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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

'Se van a enterar'

LA ETERNA polémica sobre la función de la crítica y las siempre complejas relaciones entre los profesionales que la ejercen y los que la gozan o la padecen, según los casos, ha vuelto a abrirse recientemente con el intento de veto del actor Josep Maria Flotats frente al crítico teatral de EL PAÍS en Barcelona, y va a ser objeto de estudio en los próximos días en las sesiones de Madrid.Al margen de valoraciones sobre el trabajo personal de algún comentarista, el reproche general con que se intenta menospreciar la existencia de la crítica es que ésta no existiría sin la literatura, el teatro o la música, con lo que se la quiere encasillar en la categoría de lo subsidiario. Sin embargo, la crítica es un ejercicio fundamentalmente literario y autónomo. En sí misma es un acto creativo, y únicamente la crítica mediocre se contempla como una simple mediación entre el lector-público y la obra artística que se puede consumir. La crítica es irrenunciablemente subjetiva desde el momento que manifiesta un gusto, por más que el comentarista sabio recurra al aderezo erudito de los datos. Y es a partir de esta subjetividad, que las buenas críticas muestran sin pudor, cuando se establece una especie de connivencia con su lector, lo que no implica forzosamente el estar de acuerdo con el comentario.

Que los artistas polemicen con la crítica puede ser rentable para todos si de paso se hace una reflexión sobre su propia práctica profesional. Lo que resulta lamentable es la crítica al crítico como una especie de protección gremial, o que se recomiende a los comentaristas que se atengan y limiten a las tareas promocionales. Y llega a lo escandaloso el identificar una crítica negativa no ya con un ataque al creador -que si considera injurioso el comentario tiene el lícito camino de los tribunales-, sino a la cultura a la que pertenece.

Se ha escrito que por fin ha desaparecido el miedo al crítico y que ya era hora de que alguien se sublevara; bienvenidas sean las sublevaciones de este género si tienen contenido y provocan debate. Pero resulta sospechoso que, en el fragor del combate, un determinado grupo teatral, gestor de una sala barcelonesa, suscriba un documento contra la crítica y no haga lo mismo con otro texto, elaborado por los mismos firmantes, en el que se censura la política distributiva de las subvenciones. No todos los miedos han desaparecido, y quizá se proyecte en el ataque al crítico el pánico a la polémica de verdad, al estudio de fondo de los problemas y a los criterios del poder que reparte millones o miserias en nuestro pacato y provinciano mundo cultural.

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Por lo demás, es cierto que hay también, entre los críticos, ignorantes, creadores frustrados y virreyecitos de taifas literarios, dedicados a expresar su amargura mediante el sistemático ataque al prójimo. La crítica está necesitada de una autocrítica en este país, entre otras cosas porque, salvo rarísimas excepciones, tiende a desenvolverse en el mundo de los aficionados, los clanes y los círculos iniciáticos de la cultura. Bien mirado, la polémica que ahora se suscita no deja de ser una batalla tribal, entre castas de una misma comunidad cultural, cuya opacidad frente a la sociedad de la que se nutren debería avergonzar por igual a críticos y criticados. Frente al gremialismo de éstos es pueril enarbolar el corporativismo de los primeros. Todos tenemos una lección que aprender, comenzando por los medios de comunicación. Pues la muy hispánica y racial manía del veto, el palo y tentetieso y el se van a enterar, fruto exclusivo de la envidia y el pesar por el bien ajeno, ha causado ya demasiados estragos en nuestra depauperada comunidad cultural.

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