El reajuste
El Hacedor hizo el hombre, el mulo y el mono a la vez, concediendo 30 años de vida a cada uno. Pero era un Hacedor benévolo, que al terminar el plazo los convocó para saber si asentían a sus respectivas suertes. Disculpándose por la ingratitud de pedir más, el humano dijo que la vida le había parecido maravillosa, aunque demasiado breve. Temiendo la impiedad de conformarse con menos, el mulo opinó que tenía suficiente con los 10 primeros años de la suya. El mono estuvo de acuerdo con el mulo. Desde entonces quedó establecido que el hombre viviría 30 años como tal, 20 como bestia de carga y otros 20 algo escaso de pelo ya e irritable, parecido a los simios viejos.La leyenda china vale -como los buenos mitos- para contar la historia de uno ahora mismo contando la de otros en otro tiempo. El hecho es que sobre esa suerte general, amarga y justa a la vez, vino a recaer luego un agravio. Cuando algunas culturas inventaron las autoridades y las herencias, la ley de vida empeoró para algunos tanto como pudo aliviarse para otros; la mayoría quedó adscrita al sino de la acémila desde el principio al fin, y un pequeño sector, al del hombre vitaliciamente.
Como para que no quedase desvirtuado el decreto del destino -se diría que extrayendo las consecuencias últimas del mito oriental-, Occidente inventó uno complementario, donde las tres edades biológicas se restablecían luego de atravesar las sociedades tres edades políticas. De acuerdo con él, en su infancia los hombres sufrieron reyes por la gracia divina; en la adolescencia soportaron consejos hereditarios, y al alcanzar la mayoría conquistaron un gobierno basado en el acuerdo del mayor número.
Quizá pecando de optimistas y de etnocentrismo, para algunos esta secuencia de la esclavitud a la libertad constituye el último nervio de la historia universal. Pero es indudable que ha prendido en el mundo, lanzándonos a grandiosas esperanzas de reajuste. La abolición de los siervos en sentido estricto, impulsada decisivamente desde finales del siglo XVIII, sumió a nuestra civilización en una dinámica que ensancha el centro al aplastar la altura, como cuando un cuerpo blando en forma de cono es presionado hasta obtener una figura más próxima al cilindro. Allí donde no hay lacayos de nacimiento todos somos un poco lacayos, y mientras la tecnología descubre una energía barata y buenos robots domésticos, la fuerza laboral -apenas un tercio de los vivos- cruje como las vigas de una casa vieja, sobrecargada de ancianos, parados, incapaces y listillos. Por lo demás, allí donde ese achatamiento de la pirámide se encuentra adelantado, las retribuciones dan señales de empezar a ajustarse a la penosidad y dedicación de cada oficio.
Con sus múltiples atolladeros, el proyecto derrocha mérito. Los ciudadanos de la antigua Atenas o de la Virginia colonial que inventaron la democracia eran propietarios de una docena de esclavos por término medio. Los que en Europa vienen sosteniendo con su voto las reglas del juego democrático no tienen ninguno. Al contrario que las sociedades de recolectores y cazadores, los Estados no surgen al nivelarse la población de un territorio, sino al crecer allí desmesuradamente las desigualdades materiales entre un estamento nobiliario-militar-sacerdotal y lo demás de la población. Concebido cuando la Tierra estaba medio deshabitada, en el seno de sociedades tan cultas y ricas como la virginiana o la ateniense, el sistema democrático sólo podía exportarse a verdaderos Estados con un profundo reajuste, cargado de ruido y furia en ciertos momentos, de estrechez y mediocridad en otros.
Parece innecesario aclarar en qué momento nos encontramos los españoles. Hasta ayer, el reino nacionalcatólico dependía de que, uno a uno, los individuos soportasen la posición donde habían nacido y defendieran ese sitio llamándolo honra. Aparentemente, las cosas se apoyan hoy sobre una eticidad menos alienada, postulando que cada ciudadano no se empantane en su privado interés inmediato y, al mismo tiempo, reclame una completa autonomía individual en la elección de vida y criterio. Montesquieu expresaba el núcleo del asunto con toda sencillez: si los gobiernos jerárquicos tradicionales se apoyan sobre el honor de los súbditos, las democracias no tienen más soporte que la virtud de los ciudadanos. En efecto, sin ciertas dosis de virtud -en especial, mucha paciencia- no es fácil sobrellevar los inmediatos inconvenientes. Al desaparecer la servidumbre hereditaria, fue inevitable que algunos tocasen de inmediato a menos, y que la gran mayoría se viese abocada a consumir sucedáneos y placebos en alimentación, diversión, lujo y hasta sosiego. La vida cómoda pasó a acontecer en descomunales hormigueros, donde las vacaciones se parecen cada vez más a visitar el metro en horas punta, haciendo cola en infernales atascos de tráfico para llegar a alguna playa polucionada o a un bosquecillo sembrado de basura. Aunque esto podría mejorar, no es realmente atribuible a un Gobierno u otro tanto como el número de consumidores que las cosas tienen.
