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El hombre y otras alimañas de Dios

Dicen los que dicen saberlo que el primer gran paso significativo en el largo proceso desde la edad de piedra hasta ésta de la electrónica fue la doma del caballo que, convirtiendo al hombre en jinete, le permitió extender el espacio de su dominación; pero otros no menos entendidos sostienen que aún mayor importancia hubo de tener la domesticación del hombre mismo por su semejante, y que nada haría avanzar tanto el mentado proceso civilizatorio como la ocurrencia genial del primitivo economista que cayera en la cuenta de cuánto más rentable era someter y explotar al enemigo vencido que devorarlo sobre el terreno desperdiciando tras el hartazgo las sobras del festín. En efecto, la institución de la esclavitud fue el frigorífico original destinado a evitar el despilfarro de alimentos corruptibles tras la refriega, a capitalizar los relieves del banquete. De entonces acá la organización racional del poder ejercido por el hombre sobre la naturaleza inanimada y animada, incluso el poder del hombre sobre su propia naturaleza, ha seguido creciendo mediante el invento y aplicación de técnicas diversas, que van desde el zurriagazo hasta la inseminación artificial, practicada hoy tanto en vacas, ovejas y yeguas como en mujeres con el fin de obtener tales o cuales resultados útiles y deseables, pasando por los varios métodos para mejorar la carne de animales comestibles cuando no castrar muchachos para hacer de ellos finos cantantes. La llamada ingeniería genética es, hasta ahora, el último paso en el proceso de dominación del hombre sobre la naturaleza, dentro de la cual él mismo se encuentra incluido.Seguramente que en ella arraigan las relaciones mantenidas desde el comienzo por nuestra especie, la denominada con optimista designación homo sapiens, con otras consideradas inferiores, pues ahí, en el estado natural, se encuentra también, junto a la clásica -y ecológica- struggle for life, diversas formas de cooperación, a veces sorprendentemente refinadas y complejas, entre bichos de muy diferente condición y catadura. Son asociaciones semejantes a la que, en el estado de civilización, se da entre el cazador y su perro, o entre el pastor y sus animales. Pero la caza y el pastoreo tienen ya el sello peculiar de una premeditada manipulación de medios afines en que la civilización consiste, manipulación en un nivel elemental, muy distante de las situaciones a que nos tiene hechos la sociedad industrial y urbana donde hoy nacemos, vivimos y morimos.La existencia urbana, en efecto, nos aleja demasiado del contacto con el mundo de los demás seres vivientes, al que, si acaso, nos asomamos como espectadores en los programas educativos o recreativos de la televisión, quizá en funciones de circo u ocasionalmente en alguna visita al parque zoológico, pero sin participar de forma inmediata. Yo mismo, que pasé mi infancia en un tiempo, lugar y circunstancias donde la presencia de esos seres constituía experiencia cotidiana de rico contenido emocional, fui distanciándome con los años hasta hacérseme cada vez más extraño, más ajeno el trato con los animales. De ello pude darme buena cuenta hace algunos años cuando, estando en Marruecos, la casualidad puso ante mis ojos una escena que, por lo pronto, debió llenarme de curioso encanto. Desde una ventana de mi alojamiento vi cómo, en un patio vecino, un grupo de gente, jóvenes, mujeres, niños, un par de ancianos, rodeaban con festiva algazara a un becerro; hasta que mi encanto se trocó en horror: mientras que varios lo sujetaban, un hombre se le acercó, cuchillo en mano, y degolló al pobre animalito. Aquello que primero me había parecido una fiesta resultaba ser un acto truculento. Y todavía tardaría un buen rato en recapacitar y darme cuenta de que sí, de que en efecto era una fiesta, la fiesta del sacrificio. ¿O es que no me acordaba ya de la gran celebración ritual que era la matanza del cerdo tantas veces presenciada por mí siendo niño en mi tierra natal? De entonces acá -¡largo trecho!-, en la distracción de la rutina diaria, la carne había pasado ante mis ojos en un objeto de mercado como otro cualquiera. Pues así es: la carne que en las ciudades consumimos parecía no tener nada que ver para nosotros con la criatura cuyo cuerpo ha sido; entre ella y nuestro plato se han interpuesto las operaciones industriales y comerciales por cuya virtud se convierte en mero producto alimenticio.Entre tanto, ¿qué han llegado a ser para el hombre de ciudad los animales? Los animales vivos, digo; no los que describen las enciclopedias ilustradas, los que se ven en láminas de divulgación educativa, en programas televisivos o, a 'lo sumo, en la cautividad del parque zoológico en dominguero paseo con los niños; no, los animales vivos, en viva relación con nosotros. ¿Qué son ellos para el urbícola?

