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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Cumpleaños feliz

Desde que a la muerte de su madre se quedó sola en casa con él, las cosas habían ido de mal en peor, pero jamás se habían complicado tanto como últimamente. Porque podía tolerarle a papá que, ignorando el luto y apenas un par de meses después del sepelio, hubiera vuelto a sus bromas pesadas de siempre, pero que anduviese en calzoncillos por la casa era pasarse de la raya. No se lo podía consentir, pero tampoco sabía cómo impedírselo, de modo que, excluida la posibilidad de irse a vivir a otro sitio, tendría que aguantar como fuese, resistir.La primera vez fue como por descuido. Al fin y al cabo, era noche cerrada, ninguna brisa se había llevado el calor bochornoso de aquel día de verano y quizá no era de extrañar que también él estuviese desvelado. Ahora bien, que hubiese abierto la puerta, y con aquellas pintas, justo cuando ella pasaba delante, camino del baño, parecía demasiada coincidencia.

-Tráeme algo fresco de la nevera, Remedios" -le dijo él, aparentando sorpresa, pero sin hacer siquiera ademán de tener intención de cubrirse un poco sus pellejos de estibador retirado. Y sonriente, como si presentarse de aquella manera fuera de lo más normal, como si esta clase de confianzas fuesen apropiadas para la relación entre un padre y una hija.

No sin antes haber pasado por su habitación para ponerse algo encima del camisón, Remedios preparó una bandeja con agua y cubitos, sin poder apartar de su imaginación aquel cuerpo que tan fuerte había sido y que, incluso en la vejez, conservaba todavía, en la rotundidad de sus bíceps, en la desmesura de aquel tronco -enorme montado sobre unas piernas proporcionalmente canijas,-una firmeza metálica.

CASO OMISO

Hizo caso omiso de su intento de entablar conversación, le dejó la bandeja en la mesilla de noche y se fue, cerrándole la boca con un severo buenas noches.

Pero de nada sirvió aquella entonación que pretendía devolver las cosas a su cauce, porque a partir de entonces la escena volvió a repetirse, y a todas las horas del día. Remedios estaba de vacaciones y, como de costumbre, tenía que pasarlas en casa. Aunque él fingiese cada mes rechazar la ayuda económica de su hija, en realidad seguía aceptándole aquella mitad del escaso sueldo que Remedios le había dado desde el día ya lejano en el que cobró por primera vez su mensualidad de taquillera. El resto no le alcanzaba, por supuesto, para viajes de placer ni ensoñaciones semejantes. Por otro lado, Remedios sabía muy bien que con sólo la pensión de su padre no le hubiera dado ni para tomarse una cerveza y apostar cuatro duros en su partida de todas las tardes, y con la misma certidumbre sabía que esa cerveza y esa partida eran lo único que le impedía, sobre todo desde que enviudó, dejarse morir, pues eso era, a buen seguro, lo que hubiera hecho de no contar con algún pasatiempo.

En cada una de sus descocadas apariciones en paños menores él hacía como si nada y, al mismo tiempo, como si esperase algo que Remedios prefería ignorar. Es más, la miraba como si fuese ella la que estuviera en. falta.

No cabía, sin embargo, la sorpresa, porque era lo de siempre; algo más exagerado y fuera de lugar, pero lo de siempre. Se había pasado la vida dirigiendo lo que él -y sólo él- llamaba piropos a cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Costumbre en la que la presencia de su esposa jamás le había detenido, pues, a lo sumo, moderaba entonces los requiebros para, de salaces, transformarlos en meramente amorosos.

Claro, que siempre se había encontrado con algunas que jug4ban con él a este juego, incluso entre las vecinas, que más de una vez habían tenido trifulcas con sus maridos por haberle aceptado aquellas frases tan ingeniosas como diabólicas, aquellas miradas tan atrevidas como repugnantes. Mujeres vanidosas y descaradas, que estaban dispuestas a pagar cualquier precio por sentir la adulación de su deseo.

