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Dos, tres,más Gibraltares

Vicente Molina Foix

Las recientes voces de protesta salidas del peñón de Gibraltar tenían, una vez más, un suave acento y mucha sal. Acostumbrados por la literatura -y los más viajeros por la constatación in situ- al bobby que deambula parsimonioso ante un fondo de cielos color plomo y chimeneas de alta industria, acompañado del ladrido de innumerables perros bien nutridos que levantan la pata -guardando la fila- en mingitorios preestablecidos, ha de alegrar el ánimo, incluso al más reacio a los encantos del Reino Unido, ver a esos policías de otra latitud ordenando la manifestación junto a una vegetación rabiosamente andaluza, abrasados por el sol de una de las dos Españas (la de Manuel Machado) y en, el marco sonoro de la imprecisión meridional: a grito pelado. Por intrínsecamente retorcido que resulte, algo gratificante tienen para nosotros esos ciudadanos ingleses que cecean y en pleno otoño van con camisa de manga corta y frente al blanco lechoso de las finísimas pieles nórdicas ostentan un moreno que sólo puede ser de verde luna.Para nuestros cruzados de la causa, esa visión de un grupo étnico de rasgos tan hispánicos rindiendo pleitesía a la majestad británica viene a ser, sin embargo, un argumento más, y el más irrefutable, en la denuncia de la afrenta colonial ("Ese paisaje, esa fisonomía, incluso esos monos que saltan por la Roca nos pertenecen", dirá el irredento, que, si lo fuese menos, podría esgrimir, usando el idioma rival, el moderno sentido del término belonging para confirmación de su aserto.)

Pero no nos dejemos llevar por las primeras emociones. La subsistencia del terruño extranjero incrustado en el solar patrio puede constituir motivo de esperanza en la consecución de una Europa auténticamente igualitaria. Es más, en un momento en el que nosotros mismos nos debatimos entre las aguerridas pequeñeces nacionalistas y una casi galáctica fantasía supranacional, me atrevo a afirmar que con la tolerancia de dicho cuerpo extraño en nuestra geografía se reforzaría, considerablemente la causa del progreso y la concordia entre los pueblos. Y esta España que ya da ejemplo a las naciones aceptando "que en su bastión noreste Andorra la anfibia haga uso de un idioma y un príncipe religiosamente catalanes a cambio de vendernos con franquicia de nuestros impuestos la gama más variada de productos de la electrónica debería extender su comprensión permitiendo, sin reticencias, el batir de la Union Jack sobre el Peñón perdido un día entre las turbulencias de la historia.

Pero, claro, con contraprestaciones, pues así lo exige el reparto de la política y el contentamiento sentimental de los patriotas. Se habla en las actuales conversaciones ministeriales de una utilización conjunta del aeropuerto gibraltareño y hasta de eximirnos de pasar bajo el yugo de la aduana en aquella frontera. Los británicos, dicen, podrían negociar, pero para los habitantes de la Roca eso sería el principio del fin, y de ahí sus protestas. ¿Y nosotros? Hay que decirlo ahora en voz muy alta: esa concesión, aun siendo sustancial, nos parece poco. Lo que España debería pedir al Reino Unido es otra cosa.

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Cuando el Che Guevara, en tiempos de más marcialidad, habló de crear "dos, tres o más Vietnam en América Latina", trataba de exportar el caballo de Troya de la revolución a los países más injustos de un continente miserable; sus palabras contenían la amenaza de todas las profecías que han cambiado el mundo. Hoy, en la época del repliegue ideológico y las comunidades de intereses, nuestra proposición, crear dos, tres o más Gibraltares en Europa, pierde el acento belicoso para convertirse en una estratagema del internacionalismo.

Según esta hipótesis, a los gibraltareños se les dejaría tranquilos con sus excéntricos hábitos y observancias políticas, más propias del septentrión que del Mediterráneo. Pero, a cambio, nosotros dispondríamos de una buena parcela de terreno británico para -perdida Flandes- clavar allí nuestra antigua pica. Parcela que, en aras de una aplicación estricta de la ley del talión, no tendría por qué tener más de 5,8 kilómetros cuadrados del Peñón ni una cantidad de habitantes superior a las 30.000 almas gibraltareñas.Lo importante para aplacar el agravio comparativo sería la mera existencia de ese trozo de España en las húmedas tierras de Albión. Se dirá que no tenemos tanto derecho histórico, por discutible que éste sea, como el inglés firmante del Tratado de Utrecht en el siglo XVIII. Pero ¿quién cuantifica en tiempo real el derroche de kilos-fuerza de nuestros emigrantes, que tanto plato sucio y tanta ropa sucia han lavado en las islas británicas? Esos compatriotas, junto con las au pair y demás mano de obra de temporada, serían los naturales habitantes futuros del cantón español de Gran Bretaña. Territorio cuyo emplazamiento habría que fijar a gusto de todos. Aunque una tendencia fácilmente comprensible llevase al español a preferir los barrios londinenses de más prosapia nuestra, como Notting Hill Gate, Earl's Court o allí donde Chelsea pierde su casto nombre para llamarse Pinilico y, aún peor, Victoria, yo sugiero que conformarse con una punta o lengua de las costas del sur sería, más allá de las simetrías, un gesto de buena, voluntad. ¿Las rocas blancas de Dover? Desde el punto de vista militar sería un equivalente de la privilegiada colocación estratégica de Gibraltar, pero quizá resultase en exceso provocativo privar a los británicos de unos acantilados de tanta raigambre sentimental. Cornualles no estaría nada mal.

¿Se imaginan el intenso color de un asentamiento acendradamente español entre los circunspectos campesinos y gentes de la mar, de aquella mar? Al principio podría levantar más de una ceja la masiva preparación de platos regionales especiosos y aceitosos o la curiosa estampa del tricornio de los guardias civiles encargados de mantener la ley, por no hablar de la casi segura construcción de bull-rings y el subsiguiente anuncio de corridas para las largas tardes del domingo británico (ya que el gibraltareño no abruma al gaditano con el sudor del cricket, habría que ir pensando, atendiendo la reconocida largueza del inglés con los animales, en sustituir la crueldad del puyazo torero por el Simple recurso a las pullas). Pero esa extrañeza o prurito inicial pronto daría paso a una genuina curiosidad y posterior conocimiento, sin engorrosos desplazamientos, de las costumbres de los pacíficos vecinos; igual que los españoles, lavado el honor patrio, admiraríamos sin ninguna reserva mental y desde dentro las cosas buenas de los ingleses, que las hay.

La hermandad y difusión de las culturas autóctonas ganarían mucho a costa de ésa mínima -y compensada- mutilación territorial. Y en lo que nos concierne, tendría la ventaja de disipar del todo los recelos hacia Hassan II (que le echaría el ojo a unos terrenitos islamizables en Córdoba o Marbella a cambio de olvidarse de Ceuta y Melilla) y su homónimo, sir Joshua, a quien el suspicaz acabará, si no, llamando un día Hassan III. No cabe duda que el ejemplo iba a cundir. Un arrondissement francés en el sur de Italia o un land alemán independiente (quiero decir, aún más independiente) en las Canarias son objetivos muy golosos. Ya que está aún lejos hoy por hoy realizar el sueño de los Estados Unidos de Europa, pidamos lo posible: un Mercado Común de Colonias Mezcladas.

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