tuvo que tenerlas precisamente entonces, con los suyos-, le asaltara el recuerdo de un rostro tatuado:

- Antes era criado..

Mira, además, mis hijos y que bonicos son.

Tuvo que ser entonces cuando empezara a odiarlo con un odio profundo, un ardor que inspiraba sus mejores palabras a la tropa los días del Señor. Acaso confesara y recibiera, entonces, un consuelo engañoso:

-Lo suyo es santa ira cristiana, no desamor. Quede en paz, Jerónimo.

Poco tiempo tenía, sin embargo, para reflexiones, porque a Aguilar -oscuro capellán, navegante, esclavo leñador y guardián de un harén- su nuevo oficio le hizo vivir la guerra desde el mítico centro que la historia reseña con nombres y apellidos. Él traducía, del castellano al maya, las frases que Malitzin -la hermosa concubina de Cortés- transmitiría en nahualt a amigos y enemigos.

No hicieron buenas migas Aguilar y la esclava. Incluso después de su bautismo con el cristiano nombre de Marina la trató el capellán con una frialdad irrefrenable. Celos, según los maliciosos, pues tuvo que menguar la estrella de Aguilar cuando Marina, Malinche en boca de la tropa, aprendió el castellano.

De traidores y conquistadores

¿Cómo explicar a nadie su mutuo entendimiento con la india? La altivez de sus mensajes mudos.-Ahora soy capitana...

Un eco de Guerrero.

Mientras, el capellán tuvo que emborracharse con la acción de guerra. Sabemos que asistió al compló y quema de las carabelas, a la batalla y pacto con los tlaxcaltecas y a la masacre, vergonzosa, a traición, de la pacífica Cholula. Qué decir del encuentro con el gran Moctezuma, el rey hipersensible que leyó su. futuro en la mollera de un ave monstruosa, nunca antes vista, de color ceniza.

En ausencia de Cortés, es probable que Aguilar permaneciera en México, adjunto a Pedro de Alvarado, y que participara, pica en mano, en la carnicería de la festividad de Téxcalt, cuando los sacerdotes y señores aztecas -habían ayunado 20 días, le llevaban a Hitzilopochtli la más preciada ofrenda de vísceras humanas- cantaban y bailaban, desarmados. ¿Quién puede reprochárselo? ¿Quién escapó al cadalso y puede luego asistir, incólume, a la escena feroz? Luego, la historia es conocida y, así, deberemos seguir a don Jerónimo en su huida de México aquella noche triste de las crónicas por la calzada de Tacuba, donde quizá fue herido. Y asistiremos a su regreso, escucharemos sus arengas al reforzado ejército español-taxcalteca, le acompañaremos en el asedio, en las escaramuzas, en las batallas ciertamente heroicas -estéril presumir quién fue más héroe- de canal en canal, de calle en calle.

Españoles hubo, quizá saciados de rapiña, que pusieron frevo al Sur, con las expediciones que fueron sometiendo a las ariscas tribus de los hoy llamados Estados de Oaxaca y de Chiapas.

Años pasaron y Aguilar pisé, por fin, tierra yucateca. Él ya sabía, y nosotros sabemos, que tenía una cita con Gonzalo Guerrero, capitán de mayas.

Fue aquélla una campaña sin fin y sin fronteras. No había ciudades que tomar, pues siglos hacía que habían sido abandonadas por sus moradores. Se luchaba en la selva, escaramuza tras escaramuza. Una de ellas, anónima, casual, de escasos contendientes, pudo ser escenario de su reencuentro.

No se reconocieron. El capellán había encanecido y peleaba como un soldado experto. Los hijos de Guerrero ya eran padres. Era la estación seca del año 1539.

Se embistieron de frente. La espada de Aguilar atravesó con limpieza a Gonzalo Guerrero por el bajo vientre y allí quedó ensartada. Su puño, sin fuerzas, la soltó. Guerrero, de un hachazo, le había desollado el costillar, y el capellán quedó con un pulmón y el corazón, aún palpitante, al aire.

Caído, ensordecido, acaso percibiera don Jerónimo los últimos atisbos de un reino exuberante, en otro tiempo suyo, y regresara plácidamente a él, rendido, conquistado por la tierra que odió.

A su lado, Guerrero creía sestear bajo un cielo sin nubes, a la sombra de olivos.

No es en memoria de su segunda y definitiva vida ni en memoria de sus hijos y de los hijos de sus hijos que hay un Estado de Guerrero en México.

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