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Conmemorar al revés

Algunas localidades andaluzas han hecho público últimamente un acuerdo municipal inmoderado. Me llevó su tiempo aliviarme de la extrañeza, pero el hecho es que esas localidades se disponen a conmemorar con metódica algazara, por si fueran pocas las que se avecinan, otro quinto centenario: el de su rendición ante las huestes cristianas. O sea, que, además de que se cumplen ahora cinco siglos de la demolición de esos últimos baluartes árabes en Andalucía, aún quedan por ahí adeptos al patriotismo de capa y espada empeñados en celebrarlo. La verdad es que ni son formas ni está la caballería para semejantes cascabeles.Aunque a mi edad las retóricas de almanaque tiendan ya mayormente a la extinción, puedo entender sin rebozo que se conmemore la llegada de Colón a América -la llegada, sin ir más lejos-, pero en ningún caso la casi simultánea salida de Boabdil de Granada. Si a partir de la hazaña de Colón se recompuso el mapamundi, a renglón seguido de la caída del reino nazarí -como ya se había perpetrado anteriormente por esas vecindades- se desbarató otro mundo. Recordar lo primero puede producir no pocas explicables complacencias entre los especialistas en natalicios egregios; rememorar lo segundo corresponde más bien a una sesión necrológica. Algo que, por supuesto, también se puede trasponer razonablemente al punto de vista de cualquier otro pueblo sometido.

Por muchos argumentos hislóricos e incluso demográficos que se opongan, siempre prevalecerá una evidencia: la zona andaluza correspondiente al antiguo reino nazarí fue árabe bastante más tiempo del que hace que dejó de serlo. De esa certeza se bifurcan otras conjeturas. Si bien las sucesivas desbandadas y expulsiones de musulmanes, mudéjares y moriscos propiciaron correlativamente una repoblación -y una acuciante repartición- de las tierras conquistadas a cargo de los reinos castellano-leoneses, no por ello se podían extirpar del cuerpo de la historia siete siglos largos de dominio islámico. Aun admitiendo que, con toda probabilidad, los andaluces de hoy no desciendan ni con mucho de los árabes de entonces -de los contados que se salvaron de la quema-, ese desaliño estadístico tampoco es suficiente para inocular el virus de la amnesia. O, para justificar que se festeje un expolio.

Tal vez todo dependa de una cuestión de maneras culturales o, mejor dicho, de las siempre inicuas trapisondas usadas por los conquistadores para neutralizar culturalmente a los conquistados. Como casi nadie ignora, la acérrima política de unificación de los Reyes Católicos -que hasta incumplieron con esa excusa las capitulaciones de Santa Fe- prolonga una estrategia implacable: la apropiación codiciosa y la safluda desarabización de Andalucía. Es lo que ya se había iniciado dos siglos y medio antes con Fernando III, santo matamoros, tras la ocupación de Córdoba y Sevilla y las consiguientes repoblaciones para paliar el vacío demográfico. Y lo que culmina con el triunfo cristiano en las guerras de Granada. Incluso Felipe II, unos 75 años después de la caída del reino nazarí -y unos 40 antes de que Felipe III decretara la expulsión de los moriscos-, envía a sus súbditos del oriente andaluz más contumaces una pragmática donde, entre otras sutilezas, viene a prescribir lo siguiente: "Tenéis que abandonar vuestra lengua, vuestra religión, vuestras tradiciones, costumbres, ropas y aderezos, y sobre todo esa manía vuestra, tan poco cristiana, de bañaros diariamente...".

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Resulta desde luego impensable que los dóciles destinatarios de esa prenda de concordia sigan catequizando de algún quimérico modo a quienes se disponen hoy no ya a ratíficar, con sumisión retrospectiva, mandato tan beocio, sino a festejar su cumplimiento con variadas clases de verbenas. Lo cual parece excesivo incluso como corolario de la adulación. Si no compareciera en el asunto cierta folclórica estolidez, podrían existir fundadas sospechas de que se trataba de un grosero regocijo de sacristía. Claro que la ciudad de Granada ya había incurrido en la periódica celebración del ocaso de su espléndida genealogía árabe. Pero, aun sin llegar a tan católico derspilfarro, algunos de los pueblos colindantes -situados en esa zona de la Andalucía oriental que resistió hasta poco antes de 1492 el asedio cristiano- han querido esperar al V Centenario para congratularse de ese despojamiento con unción por lo menos episcopal. Es decir, que, como Dios no lo remedie, Alá tampoco va a conseguirlo.

No estoy capacitado para encarecerles ninguna clase de moderación a los voceros de esos antiguos enclaves del reino nazarí. Pero tampoco tengo por qué reservarme otra prudencia adicional. O mucho me equivoco, o a estas alturas del milenio los contagios conmemorativos van a irse prodigando según se desempolven no pocas efemérides del rango de las gloriosas. De modo que también debe estar cercano el día en que podamos celebrar alguna que otra olvidada gesta devotamente referida a ]la conquista de Al Ándalus de paso, a la no menos magnánima de las Indias. Es como si ya se estuviese confeccionando en las reboticas de la tradición una propuesta de lo más didáctica: algo así como la demostración fervorosa de que el palacio que Carlos V mandó levantar -probablemente con oro azteca- junto a la Alhambra supera de muchos soberbios modos a la Alhambra propiamente dicha. Tal como anda de nutrido el censo de beatos, ni siquiera eso es inverosímil.

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