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Ormuz

No estamos preparados para batallas marítimas. Aceptamos sin pestañear noticias diarias sobre guerras de selva, de desierto, de ciudad, de montaña y de río; especulamos con obsceno desparpajo de la guerra de las galaxias, de misíles de corto, medio o largo alcance, y de Tornados, F-18, Mirages y otros artefactos voladores de infalible puntería, pero tanto trato cotidiano con las escabechinas de tierra y de aire nos hizo olvidar la existencia de las arcaicas guerras de la mar. Para encontrar una batalla naval químicamente pura, al estilo de la que intentan oficiar en el golfo Pérsico, habría que remontarse a 1945. Que me perdonen ingleses y argentinos, pero la de las Malvinas fue una guerra terrestre a pesar de los sensacionales hundimientos del Sheffield, el General Belgrano o el Sir Galahad. En el Atlántico Sur lucharon por un pedazo de tierra, no por un trozo de océano.En cambio, estos ecos de guerra del Golfo son rigurosamente navales. Es un espléndido escenario bélico de rango acuático en el que esa media docena de partes involucradas dice pelear no por la soberanía de espacios terrestres, aéreos o ideológicos, como suele ser habitual, sino por el viejo asunto del dominio marítimo.

Lo siento, pero no me creo el follón de Ormuz. Todo suena excesivamente peliculero. Los franceses envían un portaviones titulado Clemenceau, los americanos piden refuerzos al Guadalcanal, las maníobras del ayatolá se llaman Martirio, los rusos vigilan desde acorazados con nombre de metáfora literaria decimonónica y el último parte meteorológico anuncia para las próximas horas la visita del suhaili, un sureste húmedo, racheado y frío que sopla en el Golfo cuando se avecina un mayúsculo acontecimiento histórico. Por ejemplo, los barcos de Alá enfrentándose a los barcos de Dios. Demasiada épica barata para que sea verdad. Las guerras serias y rnodernas pertenecen al estado sólido o gaseoso. Las del estado líquido ya sólo son pasatiempo de colegio o son archivadas como accidente.

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