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Tribuna:LA SUCESIÓN DEL PRI / Y 2
Tribuna
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La presencia de la corriente democrática

Jorge G. Castañeda

Es indudable que durante muchos años en México un rasgo importante de la ideología que ha cohesionado a la burocracia gubernamental, a los dirigentes estatales y a la clase política ha sido un cierto nacionalismo económico, estatista y proteccionista. Al abrigo de este cobijo ideológico se ha industrializado y modernizado el país; gracias a ese andamiaje ideológico se ha construido el México de hoy.Así ha sucedido porque muchos creían en los puntos sobresalientes de esa ideología: la protección a la industria nacional, las restricciones a la inversión extranjera, la existencia de un gran Estado asistencial, con una red infinita, subsidios y transferencias, una cadena de empresas estatales que concentraba las principales palancas de la economía nacional. Al descartarse muchas de estas premisas, aunque no sus resultados, muchos creyentes quedaron inermes, desposeídos y abandonados. Precisamente con motivo del tremendo arraigo de esa ideología -no en el pueblo de México, entiéndase: en la clase política, en la burocracia y en la inmensa capa de funcionarios, intelectuales orgánicos y compañeros de camino que han contribuido a gobernar este país desde hace medio siglo-, la ruptura tenía que ser brutal. El gradualismo que intentó el Gobierno del presidente De la Madrid durante sus primeros años no prosperó; tuvo que pasar a medidas más drásticas

Si la corriente democrática no existiera, alguien la habría inventado. Aunque muchos de los más feroces adversarios de la mutación delamadridista sean a la vez enemigos acérrimos de la corriente, ésta constituye un síntoma del descontento y del desacuerdo de un sector -minoritario a estas alturas, pero aún considerable- de la clase política mexicana desamparado ideológica y políticamente por el "cambio estructural". Si se conjuga esto con la marginación generacional y política de la que ha sido objeto otro sector de la elite política, comienza a surgir un principio de explicación de lo que actualmente sucede.

Por razones que nunca ha explicado, el presidente De la Madrid decidió gobernar con un equipo homogéneo, de base estrecha tanto en lo generacional como en cuanto al origen institucional de sus integrantes. El sector financiero del Estado mexicano, que representó una parte importante de todos los Gobiernos recientes, pasó a integrar el Gobierno entero. Por definición, quedaron fuera todos los demás.

Políticos marginados

Este sector amargado y apartado de la clase política no se identifica con el anterior, el cual se ha mostrado recalcitrante ante la llamada modernización. Pero en algunos casos sí hay coincidencia tanto en lo individual como en lo político. De nuevo la corriente, sin ser para nada la representante o la expresión de los tradicionales políticos marginados, sí puede ser considerada con el síntoma de su descontento. Baste como prueba de ello el silencio a su respecto de muchos de los miembros de la vieja guardia de la política mexicana.

Sorprende que están ausentes de la ensordecedora cacofonía reprobatoria muchas de las figuras políticas más importantes de los últimos años. Su silencio es elocuente, aunque, sin duda, estos personajes no comparten muchas, o incluso ninguna, de las tesis de la corriente. Es innegable que la indisciplina y la impaciencia ante el resentimiento y la marginación son características que les parecen altamente reprobables.

Ante todo, es inconcebible que estén de acuerdo con el pecado mayor, y mortal, en el que ham incurrido los disidentes: destapar el tapadismo, o, en todo caso, fomentar la imperdonable divulgación del secreto más íntimo de la familia. Secreto a voces, secreto en el que nadie cree, pero secreto que en el extraño mundo de la política mexicana permitía la repetición sexenal de un rito cuya velada desnudez no ofendía el pudor nacional. Ya ofende.

Nadie en México ha dudado, desde hace varios años, que el presidente de la República en funciones escoge solo, en la soledad de sus solitarias deliberaciones, como acto único, absoluto e irrepetible de poder propio, a su sucesor. Pero las formas se salvaban, al igual que con las cosmogonías precopernicanas. Ni sus propios autores creían en ellas, pero como han mostrado, cada uno a su manera, Alexandre Koyre y Bertolt Brecht, era mayor la necesidad de "salvar las apariencias" de la existencia de Dios y del orden divino en el universo que la verdad científica. Copérnico y Galileo vienen a destruir de una vez y para siempre esa posibilidad: la de seguir manteniendo las apariencias de la creencia, ya desvanecida la convicción.

Valga la analogía: ya no es posible afirmar en México, sin incurrir en razonamientos absurdos o inverosímiles, que la sucesión presidencial posee el más mínimo rasgo colectivo, democrático o siquiera consultivo. Ex presidentes, ex funcionarios, intelectuales cercanos al príncipe, todos ellos han "revelado" la verdad del proceso. Ahora, una oposición interna al propio PRI reclama la apertura y democratización de un proceso por implicación cerrado y antidemocrático. Se puede seguir estando a favor del mecanismo sucesorio mexicano por ser éste el que le conviene a un país tradicionalmente dividido y asediado, pero no se puede seguir pretendiendo que ese mecanismo sea algo distinto de lo que es.

Debido a todas estas razones, esta sucesión, por silenciosa y tradicional que seguramente resulte, será casi sin duda la última de su género. No porque el sistema político mexicano se acabe o se derrumbe, ni tampoco porque el país evolucionara por necesidad hacia formas más modernas de transmisión del poder de un gobernante a otro. Más aún, nadie sabe, y es imposible prever, qué formas de sucesión alternativas sean factibles en un país con las características de México. Sin embargo, el camino que las tendencias descritas anteriormente sugieren puede no ser el peor.

Si las divergencias internas reales, de intereses y de convicciones, que el sistema político mexicano ha sofocado durante tantos años comienzan a aflorar, ésta puede ser la base de una alternancia aceptable entre fuerzas nacionales representativas. Si las diferencias entre sectores y corrientes de opinión constitutivas del Estado mexicano moderno, pero cuya convivencia se antoja ya imposible, se zanjen mediante el debate público, la lucha política y la contienda abierta en lugar de silencio, la espera paciente o el nombramiento vergonzoso, tal vez el viejo desafío sucesorio mexícano quede finalmente resuelto. Ya es tiempo.

Jorge Castañeda es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de México y miembro investigador de la Fundación Carnegie de Estados Unidos.

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