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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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Simonetta Signorelli, actriz

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Durante su infancia oyó hablar a su padre de Asís de modo tan reiterado que con el tiempo llegó a pensar que fuera obsesivo. Su casa estaba poblada de iconografía franciscana: reproducciones del Cristo que habló a Francesco, visiones de Chiara, un retrato de Pietro di Bernardone, fotografías de la Porciúncula, Francesco representado por Giotto -en su conversación con los pajarillos, además de grabados, posiblemente antiguos, donde se manifestó a sus ojos de niña la catedral de San Rufino en su grandeza o el recoleto espacio de la iglesia de San Esteban. Mientras vivió su padre tuvo por gusto de viejo -o, si se quiere, manía- aquella devoción hacia la pequeña ciudad medieval en la que se mezclaban fervores diversos: el interés del señor Signorelli por el arte, su deslumbramiento por la figura del Seráfico y su profunda amistad con los Bizarri, una familia de Bastia asentada en Asís a principios de siglo.Nunca pensó Simonetta que la muerte del padre le quebrara la mente, acaso porque la felicidad que le proporcionaba la extraña relación con su progenitor le impidiera atisbar la posibilidad del fin. Pero la muerte de Carlo Signorelli le cerré las puertas de la vida, y del viejo le quedó la herencia de los sueños. Por eso llegó a Asís descifrando piedras conocidas en relatos que le parecían de pergamino, y tanto más entusiasmada por llegar si tenía en cuenta las dificultades de su peregrinación al paraíso. Tantas veces como lo intentó, la salud decrépita le extravió el camino, y ya, por fin, en aquel septiembre, abandonó Lucca, hizo estancia en Florencia y en Siena, pasó por Chiusi y Teréntola, y llegó a Perugia la tarde del 28.

Estuvo horas hurgando con la mirada entre la niebla por divisar a lo lejos, desde las ventanas del hotel Brufani, la colina donde se asienta el sacro convento. Fue al ocaso, con una luz rojiza que coloreaba las tierras de la Umbría, cuando divisó las agujas,de las torres, antes de que Asís se redujera en la noche a un conjunto de luces más allá de la llanura, perturbado su sueño por la llamada de aquel recinto. Se había ido al lecho con la tranquilidad de quien ha dispuesto los detalles de la representación, y al alba, cuando las campanas de San Doménico la desvelaron, abrió las ventanas y contempló cómo las brumas le hurtaban la visión de la ciudad medieval. Atribuir a un sueño la inusitada visión del día precedente le pareció un buen inicio, y con la decisión de tomar por soñado lo vivido inició la representación a las puertas mismas del Brufani, cuando los mozos le acercaban la maleta y hubo de recriminar al chófer por no tomar su sombrilla del modo que la representación exigía ni hacer esfuerzo alguno por abrir, con reverencia, la puerta trasera del automóvil. Pero la incompetencia del conductor no se habría de revelar sólo en estos detalles, sino que incurriría además en la torpe pregunta sobre el destino -¿acaso no estaba claro que se dirigían a Asís, no era en verdad consciente de su papel?- y requirió encima detalles sobre la procedencia de la protagonista.

-Non capisco niente -dijo, cuando ella trató de evitar la conversación imparable del chófer -y la simpleza de sus opiniones sobre la cordialidad de los italianos y el turismo.

-Lo suyo no está en el libreto -advirtió, enfadada, Simonetta Signorelli.

-Non capisco niente -se encogió de hombros el parlanchín y siguió hablando.

-No tome, por favor, la autoestrada. El decorado elegido es el de la carretera antigua.

-Déjese llevar, mujer, déjese llevar... Ya nadie va por esas carreteras. -Y trató de convencerla de las ventajas de las modernas vías que ella detestaba. Simonetta Signorelli tomó de su puño, con delicadeza, un pañuelo de encajes y lo pasó por sus sienes para recoger, el sudor del flato, los primeros síntomas de la crispación que habría de terminar en un grito profundo de rabia. Fue entonces cuando el chófer miró por el espejo retrovisor del auto y halló el rostro exaltado de una loca. Después, más serena, dijo:

-Doménico: conduzca y calle. No perturbe la paz de su ama.

Ni se atrevió a decir que no se llamaba Doménico.

-Descuide la señora -rumoreó asustado.

Las calles de Asís se hallaban desiertas en la medianoche. Quiso andar hasta el hotel Windsor Savoia, en Porta San Francesco, con el lento andar que se había exigido. Era precisa además una música de relojes que marcara la incertidumbre de quien se siente perseguida, de quien oye unos pasos tras de sí y detiene aún más su andar por recibir un galudo. No podría haber más personajes en escena que la perseguida y el perseguidor. Si acaso, otros efectos que admitieran los gestos de distracción en los actores: un perro que ladrara desde la terraza de un palacio medieval o una campana conventual que marcara la rutina nocturna de los claustros.

