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Kilogramos

Tengo un hermano que a partir de un momento de su vida no ha querido decir a nadie lo que pesa. Podrán ustedes pensar que se trata de alguien muy gordo y que por esa razón evita hablar de su obesidad. O, por el contrario, que se trata de un individuo tan flaco que oyendo su peso se le asociaría a un niño o a un enfermo terminal. Nada de esto. Simplemente, en una ocasión tuvo la certeza de que hacer público su peso era abatir las fronteras de una intimidad que, también en otros ámbitos, defiende efectivamente con ahínco.Pero fíjense aquí qué extraño pudor. El peso, a fin de cuentas, suele ser un factor demasiado rudo e indiferenciado. Calla todo sobre la riqueza de la materia y es ciego a las formas. Sería difícil con su ayuda obtener buena información sobre aspectos decisivos, especialmente referidos a seres vivos. Incluso podría decirse que, dentro de unos márgenes, el peso carece de valor diferencial en asuntos policiales, fotogénicos o de transporte.

Con todo, mi hermano ha jurado que no dirá su peso jamás. ¿A nadie? ¿No lo dirá nunca a nadie? ¿Será incluso capaz de morir sin decir a nadie lo que pesa? ¿Pasará toda la vida encerrándose en cualquier cuarto de baño para guardar en silencio la lectura de los kilogramos que marca la báscula?

La firmeza con que hasta ahora se ha comportado hacen creer en tal determinación. Pero ¿qué secreto será ese que guarda con tanto celo? ¿Podría darse el caso de que pesara una monstruosidad? Quiero decir, ¿no podría ser que, contra las apariencias, pesara una tonelada y quisiera esconder ese horror? O, por el contrario, ¿y si no pesa nada?

Desde luego, los conocidos, amigos y familiares podemos vivir muy tranquilamente sin conocer lo que pesa o lo que no pesa Ramón. Pero esto es sólo exacto cuando no lo tratamos. Basta recobrar el contacto, haber compartido una cena o unas copas, por ejemplo, para que se haga una tortura estar a su lado, seguir charlando e incluso riendo con él y no poder averiguar, sin embargo, cuánto pesa.

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