El derecho a que nos dejen vivir en paz
A Nikos Kazantzakis le gustaba citar un antiguo refrán chino: "Te maldigo; ojalá te toque vivir una época importante". Dudo mucho que la condena arrancara de los sobresaltos que sobre los organismos frágiles imponen las épocas importantes. La inmersión en un proyecto colectivo de cambio -o, en términos más pedestres y cotidianos, el puro impulso de viajar cuando suena la hora del ocio- es entorno que parece congeniar con el hombre de antes y de ahora. La maldición del refrán chino sentenciando a los adversarios a una época de mutaciones no podía referirse, pues, al trasiego en si mismo, a la incertidumbre frente al futuro, sino a otro fenómeno singular: al desespero de que son presa los colectivos que intuyen el sentido del cambio y de las transformaciones indispensables cuando el poder establecido -el establishment, en la terminología anglosajona- ejerce todo el peso del poder y del abuso del poder justamente en la dirección contraria.
La soledad, el confinamiento, los exilios interiores, los desgarramientos producidos por los potros desbocados del futuro y del Estado tirando en direcciones contrarias, ése era el infierno al que condenaba el refranero chino. Y este infierno sigue vigente.
A finales de la década actual, el establishment sigue pretendiendo que la defensa de los derechos clásicos ha colmado de contenido democrático la vida de las ciudadanas y ciudadanos de las sociedades posindustriales. Se delimitan milimétricamente los espacios de izquierda, derecha y centro; se desentierran los estandartes utópicos del siglo XIX; las supuestas relevancias de Azaña en la nueva economía de la información y el saber; los determinismos de Hayek o de Habermas, en el caso de los más ilustrados. Y, no obstante, la gente de a pie sigue arrastrando cadenas roussonianas de idéntico o mayor peso, aunque de materiales distintos: son los materiales con que se fabrican las violaciones de los nuevos derechos individuales de este fin de milenio que todos soportamos, pero que nadie asume su defensa. Todavía. El primero de todos es el derecho a vivir en paz, que cuestiona la utilización perversa y antisocial de las nuevas tecnologías de la información. De las dos alternativas de sociedad que sustentan las nuevas tecnologías, la presidiaria y la creativa, el Estado se ha inclinado -como era de esperar de su falta de imaginación y ejercicio sin miramientos del poder burocrático- por la primera.
En EE UU y Europa, en donde las cárceles ya no dan de sí para cobijar tanto náufrago rebotado por las bolsas de miseria y lo que sociólogos franceses llaman los nuevos pobres generados por el cambio social, se está contemplando seriamente la informatización de los presos o, si se quiere, la creación de presos electrónicos: gracias a las nuevas tecnologías, los delincuentes quedarían confinados en sus hogares, activando mecanismos de alarma centralizados en cuanto intentasen rebasar las fronteras de su propia -en el sentido más literal de la palabra- cárcel u hogar. O bien serían portadores de ingenios electrónicos que darían cuenta automática y sistemáticamente de su paradero. Gracias a la electrónica disminuiría el presupuesto de inversiones en cárceles y reformatorios, y los defensores de tales ingenios arguyen que bastaría con garantizar que los sistemas de identificación y alarma sólo se aplicarán a los culpables de delito a raíz de una sentencia judicial para los que no hubiese sitio en la cárcel. Igual como ocurre con las escuchas telefónicas.
La inclusión obligatoria del número de identificación fiscal en el carné de identidad que deben ostentar todos los españoles (los británicos, más resistentes al virus de centralismos y liderazgos autocráticos y con un índice menor de fraude fiscal que los españoles, han conseguido zafarse de todos los intentos de su burocracia en la misma dirección) merecería una reflexión colectiva si los súbditos fueran más conscientes de las nuevas amenazas, y los burócratas, menos inconscientes de la sociedad futura que están perfilando.
Lo relevante no es la inclusión obligatoria del número de identificación fiscal -sobre todo si realmente contribuyese a reducir el fraude o a incrementar los impuestos debidos-, sino que esa medida es síntoma de una estrategia pública en materia de control e información -la materia prima del siglo XXI- que, además de atentar contra las nuevas libertades, y muy particularmente contra el derecho inalienable a que nos dejen vivir en paz, ha optado por los esquemas agobiantes y vulnerables del pasado, sin contemplar los avances tecnológicos más recientes (mira por dónde, mucho más sincronizados ellos con el pulso de las gentes).
En materia de control o policía ciudadana fundamentada en el acopio de información sólo caben dos estrategias: centralizar toda la información disponible -verdadera e inconcreta, como hace con toda probabilidad el Ministerio de Hacienda- para que esté a la disposición permanente del Gobierno, e intermitente de los que puedan acceder desde dentro y fuera a los ordenadores centrales, o bien descentralizar la información para que sea la persona objeto del control quien la ostente.
En el primer caso, los costosos programas de informatización y contratación de controladores desembocan, en la práctica, en un escenario en el que toda la información disponible de un ciudadano, verdadera y falsa, está expuesta para todo el mundo: el Gobierno, los que la necesitan, los que no la necesitan para los fines con que se recabó, pero siempre sin el consentimiento del interesado. ¿Existe, por azar, un derecho individual más básico, al final de este segundo milenio, que el de impedir este acoso colectivo e indiscriminado?
En el supuesto alternativo de una estrategia individualizada del control de la información se cuenta ya con los soportes tecnológicos necesarios: las distintas tarjetas llamadas inteligentes, que en 1988 tendrán una capacidad de 16.000 caracteres de memoria, similar al ordenador central de la Telefónica en 1969 para sus tareas de facturación, contabilidad y nómina. La posesión por el ciudadano de un verdadero ordenador de bolsillo en los próximos años tendrá un impacto análogo o superior al que tuvo la aparición de los ordenadores personales en las actitudes empresariales, comportamientos individuales y, cabe esperar, los sistemas de control político.
Con las tarjetas inteligentes que se avecinan -y que debieran sustituir los costosos esquemas centralizados de control que, justamente ahora, se están poniendo a punto con tanto tesón-, los ciudadanos utilizarán su propio código secreto para acceder a la información almacenada: ficha sanitaria, académica, agenda, guía particular de teléfonos, servicios públicos y hoteles abonados automáticamente sobre el importe acreditado en la tarjeta por las empresas emisoras del servicio. Sólo el individuo puede acceder a su información. En el supuesto de robo o intento de utilización no autorizada, la tarjeta queda bloqueada o se autodestruye.
La información se protege como se protegen las cajas de seguridad en un banco: para abrirlas hacen falta dos llaves, la del cliente y la del interventor del banco, la del ciudadano por tador de la tarjeta y la de la entidad emisora del servicio incluido el Ministerio de Hacienda, por supuesto- En este caso habría determinada información a la que se podría acceder con carácter general, sin ninguna confidencialidad, por cualquier funcionario autoriza do; para penetrar en informaciones específicas, el funcionario necesita, en cambio, la identificación de su propio código y, por tanto, la autorización del ciudadano. Y, por último, ha bría información que el ciudadano guardaría con carácter estrictamente secreto y sólo asequible en situaciones excepcionales y en su propio interés. Parece obvio que la estrategia tecnológica en curso no respeta las libertades fundamentales por las que luchará con el mismo fervor de que antaño se hizo gala por la consecución del derecho de votar: la libertad del individuo frente al acoso burocrático, el derecho a proteger su información confidencial, o la libre utilización de esa información en determinados contextos y la privacidad absoluta en otros. El derecho nuevo e irrenunciable a que nos dejen vivir en paz.
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