BROMAS

Ni ella misma se había librado de lo que él llamaba sus bromas. Sobre todo a partir de la adolescencia, Remedios tuvo que soportar que en el comedor, en el pasillo o en la calle, a la vista de todos, se abalanzara sobre ella diciéndole que iba a comérsela a besos. Y no sólo diciéndolo. En un par de ocasiones había llegado a tumbarla en el suelo para después, viéndola tan ofendida, decirle, mientras la ayudaba a levantarse: "Tonta, más que tonta. ¿No puedo tomarte un poco el pelo?". Y lo peor era que su madre le defendía, hasta le reía la gracia, y encima acababa enfadándose con ella por negarle el perdón. Entonces le venía con aquello de que era una estrecha, que así no se casaría nunca.

-Además, sabes de sobra que es un guasón. ¿No le conoces?

No, nunca había llegado a conocerle, porque, aunque estaba segura de que aquellas acometidas eran mucho más que simples bromas, tampoco habría imaginado nunca que al poco tiempo de haber enterrado a su mujer pudiesen pasar las cosas tan de castaño oscuro. Sí, era una tonta, pero no por los motivos que ellos decían, sino por no haber adivinado a tiempo el cariz que empezaba a tomar la situación. Por haber creído que los nuevos arrebatos eran pasajeros, un extraño pero justificable modo de superar el desgarramiento que papá había padecido.

Porque a su madre la había querido, pese a todo, de verdad. Y no sólo querido. Si bien era cierto que apenas tenía consideración para los apuros que su es posa pasaba, por mucho que di simulase, cuando veía que su marido le metía mano a la primera fresca que se dejase, también era verdad que se propasaba incluso con su mujer. Aunque estuvieran casados, ésa era la impresión que producía cuando, por ejemplo, le colaba la mano

Feliz cumpleaños

por debajo de las faldas cuando ella llegaba a la mesa con la sopera. ¡Y cómo se reían, en especial el día en que la sopa se derramó sobre el mantel!Remedios no le había perdonado nunca a su madre que se lo consintiera todo, que le riese los chistes más obscenos. Pero sabía que ni ella misma merecía perdón, porque, aunque se hubiese abstenido siempre de aplaudir su descaro, muchas veces había callado, y callar es consentir.

Ahora ya era tarde, no hay quien pueda con una costumbre establecida. Lamentarse de que en su vejez siguiera con las mismas era tan indigno de respeto como el vicio que suscitaba estas lamentaciones. No había lugar para protestas ni quejas. Era, sin embargo, necesario pararle los pies como fuese, porque las cosas estaban tomando un giro tan inesperado como torvo.

No se sentía segura, y hasta pensó en llevarse un cuchillo al dormitorio para guardarlo escondido debajo de la almohada. Tan pronto como regresaba a casa de la piscina y de dar un paseo, temía verle aparecer, saliendo como un fantasma del rincón más oscuro, con un braslip, eso sí, muy limpio, y la sucia sonrisa de siempre en los labios. ¿Qué quería? No se sentía con fuerzas para averiguarlo y evitaba las elucubraciones, que sólo conducían a tenerle más miedo.

Una noche se despertó sobresaltada. Cierto ruido extraño sonaba en alguna esquina de la habitación. Era un leve crujido, como de papeles. No supo si se había despertado al oírlos, o por culpa de aquella pesadilla poblada de brillantes -orugas amarillas con listas verdes y erizadas de espantosos pelos urticantes. Sólo cuando, tras un buen rato de atenta escucha se convenció de que el ruido también formaba parte del sueño, se atrevió a levantarse. Fue a la ventana, enrolló la persiana y se quedó mirando la rojiza bruma, quieta y turbia, que permanecía posada sobre el lejano centro de la ciudad. Poco a poco logró así tranquilizarse del todo, e iba a volver a la cama cuando, inconfundible, sonó de nuevo el mismo cric-cric. No lo había soñado. Y no quería creerlo, pero era indudable que había alguien más en la habitación. ¡A tano podía haberse atrevido! ¿Y con qué intenciones? Volvió la cabeza muydespacio, por si estaba mirándola, y observó por el rabillo del ojo la única pared que alcanzaba a ver en esta forzada posición. Notaba el desbocado latir de sus sienes, el dolor de la lengua mordida nerviosamente Fugaz e intermitente, el ruido seguía sonando, pero en la oscuridad apenas si lograba encontrar con la mirada la sonrisa de Rock Hudson y los magníficos hombros de Gilda a ambos lados del tocador. Concentrándose más creyó al fin haber captado el lugar de donde le llegaba el ruido. Era al otro lado del armario, más o menos en el sitio donde estaban amontonadas las revistas.