Desde que abandonó el psiquiátrico la perseguía una nueva manía: vivir como en una representación. Así pues, igual que una actriz que siguiera con fidelidad su libreto, descendió por la vía Pórtico con el paso precipitado que sólo un inesperado nerviosismo podía originar en ella. Se le ocurrió de súbito detenerse ante uno de los numerosos escaparates de la calle, pero notó en seguida su imposibilidad de simular interés alguno por los objetos expuestos. Los cristales de la tienda le mostraron su rostro formulando un gesto de desagrado, y aunque no hubiera sido necesario preguntarse por la verdadera razón de aquel rictus, se pidió explicaciones a sí misma; quiso saber por qué sentía tal aversión por los recuerdos turísticos apilados en los expositores.

-Soy una actriz, ¿verdad? -se preguntó.

La duda le vino en un instante de lucidez, pero de inmediato estuvo segura de serlo. En consecuencia, cumplido el cuadro del escaparate, de cuya puesta en escena no estaba descontenta, se sintió inclinada a alterar el desarrollo de la obra con un acto de ruptura: mirar al público.

-Sí, sólo mirarlo. Puede estar en el texto. Podría estar en el texto... Ahora entra en juego la mirada -se ordenó.

La memoria de los libros le trajo la tensión dramática de los que miraron para atrás en Sodoma. Los que miraron para atrás en Sodoma alcanzaron la gloria inmortal, un hermoso desenlace para su obra. Convertirse en estatua de sal hubiera sido su dicha, pero la hembra se interpuso para indicarle, para indicarse a sí misma, que mirar atrás y no hallar los ojos buscados era la peor forma de inmolarse.

-La inmolación no importa, Simonetta, para quien busca al artista y no al hombre. Es su responsabilidad -se contestó indignada y aparentemente segura.

Dudó entre andar o detenerse. No supo detenerse como una estatua, que era lo único que le parecía propio de la representación. Tuvo que reconocerse torpe, y por más que su psiquiatra le recomendara tolerancia consigo misma, sólo había conseguido tomar la indignación ante la torpeza en una sensación de desvalimiento. Se hallaba, pues, desvalida.

-Mirar al público y encontrar la respuesta de su mirada. Una mirada expresiva puede ser la inducción al viaje. El público es el perseguidor y el seducido...

Y añadió, cuando vio ante sí a las dos criaturas que se encarnaban en ella:

-Una aventura teatral, se entiende.

Volvió a preguntarse qué ocurriría si al mirar no había nadie, si no estaba él, si el público no era. Cuando habló de él y no del público se sintió turbada por la emoción.

-Si no hay una mirada de respuesta habrá que bajar el telón. Habrá finalizado la obra. La retirada al camerino se puede hacer a cualquier ritmo, cuidán dose siempre de la realidad, cuidándose siempre de la realidad peligrosa...

Y explicó a nadie:

-La ausencia de la mirada será la justificación del final.

Sí, era en Asís, con pasos. No oía los pasos, y sentía, sin embargo, la fuerza de unos ojos que la asediaban. La fuerza de los ojos era parte de la obra; la irradiación mágica que la empujaba cuesta abajo, más intenso el calor de la noche de septiembre.

-Cuidado con la trampa, Simonetta -se advirtió.

Se lo dijo a sí misma, pero se o dijo en voz alta. Si él escuchaba, la escuchó. Quizá, depende de la distancia, no percibiera otra cosa que un rumor. De cualquier modo, la hembra se estaba imponiendo, y ella atisbaba el vuelo de los buitres.

-El teatro nos hace inmortales y felices. No juegues a la verdad, Simonetta.

En este punto se detuvo frente a una lápida e hizo como que leía con atención el homenaje a un ilustre difunto de la Academia Properciana. No podría recordar lo que leyó. Se estaba diciendo, para que la hembra no pudiera con la actriz, que la verdad no nos hace libres, nos hace muertos.

-No dejes de jugar a las mentiras, Simonetta. Yo estuve fuera de la escena y me acerqué al suicidio. Muere sobre las tablas, Simonetta.

Y después de hablar, ahora más alto y sin mirar a la lápida, dio unos pasos y decidió ignorarlo.

-Él no es el público, Simonetta -se aseguró.

Ponerse a andar sintiéndose observada no es lo mismo que ponerse a andar sintiéndose contemplada. Si se sentía observada es porque miraba él, y la hembra se imponía sobre la actriz o la realidad sobre la ficción.

-No es el público, pero es el actor que falta.

La actriz quería escuchar lo que no se le había ocurrido a la hembra. Esto no hacía sino confirmarle que el artista es más claro que el animal.

-El artista es abstracto, y el animal, no. La verdad nunca fue concreta. -Sonrió con la satisfacción de quien se siente expresada.

Casi por instinto, ajena al talento que reconocía siempre en el artista, recuperó el desarrollo de la función y anduvo lentamente como en principio se había propuesto. Atrás escuchaba por fin los pasos convenidos, los esperados pasos, y un ritmo de reloj marcaba la cercanía de la mirada. Cuando introdujo su mano en el agua de la fuente Oliviera por ver de calmar la sed (jamás reconocería que otra de sazón la llevó al agua), el rostro de Ricardo Marinelli se reflejaba en la pileta. Se miraron.

Él pudo haber pasado de largo, atraído y espantado a la vez por la extrañeza. Pero Simonetta Signorelli lo condujo a su papel.

