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El segundo envite ético

"Podremos meter la pata, pero no la mano". Pocas frases, como esta de Salvador Allende, calaron tan hondo en el electorado socialista de 1982. Simbolizaba lo nuevo, porque lo viejo era la eterna suspicacia del pueblo español de que los políticos siempre se llevan algo en botín. A los nuevos se les suponía indulgentemente una cierta bisoñez en la gestión de la cosa pública, pero venían con la vitola de gente honrada y en el pueblo nacía un sentimiento excepcional de que, por fin, política y ética podrían reconciliarse. Como es sabido, aquella confianza desbordó todas las predicciones, y el pueblo español confió a los socialistas la administración de casi toda la cosa pública.A partir de ese momento comenzó una curiosa cuenta atrás. El punto de partida era doble: por un lado, una realidad social aquejada de graves quebrantos políticos y económicos (la víspera electoral hubo otro amago de golpe de Estado y a esas alturas ninguno de los grandes indicadores económicos daba positivo); por otra parte, un estado de conciencia, una confianza en que éstos eran diferentes y que la moralización de la vida pública era posible. El punto de llegada no podía ser otro que la reconstrucción de la realidad maltrecha y, también, la reconciliación del ciudadano con la política. Había, pues, dos tipos de cronometradores: los que estaban atentos a la evolución de los problemas objetivos y los que vigilaban el estado de conciencia. El estado de gracia daba un margen de maniobra a torpezas de gestión, pero no podía consentir el menor resbalón en la moralidad de la gestión.

Tras cinco años de gobierno, el balance ofrece algunas sorpresas. Los bisoños se han revelado capaces de encauzar graves problemas estructurales, pero se les cuestiona su honradez. Si hoy ya nadie habla de, golpe de Estado, y la reconversión industrial ha dejado de ser el eterno ritornello de hace unos. años, y los indicadores económicos privan a los economistas de esas broncas que parecen ser su oficio, también es verdad que menudean las acusaciones de prepotencia, y no hay tertulia, corrillo o salón donde alguien no cuente el caso de una arbitrariedad o maltrato.

No tiene mucho sentido cuantificar esa casuística en proporción al ingente monto de gestión que administran los socialistas. Lo cierto, lo grave, es que está en peligro esa confianza inicial en la moralización de la política. Los socialistas son se dice, como los (políticos) de antes. Peor aún: han cambiado a como los de antes, con lo que esta acusación grava a los socialistas con el sambenito de nuevos ricos. Ya no son como nosotros, gente que les aupó al poder. Se han hecho diferentes a la gente y, por tanto, igual a los de siempre. El destino fatal que Max Weber marcaba a la política moderna, es decir, la inexorable profesionalización de los políticos, transformando la vocación en oficio, se ha impuesto también. en este caso.

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Ante esta decepción pesa poco la argumentación de los logros obtenidos. Eso iba en el contrato, era su obligación hacerlo. Lo que prevalece es la frustración de una reconciliación fallida entre políticos y pueblo, entre ética y política.

Sería grave necedad que los socialistas infravaloráramos esa frustración, refugiándonos en la fundamentación científica de las predicciones weberianas. Si en un momento hubo políticos dispuestos a ser de otra manera, si hubo un, pueblo que excepcionalmente creyó en la moralización de la vida pública, si hubo un momento de esperanza colectiva, conviene tomar ncta de esa frustración. Antes de resignarse, cabe la posibilidad,de plantear la urgencia de un segundo envite ético, más difícil que el primero, porque si éste se dirigió contra una inmoralidad histórica -que era inmoralidad de los otros- y desde la oposición, el nuevo envite tiene por objetivo a uno mismo y estando en el poder.

De cara al próximo congreso de PSOE, el desafio no es sólo diseñar futuras líneas de acción política, sino la revisión ética, analizando sin piedad las heridas del poder.

Esto es asunto, lógicamente, de los socialistas. Pero no sólo de ellos, si lo que está en juego es la moralización de la vida pública. Y nada podría frustrar esa posibilidad como un uso interesado de la exigencia ética por parte de quienes no cesan de esgrimirla contra los pelíticos.

Cuesta pasar por alto el espectáculo al que estamos asistiendo de, por ejemplo, haceclores de opinión pública cuya locuacidad actual contrasta con su silencio de antaño o la berievolencia con los desatinos de Administraciones afines. Ni se puede olvidar a esas plumas afiladas que hacen su agosto con demagogias en nombre de la ética. Ni a esas respetables personalidades, nomiriadas, no se sabe cómo, conciencia nacional, que siempre consiguieron el favor del poder, estuviera éste ostentado por Franco, Suárez o Felipe González. Ni a predicadores como ese prelado capaz de compaginar denuncias al enchufismo con el toque al amigo para ver si el pariente encuentra colocación. Ni a tantos intelectuales que ejercen su digna función crítica en asuntos facilones, pero escurren, el bulto ante patatas calientes, como, por ejemplo, cohonestar en una sociedad democrática el máximo de libertad con el máximo de protección al ejercicio de la misma, con terrorismo por medio. A poco que se profundice se verá que no hay respuestas simples, sobre todo desde el punto de vista ético. Ése, es, por otro lado, el sino de la democracia: una vida llena de tensiones que recurre al contraste de pareceres para clarificar los conflictos. ¿Cómo puede entonces exigir un intelectual que se calle el otro, con quien no está de acuerdo, aunque el otro sea un Político?

La ética tiene esa extraña y grandiosa originalidad de que no deja a quien la. invoca fuera de, juego. Es universal. No vale aquí aquello de "haced caso de los que dicen, no de los que hacen". La denuncia pública en nombre de la ética convierte al denunciante en actor público. La propia incoherencia hace peligrar a la ética tanto como el mal denunciado. Y hay demasiados indicios como para sospechar que tras muchos discursos hay como una doble moral, un uso interesado y particular de la ética.

Lo grave en esos casos no sería la hipocresía; lo preocupante es que así se ahonda un poco rnás el abismo entre ética y política, es decir, damos razón a la inveterada desconfianza del pueblo hacia los políticos.

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