EL GRITO

Sus ojos habían ido acostumbrándose a la penumbra. Dio un paso, dos, resuelta por desesperada, maldiciéndose a sí misma por no haber hecho caso de la intuición, por no disponer de nada con que defenderse, y soltó un chillido que le salió de las entrañas cuando, en, efecto, de debajo del montón de revistas asom la negra forma rastrera de una cucaracha.

Cuando volvió en sí estaba en brazos de su padre, y de inmediato se puso a golpearle, apartarle de sí. El viejo no parecía entender elmotivo de los gritos, de aquel remolino de brazo que rechazaban sus cuidados. Hasta que, fijándose en los ojos de Remedios, volvió la cabeza, dejó a su hija en una s1la, se adelantó un paso y, descalzo como iba, aplastó la cucaracha bajo su planta. Una grumosa pasta marrón brotó del reventado tórax del insecto y provocó en Remedios una última exclamación de repugnancia.

Pero esta vez no se resistió a

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Cumpleaños feliz

Viene de la página anteriorlos mimos de su padre. Lloró un buen rato sobre su hombro, se dejó acariciar el cabello, fue calmándose paulatinamente, y al final le permitió que la acostara como cuando era pequeña.

CAMBIOS

Durante la semana siguiente, el cambio experimentado por su padre fue radical. La llevó, como en los viejos tiempos, al parque de atracciones, a pasear y charlar simplemente. Volvió tan por sus fueros de inagotable conversador que hasta se puso pesado contándole a Remedios anécdotas de su juventud que ella se sabía de memoria. Pero le encontraba tan simpático y cariñoso que llegó a olvidarse de todo el rencor que últimamente le había inspirado.

Aquello, como es natural, no podía durar. Él volvió a sus partidas y cervezas, y ella prefirió quedarse en casa. Hasta el día en que, tras haber aceptado la invitación de una amiga, salió con ella y terminó fastidiada de tedio, harta de la gente. Encima, cuando regresó volvió a presentársela su padre de aquella manera. Había hecho la siesta y acababa de levantarse, pero no había tenido la delicadeza de ponerse camisa ni pantalones. Se desperezó ante ella como un gorila, arqueando el pecho sudoroso y tensando la brillante musculatura de los brazos, y luego fue al baño sin tomarse siquiera la molestia de cerrar con pestillo.

. Remedios recibió con un enfurruñado puchero la posterior entrada de su padre en el dormitorio. Se había duchado y afeitado, y estaba guapo y simpático, de modo que, a pesar de que seguía en paños menores, ella se dejó vencer por sus zalamerías. En estos momentos tiernos, y aparentando olvidar su desnudez, el viejo parecía un pretendiente que trata de conquistar a una chica con su palabrería ingeniosa, y tanto era su encanto que siempre acababa arrancándola de su malhumor. Así fue aquella velada, que se prolongó, tras la cena, hasta las diez o las once. Lo malo fue que al final, viendo que la había ganado, pasó de repente a los chistes verdes y los piropos pícaros. Sin darse cuenta de que a ella no le hacían gracia, embriagado por su éxito, se creció y llegó al extremo de festejar él mismo una de sus bromas descargándole una palmada en el muslo y dejando la mano allí posada mientras se doblaba literalmente de risa y repetía la última frase del chiste.

Cuando ella se levantó de la cama, el viejo se quedó sorprendido un momento, pero después se enfureció.

-¿Se puede saber qué te pasa ahora? Estás como un choto, hija.

