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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Primera vez

Ariel Dorfman

Espero que ellos no sepan lo de mi sonrisa.Con suerte, ni siquiera sabrán que estoy en casa. Mientras sigan preocupados del viento. Uno de los hombres, el más grande, tiene entre los dientes un cigarrillo sin prender. El otro ha tratado de encendérselo varias veces. El viento vuelve, empecinado, y apaga el fósforo. Ni el más grande se impacienta ni el más pequeño cambia de táctica. Una rápida sonrisa los convertiría en una pareja torpe y ridícula, capaz de malgastar varias cajas de fósforos sin prender un estúpido cigarrillo.

GOLPES EN LA PUERTA

Pero lo primero que supe esta mañana, antes incluso de abrir los ojos, apenas los golpes en la puerta me despertaron, lo primero fue darme cuenta de que durante la noche alguien me había robado mi sonrisa favorita. Es siempre la primera que me pruebo. Hoy, con más razón: la busqué automáticamente. Alguien golpeaba a la puerta. Abrí los ojos, me levanté, fui hasta el espejo: tú tienes la culpa, acusé falsamente al espejo; es una conspiración tuya, un truco compaginado por la luz matutina. Era un modo de calmarme, porque no podía ser que en el sitio donde suele estar, lista para deslizarse a flor de labios apenas alguien me amenaza, no pude hallar ni el pétalo de su recuerdo. Ni una fragancia. ¿Saben lo que es dar la orden a los músculos de la cara y que no te obedezcan? ¿Saben lo que es no tener una penúltima sonrisa que brindarles a un par de hombres extraños que golpean a la puerta el día de Navidad, no tener algo que disfrace la frialdad de mis mejillas y la desolación de mis ojos? ¿Que ellos puedan leer la hostilidad sin remedio que les guardo?

Y no es el mejor momento para pedirle al vendedor que me mande una sonrisa nueva. Se va a enojar, para empezar, porque le hablo en susurros. ¿Por qué hablarle entonces en susurros si sé que los hombres no me pueden escuchar? No lo puedo evitar. Sin una sonrisa amiga, mi voz siempre busca esconderse, no llamar la atención. Él me va a decir, áspero, que hable fuerte, sin temor. Pero cómo explicarle que en el preciso momento en que él me diga que no le quedan sonrisas de las que yo necesito, ni una triste sonrisa para disuadir una bofetada, en ese mismo momento una ráfaga de viento va a remover los abrigos de los dos hombres allá abajo en el umbral y será como un eco de las manos del vendedor pasando por hoja tras hoja de sus archivos y órdenes y reclamos al otro lado de la línea, su voz reiterándome que ayer ya me lo previno, que no le queda ni un mohín de labios, hay una larga lista de espera. Su voz que me dirá: ¿y el pago, para cuándo el pago, hasta cuándo comprará de fiado?

Fácil responder cuando uno tiene una sonrisa hermosa, cuando preventiva, cauta, sensual, se asoma una leve mariposa que invita al vendedor a que no sea tan brusco. Pero con esta boca dura, con las niñas de mis ojos vulnerables e inexpresivas, imposible conseguir nada. Ayer mismo logré casi un milagro, una nueva postergación de mi deuda. Pero ayer tenía yo mi sonrisa favorita para desviar el asedio del vendedor. Incluso pude persuadirle que me diera en préstamo el último modelo de una sonrisa para elogios, sin dejar siquiera un pagaré firmado. La que poseía empezaba a mostrar grietas, por las que se trasparentaba la vanidad que me desborda y revela al recibir un cumplido. Me hacía falta una sonrisa más modesta, una que sugiriera que el homenaje es merecido, pero no tanto; una sonrisa que ocultara mis reflexiones y convocara mayores adulaciones. No le hice caso al vendedor, que me aseguraba que, entre los efectos indeseados de tal tipo de sonrisa, figure que uno pueda perder amigos auténticos, que uno quede quizá incapacitado para distinguir entre la lisonja fraudulenta y la verdad. De tales peligros me preocuparía, me dije, mañana.

MERCADO DE SONRISAS

Tuve que aguantarme, eso sí, un largo sermón. Mientras él me la envolvía delicadamente -no quise llevármela puesta, la experiencia me ha enseñado que es mejor practicarla unas horas en la soledad antes de probar su eficacia en los demás-, me advirtió que esto no podía seguir así. Había una crisis seria, dijo, en la producción de sonrisas. Culpa de gente como yo, irresponsable; pensaba que podía acumular sonrisas nuevas, manufacturadas y limpias, y no entregar en cambio las primeras maravillas suyas, de la infancia, la inocente, espontánea materia prima que es base para todas las caras risueñas que se fabrican hoy en el mundo. La cosa iba a terminar mal. En algún momento, los accionistas no iban a aguantar más. Entonces los ejecutivos de la empresa se verían forzados a tomar alguna determinación drástica. Y que no creyera que en ese caso uno pudiera proveerse en el mercado negro. Sonrisas robadas, de origen incierto, podían fallar en los momentos de mayor necesidad. Que me imaginara lo que pasaría si tratara yo de seducir a alguien y que, en vez de una sonrisa incitante, me reptara una mueca despectiva...

