Un provinciano en Madrid
Esta es una visión de la ciudad de Madrid según un joven provinciano de Salamanca que llega a la capital de España y se encuentra con una geografía distinta de la que ve en las postales, desde el color al olor de las calles a las que acude. El lenguaje que usa para contar ese encuentro es el que domina en ese medio urbano.
El provinciano coge, va, llega, aparca, sube la maleta, baja el ascensor, vuelve, y la chupa que se abrió del buga. Los descuideros despellejan al incauto provinciano con la rapidez de demonios ubicuos. Sin cuero, lo dejan casi en cueros, para que vaya espabilando. La Villa genera un viento duro que cepilla la ingenuidad provinciana, un aire sucio que orea el provincianismo apolillado. Más que de hambre, Madrid mata de frío. Hoy, la Corte es un níspero vareado por sevillanas. Pero si la necesidad nos forzase a seguir a Hamelín, uno preferiría mojarse en los cálices bordeleses, en los ecos celestes y cálidos de la feria versallesca. Puro realismo. El azul de Rubén y el rosa de Juan Ramón. Por ellos sobrevivimos. El provinciano penetró en el feudo de oso por la ladera del Guadarrama, Generalife condecorado con la cruz de piedra. Pronto divisaremos la maqueta altiva, gora, gora, de este país roqueño. Madrid, Madrid, qué sería de España si ti. El Estado burócrata como un Drácula volátil. Madrid, como un vampiro al que le han salido vampiresas autónomas. Pero los vampiros son la hominización nocturna y alada de las sanguijuelas. O la humanización de los chupadores de almas. Nunca se sabe. El caso es que las provincias abastecen a esa multinacional ibérica cuya sede central es la capital. Plato del éxito, clip publicitario, Madrid consagra o desgracia al buscón provinciano. Hay que haber curado del mono rosa, el peor mal salvo el último, para poder resistir la sañuda polución madrileña. Ese halo renegrido que ensombrece el pulmón saneado, esa agresividad tiznosa que carcome el tierno tallo provinciano. La cara cándida, los ojos buscones, la voz dudosa, las preguntas tontas estigmatizan el estilo provinciano.'Holding' de barrios
Madrid es muy grande. Un holding de barrios como ciudades provincianas. Madrid entoña al provinciano en el anonimato y lo solitariza. Castellana-Recoletos-Prado y Gran Vía-Alcalá como coordenadas de Madrid, como cruz de motores y meniscos. El arrabal de Vallecas, adonde fuimos tres y volvimos dos, salió bien la transición. Serrano, decimonónico y señorito. Malasaña, con sus héroes angustos, sus calles gibosas, sus noches rancias. Sol enjalbegado, la plaza Mayor, plagio lánguido de la de mi ciudad dorada. Clasicismo levantado con los escombros de la plaza barroca. Cruje el osario de los dioses. Después no tuvimos romanticismo y eso se nota. Los patriotas no pasan por esas mariconadas, joven Larra. El Rastro, zoco quincallero, regatón, de esta civilización fenicia. Las macetas literarias de Moyano, contra los vientos de Atocha despejado. El Retiro, lúbrico de agua y amores, viejo de tierra. El Prado. Un laberinto sin plano. Muy difícil, quién lo duda, esquematizar el edificio con los nombres de los pintores en cada sala. La entrada es gratis, pero la salida, costosa. Tiras por cualquier lado y aquí Rubens, allá Rembrandt. Abajo, Goya, y arriba, también. A la izquierda, El Greco; a la derecha, Velázquez. De pronto, Tiziano; de repente, Rafael. Subes, y el Tintoretto; bajas, y el Bosco. El ciudadano va de sorpresa en sorpresa, y tiro porque me toca. A veces vuelve al mismo sitio, pero son gajes del juego. El tema está muy bien estudiado porque el placer visual cabalga sobre el hedonismo juguetón. Muy astutos. El museo sin plano. La pintura sin color. Hay países cuya historia es una lucha a muerte contra la inteligencia, y de eso no se sale impunemente, a qué santo. Algunos se mudan sin lavarse y luego pasa lo que pasa. Pues que el aroma sonrosado se soluciona en aura retroactiva, por ósmosis. De ahí el reciente jirón del subeditorialista de este papel consciente. Pero volvamos al espacio exterior. Huertas con música que trepan por los balcones, como enredaderas del aire. La putería aledaña a Gran Vía, magdalenas desconchadas sin un Cristo ni un Proust que las salve, vírgenes caídas sobre camas chirriantes, madres violentadas por la miseria. No es que los bajos fondos estén roñosos, pero a nadie le disgustaría, creemos, que les sacaran un poco de lustre. Descansamos en la paz del Gijón, fermentón de romances, escaparate famoso, los ensueños caedizos. Descansamos de tanta, hojarasca arquitectónica, descansamos del rompecabezas urbanístico que desbarata los sencillos esquemas provincianos. Huérfano de apellidos heroicos, tutor de déficit; manco de fama, cojo de talla; con figura de largo Groucho más que de bello Bosé, el provinciano, con estas cualidades, tiene el acceso impedido a los salones viscontianos y a los hoteles venecianos, a los cócteles cultos y a las salas faranduleras, a las discos guapas y a los pub pijos. El provinciano es un pobre fisgón en Madrid. Ni con un mísero masaje podemos regalamos. La provincia es como una familia donde los conocimientos nos tienen controlados. Madrid nos entoña en el anonimato y nos libera. Cualquier madrileño sabe que el espacio es el cuerpo del tiempo.