La aglomeración de gente en grandes concentraciones, complicada. con la desintegración de los grupos comunitarios, la familia en primer término, parece condenarnos a un déficit de afectividad que muchas personas tratan de suplir mediante el recurso de derramar, derivándolo hacia seres de otras especies, el cariño que no encuentra objeto o respuesta en la propia. A veces, destinatario de ese cariño vacante y menesteroso puede serlo algún animal insólito., sierpe, o saurio, o galápago, quizá tan indiferente al amor humano como acaso el absorto y aburrido aunque vistoso habitante de la pecera; pero más ordinariamente lo serán, cuando no nuestros fraternos cuadrumanos, los parlanchines o canoros volátiles, los ariscos felinos y, sobre todo, la casi inagotable variedad de canes cuya devota amistad hacia el hombre nunca de.i a de ponderarse. Aun sin llegar a transgredir los límites que la naturaleza decreta infranqueables, pero que -según los inflórmados aseguran- la salacidad humana traspasa con demasiada frecuencia, es cierto que, por regla general, los vínculos que unen a la bestia con su dueño suelen ser de una apasionada, conmovedora intimidad. Me atrevería incluso a pensar que -debido, supongo, a la elementalidad pura de tales vínculos- resultan con frecuencia más gratificantes para ,el ser humano que las interrelaciones con individuos de su propia especie. Y también más estrechos, más exigentes. No es raro comprobar cómo, en muchísimos casos, un animal doméstico logra esclavizar a su amo con tiranía mayor de lo que pudiera hacerlo un niño de astulla y taimada inteligencia. En el libro de mis Recuerdos y olvidos refiero algo sobre cierto perro sabio a cuya implacable voluntad vivía sometido con resignación un matrimonio de amigos míos, gente de gran refinamiento intelectual, espiritual y artístico; y como ése, ¡cuántos y cuántos casos no pudiera evocar cualquieral Ocurren a cada paso.

Por lo demás, no debe causar demasiada extrañeza esa inversión de posiciones por la que el dominado pasa a dominar a

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El hombre y otras alimañas de Dios

Viene de la página anteriorsu dueño, o el inferior controla a quien por principio y objetivamente está por encima de él, ya que puede descubrirse en toda clase de relaciones recíprocas. Pero en las del hombre con las alimañas, tal cual abundan dentro del ambiente urbano, la exageración chocante de la interdependencia afectiva induce a sospechar un toque de perversidad en la relación misma, por mucho que sea vivida con ánimo inocente y sentimientos delicados. Lo perverso consistiría en haber sacado de su medio natural a la bestia para incorporarla en domesticidad a un medio tan artificial, tan inadecuado, como es el de la civilización avanzada; en hacerle participar de las corrupciones humanas.Quiero aclarar en seguida que cuando me refiero a tales corrupciones no le estoy dando al concepto un sentido meramente ético, sino metafísico: el que corresponde al mito del pecado original; pues la caída de la primera pareja equivale a la humanización del hombre, que abandona el estado de naturaleza para iniciar el proceso civilizatorio. Ya nuestro padre Adán había intentado empezar a apoderarse de la naturaleza levantando sobre ella la cabeza al poner nombre a los distintos animales; y una vez adquirido el conocimiento del bien y del mal, no tardará en producirse, fuera ya del paraíso, el fratricidio entre su prole: el hombre subyugará a su prójimo y domesticará a las bestias... Ahora, en la avanzada civilización urbana de nuestros días, encontramos a los seres de la especie humana sirviéndose -con toda inocencia de ánimo y delicadeza de sentimientos- de otros seres vivos pertenecientes a distintas especies zoológicas, no ya para efectos de necesaria utilidad, en cuanto tales, explicables y aun disculpables (y en esta categoría entra desde la cría y cebo de los destinados al consumo, o bien su explotación en el trabajo, hasta la impiadosa experimentación científica), sino también como objeto de diversión.Los príncipes de siglos pasados mantenían en su corte, junto a bufones, locos y enanos, la ménagerie de sus bestias predilectas; los actuales señores de la ciudad, que lo somos todos sus habitantes, debemos conformarnos con poseer algunas de estas últimas, guardando, a costa muchas veces de graves sacrificios, bichos que sirvan de juguete a nuestros hijos, de prestigioso adorno a nuestros hogares, de compañía a nuestra soledad y, en fin, que de varios modos nos procuren satisfacción psíquica; esto, desde luego, a cambio de una abnegada entrega por parte nuestra, de un desvelo incesante y mimoso. Aunque también es cierto que, junto a la posición desmesurada de enfant gaté, atribuimoscon bastante frecuencia al animal doméstico el no menos cortesano empleo de enfant de fouet o whipping boy, y ello no tanto con fines de vicaria ejemplaridad como para descargar nuestros malos humores o quizá nuestras tendencias sádicas; lo más corriente, sin embargo, es que se le haga recipiendario de cuidados y atenciones tales que implican para el dueño una verdadera cotidiana ordalía.

En suma, las condiciones de extrema artificialidad dentro de las que, en el medio urbano, se desarrolla la relación entre el zoon politikon y los individuos de otras especies zoológicas hacen para ambas partes duros y aun dolorosos unos vínculos que, por lo general, son vínculos de amor.

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