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Alicia en el país de la Zaratustra

Una sombra locuaz se ha instalado en el presente cultural español: el tipo del filósofo escénico. Sobre él cabe recordar que algo hay, en materia de cultura, infinitamente más letal que la nada: me refiero a la impenitente y endogámica nadería. Ésa sí que, en palabras de un notorio embaucador de nuestro siglo, de verdad nadea ... y ningunea, o sea, roba al lenguaje su uso efectivo; a la razón, su savia, y al hombre mismo, su capacidad discursiva como interlocutor. Queda el eco, por supuesto, la interjección, la cita y el donaire. Todo, en la nadería mundana y académica, puede resultar susceptible de transacción, puesto que para los cultores de esta filosofía, ningún estado de cosas p es, en el mundo, objeto intrínseco de preferencia en enunciación o acto frente a otro estado no-p. El escombro conformista del filósofo escénico suele quedar enmascarado por el parapeto de su proximidad biográfica a quienes ocupan el poder, por sus referencias astutamente hedonistas, o por su torcida utilización de frases heredadas de las grandes corrientes emancipadoras del pasado. Consumidos los fuegos artificiales, sin embargo, el silencio revela la cura de almas, el hálito de la reconciliación, el saber vivir que casa a este pensamiento consigo mismo y con las cosas que sencillamente son. Como un Midas parlanchín, este tipo de alquimista intelectual prosigue impertérrito su labor, y en ella va trocando toda palabra en moneda. Él, por supuesto, no se debe a la crítica acumulada de razones y contrarrazones de las grandes filosofías pasadas, como era el caso cuando éstas generaban terrenos comunes de discusión y consensuado arbitrio. El filósofo escénico se debe siempre a su público, puesto que éste es quien lo ha creado y quien va tasando el valor de cambio de su mercancía. Como sucede con el político en la mayoría de las actuales democracias, la figura de este tipo cultural se constituye a fuerza de oportunidad, sondeo, publicidad e imagen. Y he aquí la novedad del fenómeno: su obra no es, como antes eran los destellos de un espíritu, auténticamente creador, la causa de la existencia de un público lector y discutidor, sino el efecto vicario de éste, más propenso, por composición y número, al entretenimiento y el espectáculo. De ahí las formas de expresión que el fenómeno adopta cada día: el filósofo escénico se vuelca o intenta volcarse en articulismo y columnismo de urgencia, en la composición de manuales de supervivencia para la posmodernidad, en los espacios televisivos del género variedades, en comunicaciones a congresos, simposios, conferencias, mesas redondas y, sobre todo, en la comparecencia febril en todo acto con el que cualquier entidad municipal, autonómica o bancaria precise colmar la casilla de cultura prevista por su presupuesto. Que de consuno se inauguren bibliotecas sin libros o que la Universidad sea un reconocido y por todos deplorado bochorno es una curiosa coincidencia en que, a este propósito, no suele repararse. Mas no constituye parco fruto de la filosofía escénica que la autoridad moral de sus administradores no vaya mucho más lejos, a la postre, que la de la tonadilleras y toreros: los congresos de escritores antifascistas, de reciente recordación; los vetustos gremios de intelectuales por la paz, en cuanto grupos constituidos y considerados por la opinión pública, son para siempre enterrada historia. De esta nueva "traición de los intelectuales" quizá algún día otro J. Benda levante dolosa acta. Que no olvide entonces que la inanidad del tipo coincide precisamente con el tiempo de su mayor popularidad y más general difusión de su obra.Es de todo punto vano (e ingenuo a estas alturas) polemizar con quienes ven en esa filosofía lúdica, o sea, juguetona, algo más que una mueca oportunista -signo de la crisis (como gustan repetir quienes no saben griego), sino de la sordidez de ese espacio de la cultura en España. Es vano porque (aunque sonroje recordar lo por todos sabido) discutir implica fijar cuando menos un lenguaje y un terreno común para la disputa. Quienes, como el Zaratustra de un escritor alemán, su remoto fautor, no son de esos a quienes se les pregunta su porqué, se cuidarán muy mucho de abandonar su armadura irracionalista e instalarse en el foro público del diálogo, o sea, allí donde, en pugna con la petrificación de otros discursos, sapienciales, místicos o dogmáticos, nació y floreció la idea misma de filosofía como actividad de hombres libres. Cabe incluso dudar si su labor de zapa posibilita aún tal foro. El propio soliloquio, o los diversos soliloquios yustapuestos -esta tartamuda panacea de la indigencia intelectual de un grupo- se ha revelado más dúctil a la hora de capitalizar la comparecencia pública en el medio escrito y, sobre todo, hablado.