Alma del espacio
Es decir, el tiempo es el alma del espacio. El tiempo se entretalla en el espacio y no da tiempo para nada. De ahí la marcha madrileña. Currantes corriendo tras el bus, tras el metro, tras el alba vaga. Funcionarios esprintando tras el reloj bigardo. Ejecutivos que pierden el maletín. Los jinetes de Santiago, esos caballeros de chupa y navaja (jeringa) que te alivian la dermis (linfa) por cuatro libras. (Los rapaces se ponen serios, don Manuel.) Doncellas como gacelas. Ambulancias como locas. Policías como misiles. Andares crepitantes. Una babel de ruidos. Madrid, a ritmo de Ramoncín, y la provincia, al de las maracas de Machín. Luego, la media nos da un pasodoble, un Chaplin preinformático. En Madrid, el tiempo corre en Ferrari y pone en aprietos el cicloturismo provinciano. Uno derrapa con estos acelerones. Uno no calcula el tiempo de acercamiento y los bólidos te astillan la tibia a la que te descuides. Uno, de correr, al compás de Ana Belén. Los mendigos, quietos, muflones de la calle con sus carteles muñidos, muñones de la tierra en libertad harapienta. Los tiempos nos fueron hoscos aquel fin de semana. Nos ventiscó, nos diluvió, nos heló y nos jorobó abril con sus aguas y fríos mil. El tiempo actual lo diseñó hace siglos el estilizado Ruiz de Alarcón. Góngora lo inmortalizó con dos trazos irónicos: "La que adelante y atrás / gemía concha te viste". Observemos la espectacular estética de gemina cara, el sincretismo de te viste y la ambigüedad del primer verso. Un par de posmodernos. Pero el Inca de Madrid es el taxi. Cóndor rastrero que domina el espacio-tiempo madrileño. Halcón einsteiniano que enseña al provinciano que la distancia más corta entre dos puntos es la curva. Qué velocidades para la parsimonia provinciana. Qué celeridades. El provinciano anda espantadizo. El provinciano se enfosca en la humanidad borrascosa porque no es bueno contradecir al turbión madrileño. Mejor entrizado que hollado. Nos ha fastidiado, tú. Ahora bien, en lugar de la Cibeles, algo cochambrosa, podrían poner una punk cobriza recuadrada por un taxi descapotable. La calle enarbola / arrebola sus rizos de asfalto y los disparos de goma peinan la manifestación como un granizo brutal contra los brotes renovados de la primavera. El último eslogan municipal dice que mi ciudad, hoy, se mueve. Bueno, Manolo, será contra lo nuclear.
Calle a calle, hora a hora, el provinciano llega al punto indefinido, al clímax del que emerge ese vector vacío que es la mujer. La mujer madrileña lenifica Madrid. Vamos del frontal al pubis, del cabello al vello: las dos caras humanas, una como repetición de la otra. Así somos. Un cruce de seso y sexo. Un cosido de historia y biografía. La mujer lleva en su seno la historia y uno asimila las historias madrileñas gracias a las visitadoras de fin de semana que vienen a mi ciudad. Porque uno, con aquellas cualidades, no ligó nada en Madrid. No espabilas, Jeremías. No ligamos, pero sí huroneamos los tres círculos madrileños. El Círculo, de Bellas Artes, con un par de yuppis, tres premodelos y cuatro cuarentonas. Menos pasarela de la que cuentan. La glorieta de Bilbao, de Malasaña, a Cliché, círculo cruzado por la calle de Larra, linde de la manzana donde pernoctamos. Por aquí pululan desde las tribus musicolgadas hasta la provinciana perdida. El tercer círculo es el de las niñas pijas. Sólo pudimos husmearlo desde las aceras, pero el empedrado era de alta calidad. Para qué mentir, las pijas, las bien, son las buenas. Uno fue a Madrid porque en provincias la cosa del ligue deviene muy floja. Pero nada. Respecto de mis bellas paisanas, la madrileña alarga la talla, afina el talle, alisa el triceps, saca pecho, larga lengua, laxa boca, facilita la cosa. Madrid nos cansa la pierna como la edad la entrepierna, que no el deseo. Es la gran tragedia. Envejecemos, pero siempre hay dieciochoañeras. En el fondo, la posmodernidad es un invento de los treintañeros para levantarles las ninfas a los veinteañeros. Pero hay que disimular. La moda yuppi, modelo de la pos, requiere alto standing, inalcanzable para bolsillos menores, generalmente desocupados. Con pos o sin pos, el provinciano piensa, con permiso, que la virtud está en lo inviolable, sustancia que insemina lo prohibido. Retumba en el osario celestial. Y en la vida hay que ser virtuosos. Quizá el hombre no es más que la sombra angelical de una adolescente. Y todo esto no es sino el púdico y osado homenaje al restaurador y animador de Madrid. Del español, niñas mías.
es un joven escritor salmantino inédito.
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