Generación

Le llamaban El Lobo. Había sido un muchacho gafudo, desbaratado y tímido, un estudiante callado y ejemplar. Cuando terminó la carrera encontró un buen empleo de directivo joven. Él entonces no lo sabía, pero reunía todas las condiciones para convertirse en lo que en el futuro se conocería como yuppie. Pero eran otros tiempos, y los coletazos de la contracultura sacudían la vida española. Así es que empezó por taladrarse una oreja, y por las tardes, cuando salía de la oficina, se arrancaba la corbata y se incrustaba su pendiente de guerra. Un día se tatuó un lobo azulón bajo la manga, y a partir de entonces prefirió olvidar su nombre antiguo, su nombre de estudiante conformista. Así como los muchachos de los arrabales fronterizos son hoy carne de presidio y pueden contar las bajas que han sufrido, así puedo yo enumerar ahora mis compañeros de generación que se han perdido, una camada que naufragó en la psicodelia y en el abrasador viento underground, carne de experimento y de locura. Ahora los marginados nacen, pero entonces se hacían; era una marginación entusiasmada y voluntaria.Así es que a El Lobo le crecieron los pelos y las barbas, su cuerpo vistió exorbitantes rasos orientales, su piel se curtió en la humareda de las noches. Abandonó el empleo y se marchó a la India, como tantos. Cuando volvió, mucho más tarde, había vivido demasiado; él, que siempre se tomó con seria honestidad todas sus cosas, había sobrepasado el punto de regreso. Ahí quedó, flotando en un magma sin tiempo, junto a los que se quemaron en la búsqueda de un mundo inexistente. Fue perdiendo amistades, contactos con la realidad y el habla común para entenderse. Mientras el país hervía de cambios a su alrededor, él permaneció siendo un petrificado símbolo de lo que fue. Últimamente se le consideraba un excéntrico, uno de esos seres ajenos y bisbiseantes que la Gente de Orden elude en la calle. Hace un par de semanas murió atropellado por un coche. Tenía 38 años y la grandeza de haberse convertido en emblemático.
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