Sospechoso
Se encuentra muy extendido en nuestro país, particularmente en las grandes ciudades, un modo de intervención policial cabría decir que por muestreo. Los componentes de las patrullas urbanas interceptan cada día, a discreción, a un número indeterminado de viandantes, sobre los que se ejerce un control de identidad y, como se verá, también otro tipo de controles.De este modo, no porque haya pasado o esté previsiblemente a punto de pasar nada en concreto, sino más bien para ver qué pasa, los agentes abordan a aquellas personas cuyo aspecto o actitud les resulta sospechosos.
La cosa podría quedar en mera coerción a la exhibición del DNI o incluso en la rápida verificación informática de si pesa o no sobre el interesado alguna reclamación pendiente, y no dejaría de plantear serias dudas acerca de la legitimidad constitucional de tal práctica. El simple aspecto no puede verse criminalizado (y de eso se trata) en un sistema penal que ha hecho suyo el principio de presunción de inocencia y sólo conoce de actos y no de intenciones ni de supuestas predisposiciones a delinquir, y tampoco la actitud, que además en el lenguaje de los atestados suele referirse a una pura expresión de la preconducta. La sola presencia en un sujeto de determinados estigmas indicativos de su adscripción a algún sector social en el que es porcentualmente mayor que en otros la emergencia de Ciertas conductas delictivas o irregulares -como, por ejemplo, el tráfico o consumo de algunas drogas- no puede justificar modalidad alguna de actuación policial preventiva indiscriminada. O, mejor dicho, significativamente discriminatoria y selectiva a partir de una simple sugestión basada en el dato sociológico.
Posibilidad estadística
Así, la abstracta posibilidad estadística, y tampoco la presunción más o menos empíricamente fundada de encontrar alguna sustancia proscrita en poder de alguien que no ofrece indicios objetivables y actuales de implicación en un supuesto delictivo preciso, de alguien que simplemente va por la calle o permanece en un lugar público, como suele ocurrir, no presta el mínimo apoyo legal para una limitación de su libertad, por más que algunas de sus connotaciones personales puedan herir la fina sensibilidad del celoso funcionario. Sobre todo cuando entre nosotros no se encuentra penalizado el simple consumo ni la tenencia con esa finalidad de cualquier clase de sustancias, por continuar con el mismo y expresivo ejemplo.
Pero no es sólo cuestión de la disposición espontánea o personal de tal o cual agente, y ni siquiera de un número mayor o menor de los que componen las fuerzas y cuerpos de seguridad. Es más bien todo un diseño de política de orden público y de política penal el que se expresa en la forma de comportamiento policial a que se está haciendo referencia.
Una política que estimula ese género de indagación intuitiva, no sólo ya predelictual, sino que anticipa incluso su proyección a momentos y modos de comportamiento que en absoluto cabe considerar jurídicamente asimilables a actos ni aun remotamente preparatorios de alguna actividad delictual.
Por otra parte, esa actuación preventivamente-represiva ya no se detiene en los límites de la verificación de identidad. La mera impresión puramente subjetiva de que alguien pueda hallarse en posesión de una simple papelina conlleva para él, cabe decir que habitualmente, un altísimo riesgo de ser sometido a un concienzudo cacheo de arriba abajo a partir del momento en que entre en el radio de acción de una patrulla de la policía. En cualquier lugar y sobre la marcha. Y si la sospecha llegase a encontrar confirmación, el desventurado poseedor -no importa que sólo para su propio uso-, no obstante la clarísima irrelevancia penal de su conducta, vivirá con toda probabilidad una kafkiana experiencia. Experiencia: que tendrá fin 48 o 72 horas después, tras haber sufrido una pena atípica de privación de libertad.
Malversación profesional
En este contexto, el cacheo callejero ha pasado a ser un ingrediente más de la cotidianeidad de no pocas personas. Una de ellas X -por citar un caso tan real como la vida misma, uno de tantos, documentado además en papel de oficio-, transeúnte a quien la dosis le fue localizada "en sus partes", según relata en clave de recio sabor costumbrista el instructor del expediente policial, o Y, ciudadano de un día cualquiera, sorprendido in fraganti, esta vez en el acto de comprarse un helado, que fue conminado "a que se bajara los pantalones para ver lo que se encontraba o llevaba dentro ( ... ) diligencia negativa" (sic), que, por fortuna para el sujeto, tuvo lugar después de ser conducido a un portal próximo.
En la moderna ciencia penal de inspiración democrática se ha dado con un criterio sumamente productivo, sin duda, para descubrir el verdadero rostro de un orden sancionador. Se le ha llamado de "orientación a las consecuencias", y postula que la única vía por la que un sistema punitivo puede justificarse, resultar coherente, pasa por la producción efectiva de los resultados que dice querer y la evitación de aquellos que formalmente se rechazan. Tal vez no resulte igualmente fácil para todos, pero sería desde luego útil, democráticamente muy útil, reflexionar sobre la verdadera naturaleza de los valores o no valores a que sirven prácticas policiales como las aludidas, que además de hallarse en franca colisión con principios constitucionales básicos y gravar pesadamente la existencia de muchos, representan una evidente malversación del esfuerzo profesional de muchos trabajadores al servicio del Estado.
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