Sin embargo, aunque la discusión con el tipo cultural aquí esbozado resulte estéril, quizá no lo sea tanto la reiteración de una admonición humildísima, pues, como apuntaba el viejo Gide, el olvido de unos siempre generará la repetición ajena. Desde el tiempo de la doncella de Jonia que, según relata Diógenes Laercio, rompió a reír cuando Tales se cayó a un pozo por mirar distraído el cielo estrellado, todas las actas de defunción de la filosofía se han revelado sospechosamente prematuras. La filosofía escénica no es, en el fondo, sino una más entre tales actas. "Habéis de reparar", nos insta hoy la contemporánea jonia del show-business, "en que racionalidad, rigor, verdad, halladas o in fieri, son ya, en filosofía, roídas piezas de un museo de esfuerzos inútiles. ¿Para qué familiarizarse, pues, con ciencias empíricas o formales? ¿Para qué estudiar economía, o biología, o historia, o matemáticas, como hicieron tantos ilusos que en el pasado profesaron de filósofos? ¿Para qué la reflexión rigurosa sobre el discurso que los hombres inventan con el fin de legitimar el poder de unos sobre otros y sobre las demás especies animales, de un sexo sobre otro sexo, o de una moral sobre otra moral? ¿Para qué, en fin, la aburrida erudición sobre lo ya dicho? Si tomamos este camino, acaso se nos amengüe el discurso, o nos sea fuerza remozarlo a la luz de materias de las que nada sabemos y cuyo trato nos restaría ese precioso tiempo que requiere la ubicuidad autopublicitaria. Trabajos de amor perdidos".

La filosofía escénica, como fenómeno antropológico, no se da en el vacío. Sus cultores reflejan y se aprovechan de los planes de estudios perpetrados en las facultades de Filosofía, en donde la interdisciplinaridad es generalmente rechazada. Si se aceptase al fin que la filosofía, si no quiere claudicar de sí, ha de conservar su carácter de discurso reflejo, y que por eso mismo encesita esencialmente de otros discursos, entonces una reorganización de los estudios filosóficos en tal dirección perturbaría letalmente a quienes estiman que la repetición de filosofemas -de espaldas a toda ciencia y a toda clave hermenéutica brindada por los saberes del presente y del pasado- constituye el fundamento y el cometido de las licenciaturas al uso. Los espíritus cándidos seguirán, por tanto, sorprendiéndose al observar que puede especularse profesional y profesoralmente sobre, por ejemplo, el problema mente-cuerpo, ignorando qué es una neurona, o pontificar sobre la Ciencia y el estado del conocimiento humano sin recordar la diferencia entre un círculo y una elipse, un ácido y una base, un electrón y un neutrino. Ilustraciones extremas, cierto, pero tal, es el resultado larvado del filosofismo endogámico que, en la Academia, amenaza con englutir a esos estudios en pura doxografía y, fuera de ella, con diluirlos en la nadería de la mundanidad escénica. No cabe fecundación entre estas dos especies estériles. ¿Muerte de la filosofía, entonces? Al menos su eclipse -siempre que Tales se cae al pozo y, aunque intente salir o hablar desde allá abajo, la doncella jonia lo silencia con su risa y presurosa enciende su lámpara de Alicia tras el espejo. Entonces el lenguaje recupera su primigenia oscuridad y las candilejas pueden medrar en él.

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Antonio Pérez-Ramos es doctor en filosofía por la universidad de Cambridge (Reino Unido). Actualmente profesa en la de Murcia.

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