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Quieren romper el equilibrio social

El proyecto de ley regulando las infracciones y sanciones sociales ha merecido la descalificación de la CEOE porque, en opinión del autor, rompe la idea de equilibrio social que subyace en la Constitución española y amplía las competencias de la Administración en la interpretación y aplicación de los convenios colectivos.

El Gobierno ha remitido al Congreso de los Diputados un proyecto de ley regulando las infracciones y sanciones en el orden social.La opinión pública ha podido verse sorprendida por la clara descalificación que la CEOE ha emitido acerca de tal proyecto. En efecto, hemos estimado que el citado proyecto de ley rompía el equilibrio social que dimana de nuestra Constitución. Los menos avisados han podido pensar que exagerábamos la nota y que no había para tanto.

Explicación necesaria

Creo que se hace necesaria una explicación clara. Ningún empresario español, y mucho menos quienes los representan, puede estimar que todas las conductas empresariales son legítimas y lícitas. Por eso al Estado le incumbe desarrollar las normas oportunas encargadas de precisar qué comportamientos son constitutivos de infracción y merecen, por ello, la sanción que corresponda.

El Estado no debe cruzarse de brazos ni dejar de actuar cuando comportamientos, activos o pasivos, de trabajadores y empresarios pongan en riesgo el bien común. ¿Por qué, pues, rechazamos un proyecto que, al parecer, pretende regular esto mismo: supuestos de infracción y las sanciones adecuadas a la gravedad de los mismos?

A nuestro juicio, el Gobierno ha remitido al Parlamento un proyecto que contradice la idea de equilibrio que subyace en nuestra Constitución, que rompía a su vez con el carácter paternalista-tutelar que era propio del sistema corporativista anterior. El Gobierno no puede arrojarse impunemente una frecuente y sistemática actuación administrativa en materia de relaciones laborales sin afectar el evidente equilibrio con el que éstas vienen funcionando desde el inicio de la transición política hasta nuestros días.

El principal problema es que el proyecto que comentamos no limita la actuación punitiva de la Administración a la fiscalización y corrección de supuestas infracciones de las normas legales, que se produzcan en las relaciones entre trabajadores y empresarios, sino que pretende extender las competencias de la Administración a la interpretación y aplicación de convenios colectivos.

Este campo estaba hasta ahora vedado a la acción de la Inspección de Trabajo, lo que no significa que no pudieran trabajadores y empresarios defender sus respectivas interpretaciones de las normas pactadas ante los tribunales laborales y que fueran los jueces, a la postre, quienes estimaran quién interpretaba de manera más ajustada la norma convencional.

Pues bien, el Gobierno pretende ahora introducir la acción inspectora en la aplicación y el desarrollo de un convenio colectivo. Resulta ingenuo que el Gobierno crea que, tras esta ingerencia, permanece incólume el principio constitucional de autonomía colectiva, y que a partir de la aprobación del proyecto de ley, sindicatos y organizaciones empresariales, trabajadores y empresarios van a seguir negociando sus convenios colectivos como si aquí no hubiera pasado nada.

Por el contrario, sin demérito de la honestidad que hay que atribuir al cuerpo de la Inspección de Trabajo, hemos de temer que la actuación administrativa se convierta en compulsiva para con una parte de la relación laboral, que son los empresarios, y bajo el principio de que para recurrir y reclamar es preciso pagar primero, el empresariado se vea sometido a la presión que supone una calificación previa por parte de la Administración acerca del carácter no legítimo de sus acciones o conductas, lo que, sin duda, restaría a ese empresariado libertad en las relaciones ordinarias que ha de sostener con los trabajadores y sus representantes.

Mucho nos tememos que en las futuras negociaciones colectivas los sindicatos reclamarán de la Administración-inspectora una criba previa del sector empresarial correspondiente, para que el peso de las sanciones ablande a los supuestos duros negociadores patronales.

Pesimismo

El proyecto de ley de infracciones y sanciones debe ser retirado por el Gobierno o modificado de manera que la actuación de la Administración se limite a evitar males innecesarios o mayores, llegando incluso al apercibimiento de los empresarios supuestamente infractores y, desde luego, excluyendo el contenido propio de la negociación colectiva como materia afectada por la actuación administrativa correspondiente.

Algo está sucediendo en nuestro país que nos obliga a ser pesimistas. Iniciamos el camino que nos ha permitido consolidar el sistema democrático, negociando con los sindicatos, y fundamentalmente con UGT, con la complicidad de los partidos mayoritarios -UCD y PSOE-, un nuevo marco de relaciones laborales que se hallaba caracterizado por los principios de autonomía colectiva y potenciación del convenio como norma contractual vinculante para las partes que lo suscribían y para la generalidad del sector si reunía determinadas condiciones; afrontamos asimismo el desarrollo de los derechos sindicales y asumimos además fortísimas reducciones de jornada durante los años 1980, 1981 y 1982.

Paulatinamente, el Gobierno ha ido quebrando ese marco de libertad entrometiéndose. en la fijación de condiciones de trabajo, justificándose en la capacidad del Estado para imponerse desde la ley. En efecto, la reducción de la jornada máxima legal, la ley Orgánica de Libertad Sindical, y ahora el proyecto de ley de infracciones y sanciones, están reduciendo a pavesas el campo propio de la negociación colectiva.

Si no detenemos el proceso, dentro de muy escaso tiempo ser empresario se constituirá en una heroicidad que, por su carácter de excepcionalidad, no será exigible a nadie.

Los sindicatos españoles, no están precisamente indefensos ni se les puede calificar de poco agresivos. Disponen de suficientes instrumentos con rango constitucional como para defender sus derechos e intereses dentro de un sistema laboral basado en el equilibrio social, sin necesidad de que recaben de los poderes públicos la realización de la tarea que a ellos nuestra propia Constitución les encomienda.

De otra manera, del examen detenido de la conducta empresarial durante los últimos años no se desprende que hayamos sido caciqueros, ni mucho menos reaccionarios, en la asunción de compromisos a través de acuerdos que han supuesto un indudable y arriesgado paso adelante.

Los sindicatos no pueden defender por un lado la negociación libre en régimen de autonomía y al mismo tiempo reclamar del Gobierno y justificar la previa actuación inspectora de la Administración laboral, volcada en el control de conductas tan relativas y propicias a toda clase de interpretaciones como las que se deducen del desarrollo y aplicación de los convenios pactados. Ésta es misión que corresponde a sindicatos y patronales, a delegados de personal y empresas, y a los jueces, el control y depuración de conductas que el empresariado acepta, porque distingue un Estado de derecho de aquello que no lo es.

Pensar otra cosa es reminiscencia del pasado y, en definitiva, excesos burocráticos que sólo conducirán a mermar lamentablemente la confianza empresarial, afectando con ello a los incipientes niveles de reactivación económica que estamos detectando.

Durante las últimas semanas, algunos lenguajes huelen a pasado. Nos hallamos ante una vuelta atrás. El presidente González, por propia responsabilidad histórica, debería evitar que ocurriera, porque conoce perfectamente el mundo de las relaciones laborales, sabe que romper el equilibrio social en que se mantiene y funciona puede ser gravísimo. Los interlocutores sociales hemos demostrado nuestra responsabilidad y nuestra mayoría de edad.

No es éste el momento de volver a viejos tutelajes históricos sobre el mundo del trabajo, es precisamente la hora de que las partes sean los protagonistas de sus decisiones y comportamientos, siempre sujetos al Estado de derecho.

es presidente de la CEOE.

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