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Quietos

Después de nombrar a la época como individualista o my-homista, hay que pensar en el fatalismo infantil como enfermedad final del capitalismo.Se han perdido billones de yenes en la caída bursátil, un millón de almas en una de las 13 guerras que hay en marcha, la humanidad se garantiza su autoexterminio, pero la acuciante preocupación principal del ciudadano en los países más amenazados continúa siendo el tiempo que hará el sábado. Podría suponerse que tres millones de desempleados españoles fueran motivo de postración. Pero ha sido ahora cuando España se ha lanzado como una nación a la moda.

Los fenómenos en general, nacionales o internacionales, se entienden mal, pero, además, ya nadie quiere oír hablar de más calamidades. Tras años de terrorismo, misiles, crisis económica, deuda exterior, el mundo está fatigado. El ideal de los países de Occidente reside en la televisión por cable y, en algunas zonas, numerosos guerrilleros están deseando desayunar un cruasán.

Casi todos saben que! el deslizamiento de la economía mundial traza un horizonte: infame. Pero lo crucial es, hoy por hoy, entre los reponsables, la cita para jugar al squash. Perdido el control de los fenómenos, los buenos y los malos, parece también perdido el afán por actuar. En cuanto a los ciudadanos, agotada la fe en los gobernantes, han abandonado la fe en que merezca la pena que hagan algo. La crisis del petróleo será un mixto en comparación con la catástrofe que se ceba. Pero la reacción es prácticamente igual a cero.

Cuando la solución es inaplazable, cuando la actuación es cuestión de vida o muerte, los responsables se reúnen en la cumbre y sólo alcanzan acuerdos parciales o previos, transacciones temporales, medidas exiguas o transitorias, tal como si no pudieran resistirse a jugar con lo peor. De esta manera, la idea de la fatalidad cunde entre las gentes. No importa de qué se trate: la riada, el SIDA, la bolsa, la guerra. El sistema ha hecho, al fin, creer que estamos en manos de Dios.

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