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Tribuna:PRESENCIA HISPANA EN NORTEAMÉRICA
Tribuna
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California, la América de América

Ha habido y hay muchas Californias, sin hablar hoy aquí de la mexicana Baja California y sin distinguir entre la Northern y la Southern California. La primera de las conocidas, tras la de los exterminados indios, fue, en el siglo XVIII, la de fray Junípero Serra y sus misiones: Santa Bárbara, San Diego, San Francisco, San José, San Mateo, Santa Mónica, Santa Cruz, Santa Clara, Santa Rosa, Santa Paula, San Clemente, San Bernardino, Santa Ana, San Luis Obispo. Y, por si todavía parecen pocos estos católicos e hispánicos nombres, agréguense a ellos los tan sonoros de Sacramento, capital del Estado, y el de Los Ángeles, la ciudad más extensa de Estados Unidos y quizá de todos los Estados, así como San Joaquín Valley. Otros topónimos, no por laicos son menos hispánicos: Palo Alto, Carpintería, Salinas, Monter(r)ey, Fresno, Montecito, Goleta... Poéticos algunos: Ventura, Escondido, Sausalito; de extraña grafía otros, como La Jolla.Si el siglo XVIII fue el español, la primera mitad del XIX fue el de los californios mexicanos, hasta que el país fue anexionado por Estados Unidos y convertido en un Estado más, pronto conocido, tras el golden rush, por el Estado del oro. Época de los bandidos, gringos unos, latinos otros, así Joaquín Murrieta, el Famoso entre los Murrietas y entre todos los bandidos, bandido generoso, como sus coetáneos andaluces, bandido de mítica cabeza degollada por los gringos, legendario personaje cantado en populares corridos mexicanos, también por Pablo Neruda en Fulgor y muerte de Joaquín Murieta (su nombre admitió tantas grafías como cabezas hubo, legendariamente, capaces de sostener sus hombros), quien le hizo arbitrariamente chileno, personaje estudiado por mi antiguo alumno en California, hoy profesor de la universidad de San Francisco, Albert(o) Huerta.

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California española

¿Qué queda hoy de esa California española y mexicana? Quedan los nombres de antiguas familias españolas, quedan muchos norteamericanos de origen mexicano, los namacios chicanos, una continua inmigración de mexicanos y algunos nombres de calles que han venido a agregarse a los viejos toponímicos, así Salsipuedes, todo junto; Calle Cita, separado; Isla Vista, Sábado Tarde y la Alameda del Padre Serra, que los anglos, incapaces de tan larga prosodia española, denominan A.P.S. La California del final del siglo pasado fue la de la espléndida ciudad de San Francisco, la más bella, sin duda, de Norteamérica; la del comienzo del siglo XX la del terremoto que la destruyó, la del auge de Los Ángeles (L. A. para los anglos), que desarrolló, como después la de autopistas, la red de ferrocarriles periféricos más tupida del mundo, y la del orto del Hollywood del cine, que en un tris estuvo de no ser Hollywood, sino, precisamente, mi ciudad, Santa Bárbara.

Las misiones, el oro, el cine... En los años sesenta, los hippies, las comunas, el student power, la contracultura (y también, ay, Reagan gobernador, Nixon presidente y el Orange County). Yo llegué a California, primeramente a San Diego-La Jolla, donde estaba Marcuse, en 1966, y continué yendo allí hasta 1977, donde hice, con Román Gubern en Los Ángeles, para los españoles con derecho a voto, residentes en California, la primera y única campaña electoral de mi vida. Y, por los mismos años, la agricultura y vinicultura más avanzadas del mundo y el descubrimiento europeo de las bellezas naturales del Yosemite National Park, el lago Tahoe, el Death Valley (recuérdese la película de Antonioni Zabrinsky Point), las gigantescas sequías del Norte, Palm Springs, Hot Springs y el Seventeen Mile Drive. Y ya en los años setenta y la época actual, el Silicon Valley y el chip y Palo Alto, y antes y después,_ Berkelev y Stanford- Caltech y los Think Tanks, la tercera revolución industrial en suma, cibernética, informática y telemática, y los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, el último gran empujón en la tecnologización del deporte y la creación del atleta artificial.

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Un amigo mío, norteamericano del Este, solía decirme que me había ido a vivir a lo que para ellos era lo que para nosotros, europeos, América, la América de América, la América del futuro. Y así era, así es y sigue siendo. La vanguardia no sé si de la cultura, sí de la civilización tecnológica, se ha desplazado de Europa y las orillas del Atlántico a ambas orillas del Pacífico, a California y Japón. Yo no sé si eso de la reconversión y de las nuevas tecnologías es, en los labios de nuestros políticos, algo más que píos deseos. Pero en el supuesto afirmativo, la relación de España con California reanudaría la historia sobre la base de una lejana presencia, acuñada en el puñado de nombres aquí recordado, y haría posible el difícil reciclaje posindustrial de nuestro país (y no solamente en nuestro país). Aunque yo, demasiado viejo ya, por más que Paco Umbral se pregunte si soy un posmoderno, termine este artículo confesando que mi California no puede ya ser otra que la de aquellos años sesenta, los de mi rejuvenecimiento, que debo, por paradójico que parezca, al franquismo, que me empujó a ir allá.

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