Todo esto lo había escuchado mil veces. Casi permití que asomara la punta de mi sonrisa de poner-atención-pero-no-estar-demasiado-interesado. Una buena sonrisa que permite viajar por los recovecos de las propias especulaciones sin herir los sentimientos ajenos. Pero hubiera sido un error. Los vendedores todos son capaces de leer nuestros pensamientos.

-¿Está aburrido? -Sus manos habían dejado de trabajar el envoltorio.- ¿O se olvida que yo soy el que le vendí la sonrisa que usted estaba planeando ponerse?

Le juré que no fue mi intención interrumpirlo, ni siquiera apurarlo. No puedo permitirme quedar sin sus servicios. Conozco el destino que me espera si él me abandona. He visto a esa gentuza deambulando por las callejuelas de la antipatía anónima, incapaces de influenciar a nadie, de agenciarse un favor, de esconder una rabia súbita. Sin un vendedor que los ampare. No es un amigo, claro; pero un conocido sí, el más viejo y concido de todos, si exceptuamos a la familia inmediata. Hasta tengo la sensación de que ha estado presente desde siempre, a lo ancho y largo de los labios de mi vida. Cada vez que interrogaba al vendedor al respecto, él se apresuraba en aclararme que no era así. Uno es algo más que sus recuerdos, me decía. Uno empieza antes. Tuvo usted, créame, una vida sumamente intensa antes de frecuentar mi compañía. Alguna sonrisa anterior a las mías le debe quedar por ahí. Alguna sonrisa de cuna, primitiva, fresca. Ya veremos el día en que tiene que pagar.

PRIMER ENCUENTRO

Apesar de sus palabras, me era imposible fijar con precisión nuestro primer encuentro. Quizá fue cuando, en mi primer día de jardín infantil, me encontré de golpe y porrazo -literalmente- con una jauría de muchachos que me forzaron a comer arena hasta que tuve que recurrir a él, lo contacté urgentemente para que me mandara una sonrisacalculada a mover a piedad a quienes tienen más poder. Ese día tengo que haber sabido que no me servía la sonrisa que florecía, lozana, en el refugio del hogar, la sonrisa de la leche primera.

-Quizá -me respondía el vendedor, que jamás confirma un dato.

O tal vez fue antes, la necesidad de contar con alguna estratagema para que mamá se quedara conmigo en vez de acudir a la vida enorme de mi padre entrando a la casa al atardecer.

-Si usted lo dice, si usted lo

Copyright Ariel Dorfman.

Primera vez

recuerda así -decía el vendedor, enigmático, exasperante.Veo, ahora, que el viento se ha calmado. Es sólo un instante, un milagro de tranquilidad momentánea, pero el hombre más pequeño aprovecha para acercar su mano al cigarrillo en la boca ajena, y prenderlo. El más grande inhala y arroja luego una bocanada feroz de humo, que desdibuja ambos rostros. El viento comienza de nuevo, se lleva el humo, en la claridad depravada puedo ver cada cara como bajo la luz de una sala de operaciones. El hombre más grande toma el cigarrillo recién prendido y lo apaga, con deliberación, contra la puerta de la casa. Queda un área gris, chamuscada, agria. Es como si esa mancha fuera una señal que hubieran estado esperando, una campana callada. El hombre más grande encrespa sus dedos en tomo al cigarrillo, puedo ver cómo van apretándose las falanges hasta la palidez, y ahora ese puño golpea una, dos, tres veces en el preciso sitio donde se apagó el cigarrillo antes. El hombre más pequeño contempla la escena con satisfacción y, de pronto, sonríe, feliz. Es una sonrisa de camaradería, de pura alegría por un trabajo cumplido cabalmente.

Siento que mi boca busca reproducir aquella sonrisa, imitarla desde la lejanía de esta ventana. Y en el intento de calzármela, buscándola hacia adentro, de pronto me gana una ola de pánico que se sobrepone al eco de alarma que me viene invadiendo desde que desperté esta mañana. Porque tampoco puedo encontrar esa sonrisa de simpatía entre amigos. Es tan tremendo el golpe de su ausencia que durante un minuto entero logró borrar una sospecha todavía más terrible y que finalmente tuve, tengo, tendré que aceptar: durante la noche no solamente me han robado la sonrisa favorita. Falta también la sonrisa de víctima, la que mueve a compasión a figuras de autoridad, la que me permitiría acudir a la policía para hacer la denuncia del robo. Carezco de mi sonrisa de buenas conexiones y amables padrinos que asegura que todo favor será devuelto, base para pedir auxilio a algún amigo. Ni siquiera encuentro mi sonrisa irónica, la que corta toda acusación, toda duda, la que pone al otro a la defensiva. Buceo desesperado entre inútiles páginas de instrucciones sobre cómo practicar tal o cual gesto, manuales de acomodación y gráficos que indicaban movimientos de pestañas y direcciones de comisuras. Me siento como un chiste que alguien cuenta y del que nadie se ríe.

