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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Prudencia con la deuda

EN ARGENTINA, el presidente del Gobierno español se ha encontrado con un país preocupado por una situación económica compleja, hecha de altos y bajos, de intentos de estabilización y de planes de crecimiento que no terminan de cuajar en el marco de un comercio mundial cuyo débil crecimiento se ha vuelto aún más frágil tras la caída de las bolsas. Y todo ello con el peso adicional de una deuda exterior que supera los 55.000 millones de dólares y que equivale a más de cinco veces y media el volumen total de sus exportaciones. El simple pago de los intereses de esta deuda absorbe un 43% del valor de esas exportaciones.El llamado plan Baker no ha conseguido acelerar la actividad económica en los países endeudados. Las tasas de crecimiento han sido ligeramente positivas (en torno al 2% anual), frente al estancamiento y la recesión del período 1983-1985. Pero ello no es suficiente para promover a la vez el aumento de las exportaciones y un cierto desarrollo de la demanda interna que permita hacer frente a las necesidades de la población. Todo ello se complica ante el insólito hecho de que estas naciones son exportadoras netas de capital; es decir, que transfieren recursos a los países industrializados, y no al revés, como sería lógico.

Algunos Gobiernos han realizado esfuerzos para ajustar sus economías a las condiciones de los organismos internacionales y de los bancos acreedores para conceder nuevos créditos que sirvan para estimular el crecimiento. Pero estos planes de ajuste no han dado resultados ni en términos de eficacia ni, mucho menos, de solidaridad. La tentación de aplazar unilateralmente el pago de los intereses ha ido en aumento; muchos países lo han hecho en silencio, sin abanderar ideológicamente esa postura; otros han limitado el pago de una fracción del valor de sus exportaciones. La reacción de los grandes bancos norteamericanos, que son los que más han prestado, ha consistido en comenzar aprovisionar estos préstamos con cargo a sus beneficios, terminando así con la ficción de que los Estados siempre hacen honor a sus deudas. Al mismo tiempo se ha desarrollado un mercado secundario de la deuda de esos países, vendida con descuentos sustanciales. También se han puesto en vigor complejas operaciones cuyo fin es trocar deuda por inversiones a largo plazo.

La idea de perdonar una parte de la deuda, o, como acaba de hacer el Gobierno italiano con Argentina, transformarla en inversiones a muy largo plazo, sólo puede hacerse cuando los acreedores son instituciones públicas. Los bancos privados no pueden realizar operaciones semejantes en gran escala, pues, de hacerlo, lesionarían, gravemente los intereses de sus accionistas, muchos de ellos pequeños ahorradores que nada tienen que ver con los designios de la alta política. En cierta manera, son los Estados quienes pueden, con el dinero de los contribuyentes, aligerar el peso de la deuda de estos países. Existen argumentos de peso a favor de esta tesis, como el de la interdependencia económica, ya que el progreso de las economías occidentales sólo será posible si existe un mercado que se expande. Además hay que recordar que en el problema del endeudamiento son tan corresponsables los países que lo sufren como aquellas entidades financieras que prestaron sin tener en cuenta la prudencia habitual del negocio bancario.

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Pero también existen argumentos en contra, como son la falta de garantías sobre el destino final de los fondos. El dinero ha sido despilfarrado muchas veces por Gobiernos corruptos en gastos superfluos y otras ha continuado el ciclo de las evasiones de capital; es decir, por un camino entraban los dólares en los países en vías de desarrollo y por el otro volvían a los bancos de las naciones desarrolladas, sin aliviar las coyunturas. En estos casos se cumplía la expresión de que el dinero de los pobres de los países ricos terminaba en las manos de los ricos de los países pobres.

O sea, que resulta más que justificada la prudencia de Felipe González en Buenos Aires defendiendo que no es posible para España una condonación de la deuda (nuestro país es acreedor de América Latina, pero deudor de otras naciones e instituciones), aunque sí criterios de flexibilidad. Se trata de lograr que las cargas de los créditos no se conviertan en un freno al crecimiento y, por consiguiente, contribuyan al desprestigio de unas democracias recién nacidas y extremadamente frágiles. España puede y debe ayudar a los países latinoamericanos de que es acreedora, pero las soluciones que aporte han de ser realistas y acordes con la situación objetiva de la economía mundial y de la propia interna española. Las promesas de Felipe González en el sentido de estudiar la situación y ofrecer alternativas no son sólo un juego, de palabras. Es preciso hacer algo, pero queda por definir el qué.

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