Un espectáculo flojo
Lo grave del Malraux no es que sea pesado, con serlo bastante y a lo largo de casi tres horas; ni que sea un híbrido irresuelto entre teatro de la palabra y teatro de la danza; ni que las dosis de referencias literarias, políticas, psicoanalíticas y culturales en general (sin excluir las autorreferencias béjartianas) sean excesivas para un solo espectáculo, por importante que aspire a ser; ni siquiera que toda su estética -desde la música de Le Bars hasta el vestuario de Versace- lance un mensaje subliminal de culto a la violencia falocrática heavy de última moda, que va mucho más allá de la mística de la civilidad de la acción del autor de La condición humana.Lo verdaderamente grave es que, como espectáculo coreográfico -y Maurice Béjart sigue presentándose como un creador que utiliza primordialmente el movimiento del cuerpo humano para expresarse, aunque también recurra, legítimamente, a la palabra hablada- el Malraux es flojo y no está a la altura de lo que cabía esperar de quien en definitiva ha sido el principal responsable de la gigantesca popularización de la danza en Europa en los últimos 25 años.
Malraux, o la metamorfosis de los dioses
Maurice Béjart. Ballet de Lausanne (Béjart / Beethoven, Le Bars). Decorado: Henri Oechslin. Vestuario: Gianni Versace. Iluminación: John Van Der Heyden. Coreografía y dirección: Maurice Béjart. Palacio de los Deportes, miércoles 21 de octubre de 1987.
Malraux, o la metamorfosis de los dioses se desarrolla en un decorado único formado por una colección de grandes cilindros transparentes, que parecen la ilustración de una campaña profiláctica contra el SIDA. Plantea un recorrido, guiado por dos narradores, a través de la experiencia vital (Indochina, España, la Resistencia) y la obra literaria (La condición humana, L'éspoir) de aquella figura clave de la izquierda europea, que llegó, sin embargo, a ser ministro de Cultura del general De Gaulle. El personaje está interpretado por cinco bailarines que encarnan sus distintas facetas -el héroe, el aventurero, el diablo, el alocado, el escritor- y tiene su contrapunto en la figura de la muerte, interpretada por la americana Lynn Charles, que siempre le ronda.
Movimiento y acción
Salvo algunos momentos de la segunda parte, como el avance de los partisanos, que van cayendo y levantándose mientras se desenvuelve el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven, o el inicio de la escena del campo de concentración, en que por unos segundos la sutileza del movimiento de los pequeños grupos de prisioneros cierra todos los escapes de atención, no hay un intento sostenido de integrar el movimiento a la acción (o a la narración). La escena de la entrada de las mujeres españolas (de negro, encorvadas, con pañuelo a la cabeza y tocando palmas, por supuesto) tendría gracia como parodia absurda de la llegada de las sombras en la bayadera, pero el humor no tiene nada que ver en el asunto.En términos generales, la coreografía, casi siempre ceñida al más plano academicismo, llega a recordar a veces -increiblemente- lo que eran los intentos de hacer ballet moderno antes de Béjart, y sólo despega cuando, como en las últimas escenas, se va creando el típico momentum béjartiano que deja el regusto de lo ya conocido.
También son interesantes y cautivadores algunos de los solos para bailarines que se suceden en la segunda parte y en los que el maestro francés siempre se esmeró. Dan ocasión de descubrir a algunos de los excelentes bailarines -Gil Román, Michel Gascard, Maurice Courchay, entre, otros- que hay hoy en la compañía. De Jorge Donn, que oficia de, reina madre de todo el espectáculo, en el papel de el héroe, poco cabe decir a estas alturas.
No obstante, el público del Palacio de los Deportes, como el público de París, respondió bien a esa nueva invención béjartiana, y hay que pensar que no sólo porque: se sentía halagado de participar, en una obra complicada ni que: aplaudía retrospectivamente al Béjart, de hace 20 años, sino porque el desbordamiento de escenas y efectos, creando una sucesión de explosiones en el último tercio, termina por producir, a pesar de todo, una especie de agotada admiración a la que es difícil sustraerse. Como plato fuerte del Festival de Otoño no cabía encontrar nada mejor, con el sello de importancia parisiense y la carga polémica de este último Béjart. Era imprescindible que se viera en Madrid.
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