Ahora el hombre más grande, el que había querido fumar, mira hacia arriba, como queriendo pescar el vuelo de un pájaro. Sus ojos se alojan directamente en la ventana. Sé que no me puede ver. El hombre le dice algo a su compañero. Él también mira hacia arriba. Sin desviar la mirada, saca de su bolsillo un encendedor. El otro abre el puño y deja que el viento desparrame los restos del cigarrillo, que vaya limpiando la palma de su mano y los dedos. Entonces extrae un cigarrillo nuevo de su chaquetón y se lo pone entre los dientes. Ninguno de los dos ha dejado ni por un momento de mirar mi ventana.

Miro las manos del hombre más pequeño. Es como si actuaran en forma independiente del resto del cuerpo. Son dos estatuas, las ropas sacudidas por la ventolera, inmóviles, con excepción de esas manos. La llama del encendedor flamea en el viento repentino y salvaje, pero no se extingue. Muy lentamente la mano del hombre más pequeño acerca el encendedor al cigarrillo y el otro comienza a fumar. El más pequeño no guarda el encendedor ni hace un gesto como para cerrarlo. Los dos siguen mirándome.

Tal vez se han equivocado de dirección. Tal vez buscan a alguien que ha olvidado cómo se llama. Alguien que escribió su nombre tantas veces que ahora ni siquiera recuerda cómo se llama. Yo no soy esa persona. Puedo decirles exactamente cuál es mi nombre. Tal vez buscan a alguien que no puede encontrar su imagen en el espejo. Esa persona despertó esta mañana y descubrió que le han recortado su imagen de todas las fotos disponibles, con una tijera le han recortado la cara de cada foto, Desde bebé le habían dicho que él era ese que estaba allá, ese de la foto, tan precioso. Se creyó encuento. Ahora no puede rememorar su cara. Pero ése no soy yo. A mí lo único que me hace falta es una sonrisa, una cualquiera; eso es lo único.

Veo que mi mano izquierda está marcando el número del vendedor. Le pediré una sonrisa, la que sea. Le diré que hay dos hombres frente a mi puerta. Con tal de que me mande una sonrisa, no me importa lo que tenga que confesarle. Sí, lo admito, he abusado de mi sonrisa favorita, la penúltima de todas. ¿Por eso se fue? ¿Porque la utilicé demasiado? Constantemente. Sí. Todo el día, sin parar, de la noche a la mañana, y hasta en mis sueños. Esa sonrisa se me ha congelado en la cara, era más mía que mi cabellera. Lo admito, lo admito. ¿Qué quería que hiciera? Era la sonrisa que establecía mi inocencia aun antes de que me acusaran de algo, que alejaba la oscuridad. ¿Y si me pide que pague la deuda? ¿Y si me dice que él se ha llevado mis sonrisas en cadena hasta que cumpla los contratos que firmé? ¿Y si me dice que esos hombres han venido a cobrar?

A TIENTAS

Antes de escuchar su voz, cuelgo.

Bajo la escalera a tientas, como un ciego en casa ajena. Llego hasta la puerta y la abro.

El viento entra con tanta furia que me cuesta no cerrar los ejos. Alcanzo a ver al hombre más pequeño sofocando la llama del encendedor como si la hubiera tragado.

- ¿Pero qué cara es ésta? -pregunta el más grande.

-Sí -dice el otro-. ¡Qué modo de recibirnos!

Yo no respondo. ¿Qué les podré decir? ¿Que no me queda ni una sonrisa que ofrecerles? ¿Que los odio?

Es como si pudieran leerme los pensamientos.

-Alguna le debe quedar -dice el más grande-. Alguna que le viene de antes.

-Su primera sonrisa -dice el otro.

Siento a los dos que pasan a mi lado como si yo fuera una pradera sin pasto. No me tocan. Tampoco yo me doy vuelta. Allá, adentro, detrás, puedo escuchar sus pasos, puedo escuchar cómo encienden fósforos arrastrados y fatigosamente empiezan su búsqueda.

Sólo tengo siete años de edad y dentro de poco no me va a que dar ni una última sonrisa que pueda llamar mía en el mundo.

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