Hoy las discordias surgen a la hora de pagar el Estado. Gracias al impuesto directo, ya es posible rascar a fondo el bolsillo de pobres y menos pobres la ancha franja de los empleados-, mediante simples descuentos mensuales que se convierten cada año en obligación de sufragar algo más. Pero hasta que se perfeccione la maquinaria fiscal, Dios sabe cuándo, quienes realmente tienen de sobra seguirán pagando impuestos indirectos; los más cívicos evitarán mandar el dinero fuera -a tierras de infieles, donde quizá queden bicocas laborales- para invertirlo en bonos públicos, aunque eso no contribuya exactamente a fomentar el empleo ni a redistribuir el producto nacional. Y como el sistema no debe parecer una reedición estereofónica del feudalismo, hay primas especiales para tecnócratas capaces de maquillar a la resultante criatura.
Merced a la flexibilidad del lenguaje, esto viene de la mano con el socialismo, un socialismo obrero. Los sindicatos protestan diciendo que sufragan la mayoría del gasto público los trabajadores, mientras el Gobierno contesta con alabanzas a la libre empresa y promesas de prosperidad futura. ¿No es ley de vida que los humanos sean mulos durante un buen rato? El caso es que un sofisma anda suelto. Con toda rotundidad, que viva la libre empresa, que vivan los ricos, que pueda siempre el ciudadano ganar muchísimo dinero y disfrutarlo sin voraces recaudadores. Eso no significa aceptar que pase por redistribución social de la riqueza un expolio fiscal de los humildes. Si ha de haber recaudadores, como parece, estos caballeros deben tener la bondad de montar la oficina principal donde hay abundancia, relajando su presa sobre quienes no tienen mejor caldo para mojar la cotidiana rebanada de pan que el sudor de su frente.
Porque el mulo es una edad humana, y el reajuste será pintoresco mientras esa edad sea condición vitalicia para algunos hombres y sólo fase transitoria (cuando llega a tanto) para algunos otros. El reajuste consiste precisamente en que esos extremos alcancen el término medio de una suerte temporal para todos. Tiene mucha gracia que la inspección se ponga seria con una cupletista y un cómico, o con quienes montan la lotería del minusválido -al fin y al cabo, currantes-, cuando la bolsa del verdadero fraude fiscal asciende a billones de pesetas y sigue creciendo. ¿Por qué no volver la vista hacia donde tiene sede? ¿Por qué en vez de investigar sueldos no se investigan signos externos de riqueza? Secularmente, lo más respetable de este país son viejas damas que, tras la mesa camilla, celebran periódicos consejos familiares con un hijo militar, otro clérigo y un sobrino banquero, a veces complementados por un yerno con algún cargo de relieve en la Administración; secularmente también, esos consejos han arreglado pronto los asuntos inmediatos -como el que el Banco de España cubriese ciertas quiebras, o que algún Ministerio comprara sus negocios ya no rentables-, para luego escandalizarse un rato hablando de los últimos ultrajes a la bandera, a la unidad nacional y a los valores imperiales de la hispanidad.
Crónicas serán las estrecheces y la mediocridad mientras estos patriotas no se convenzan de que el reajuste les concierne, y de que les conciernen sobre todo a ellos. Pero la convicción sólo van a inspirarla gobiernos que se pongan serios con quienes realmente tienen de sobra. Si no lo hace aquel a quien se concedieron dos legislaturas y mayoría en las cámaras, ¿quién podría? El caso es que no siempre poder significa querer, y el ciudadano se pregunta si será por miedo o por lucrativo cinismo. En realidad, lo uno no excluye lo otro.
Un paso más le permitiría preguntarse si semejante fontanería no será consustancial a la socialdemocracia europea en su conjunto, que lleva tiempo siendo el mal menor de aquí y allá. Mirándolo de cerca, resulta que el reajuste no está tan lejos de convertirse para nosotros en una discreta restauración.
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