Se puso como un loco. Le gritó de todo y hubo un momento en el que Remedios creyó que iba a abofetearla. Pero la furia se le pasó rápidamente. Le pidió disculpas, "aunque me gustaría saber en qué te he ofendido, niña"; volvió a sonreír sin preocuparse por ver si ella también había hecho las paces, empezó de nuevo con sus gastadas historias, le contó más chistes, algunos tan inocentes y graciosos que incluso ella, muy a pesar suyo, tuvo que reír, y finalmente se fue, dándole un beso en la mejilla, llamándola rebonita y rematando la faena con lo de siempre, que a ver si encontraba novio, que lo que necesitaba era casarse de una vez, que los treinta y tantos son la edad decisiva, porque si esperaba más acabaría convertida en una solterona.

TONOS

Cuando llegó a la puerta se volvió un momento. Sonreía como un diablo pícaro y cómplice.

-¿Quién es la chica más guapa del barrio?

Y al ver que ella respondía con un mohín, añadió:

-Verás mañana....

El resto de la frase -¿algo así como "la sorpresa que te vas a llevar"?- Remedios no lo oyó, o no quiso oírlo. Le costó mucho dormirse. Había en el tono de su padre un matiz extraño. "Verás mañana". ¿Qué tenía que ver? ¿No era suficiente con lo que había estado soportando durante aquel espantoso verano?

Enrolló la persiana para dejar que entrara la poca luz de aquella noche sin estrellas, y se tendió. en la cama con toda su atención concentrada en los sonidos que pudieran llegar desde el otro lado del comedor. Quería asegurarse de que su padre se había dormido. Pero incluso cuando él debía de estar roncando siguió despierta, inquieta. "Verás mañana". Horrorizada.

Si finalmente se durmió fue gracias al baño. O eso fue lo que pensó cuando se le cerraban los ojos, no exactamente tranquila, sino vacía, completamente vacía. Y limpia, porque se esmeró bajo el chorro de agua templada, se frotó a conciencia hasta no dejar ninguna huella, hasta haberlo borrado todo. Limpia y vacía, invadida por un sopor especial, definitivo.,

Cuando,a la mañana siguiente, llegó su hermano con el regalo de cumpleaños, le extrañó que nadie respondiese al timbre. Pero tenía llave propia y, harto de esperar en el rellano, entró para esperarles cómoda mente. Su mujer y la niña llega rían a tiempo para preparar la comida, porque, como cada año, Remedios, la pobre Reme dios, tenía que ser la reina de la fiesta y nadie dejaría que moviese un dedo. Se sentó en el comedor y dejó el paquete con el gran lazo encima de la mesa. No era la tela que sabía que ella hubiera querido, pero no le llegaba para tanto. Lo curioso fue que cuando le sugirió a papá que se la compraran a medias, él dijo que no de una forma extraña mente tajante. Al cabo de un rato fue a la cocina. Recordaba el rincón de la alacena donde el viejo solía guardar, a escondídas de la severa Remedios, el whisky que su hijo le pasaba bajo mano. Preparó antes un vaso con hielo, y al retirar los tarros del arroz y la harina se fijó en que había menos que de costumbre. La explicación, de esta circunstancia y de la negativa del padre a participar con él en aquel regalo que Remedios deseaba y no se atrevía a esperar, tenía una inconfundible forma cuadrada y enorme. Seguro que el viejo había comprado el televisor en el puerto, de contrabando y a precio de saldo, porque la caja de, cartón de aquel modelo de 19 pulgadas no estaba envuelta para regalo. ¡El muy tunante!

Como el whisky no aparecía por ningún lado, se fue al dormitorio del viejo, seguro de encontrarlo oculto allí. Pero no llegó a registrarlo ni a abrir armarios, pese a que Jamas en la vida lo había necesitado tanto. Mareado y a punto de vomitar, cerró los ojos para no ver lo que ya no podría dejar de- ver nunca.

HUELLA EN EL BARNIZ

Al empujar la puerta del cuarto de su hermana retiró espantado la mano porque su roja huella había quedado marcada sobre el barniz, lustrosa y húmeda. Ni se había dado cuenta de que llegó a tocar aquella carnicería.

Remedios parecía dormir plácidamente, con un frasco vacío de barbitúricos volcado en la mesilla de noche.

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