-Buona sera -le dijo.

-Buona será -respondió él. Y su sonrisa le encendió el rostro -tanto como la mirada-. ¿Busca un guía para que le enseñe Asís? -Y rompió a reír.

-Esta risa no estaba en el libreto -señaló ella con reproche.

-Las risas no siempre están en los libretos.

-Todo está escrito, señor -recuperó la suficiencia de la actriz.

-La risa, por ejemplo, no. ¿Usted ríe de acuerdo con un mandato?

-No me gusta hablar sobre el teatro. Hago teatro.

-Ya me parecía extraña... ¿Es usted actriz?

-Si usted no es actor -Simonetta lo miró fijamente-, ¿qué hace en esta obra?

-¿En esta obra...? -Ricardo titubeó entre la comprensión de la locura percibida y el deslumbramiento que los ojos pardos de Simonetta le suscitaban, no sabía bien si llamado por la curíosidad o por la ternura.

_El personaje debe conocer el título ole la obra. ¿Sabe usted el título ole esta ... ?

-¿Comedia ... ? -preguntó él.

Simonetta se apretó los labios en iana muestra de indecisión, igual que si la pesada nube de la depresión se le hubiera arrumbado en las sienes. La vida es comedia y drama, mas era preciso imponer el teatro a la vida y no usar a ésta como referente.

-No quiero hablar de teatro. Lo hago. -Se reafirmó en la necesidad ole continuar la obra con la intención de hurtar una respuesta que concretara la elección del género.

Conozco el título -se animó él para sorpresa de ella.

Era un atrevimiento. Quiso decir que el título era asunto de ella, pero reaccionó de este modo:

-El personaje -anunció con ironía y énfasis- propone un titulo.

-Propongo, señora -le siguió el juego-, que esta obra que vos y yo representamos se titule La mirada inconclusa.

Ella hizo un gesto de desagrado y no reconoció la pertinencia del título. ¿Acaso quería de este modo insinuarle alguna de sus carencias? Se lamentó para sus adentros de una sombra que le venía de la vida: la dama hostigada. Pero muchas sombras de la vida se suben a la escena, y la dama hostigada es un personaje como otro.

-La mirada inconclusa... La mirada inconclusa... -Simoneta repitió varias veces el título preguntándose algo, recreando su sonido, mientras los dos ascendían por las escalinatas que los llevaban hasta la terraza de Santa Margarita, sobre el ancho campo de césped de San Francesco, con la visión inesperada de la majestuosidad gótica de la basílica- La mirada inconclusa es un título ambiguo -concluyó.

-Por eso.

-La dama hostigada es otro título posible -sugirió tímida.

-Sí.

-Un caballero de Asís se encuentra con la dama hostigada -le explicó-, una peregrina que ha recorrido caminos y caminos, y que conserva, a pesar de tanto andar -sonrió y se tocó la pamela- un impecable aspecto y un sorprendente vigor...

Cambió su adusta manera de coraportarse por un inusitado entusiasmo. Él tomó sus manos. Con intención de desviar el diálogo, le dijo:

-Parlame di te.

Ella miró a la basílica, pensativa.

-Parlame di te -repitió con una voz íntima que a Simonetta le parecía la única voz viva de As1s a aquellas horas, quizá la voz más queda y a la vez más virilque hubiera oído nunca.

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Simonetta Signorelli, actriz

-Parlame di te.A Simonetta Signorelli no le fue posible recobrar la dirección de la obra para rechazar esta íntima manera de abordar a la dama hostigada. No resultaba tolerable.

-Parlame di te- le sugirió él.Unas campanas rompieron el silencio.La representación se iniciaba con una mirada entre los protagonistas. No se trataba de una mirada cualquiera. No bastaba la mirada de soslayo ni la mirada de deseo. Podría ser una mirada de complicidad, pero tampoco estaba dispuesta a que fuera de fácil definición. Algo así como la mirada de una sombra o como esas miradas cuyos efectos uno sufre de tal modo que al recordarlas las atribuye al sueño. En cualquier caso, una mirada sorprendida, la de unos ojos entregados a la trivialidad que, de improviso, se detienen ante lo trascendente. Ella encarnaba la trascendencia.

La noche de la llegada a Asís paseó los ojos por la vía del Corso Mazzini, sin inquietud aparente, y cuando los tuvo cansados y el frío de la depresión, a pesar del calor de septiembre, invadió su cuerpo, solicitó una grappa en un bar. Miró a la calle y se inmovilizó. No estaba segura de que fuera cierto el prodigio: unos ojos sobresalieron entre la concurrencia de paseantes, los vivísimos ojos -pardos o verdes, no sabía- de un joven que andaba con prisa. Tuvo la impresión de que sólo los ojos se detuvieron, de que el joven hubo de volver atrás reclamado por sus propios ojos. Le incomodó que la emoción de la hembra se impusiera a la racionalidad de la artista y se puso a andar precipitadamente.

-Parlame di te -insistía él.

-Un tono demasiado intimista -advirtió Simonetta, barruntando el latido del deseo en el discurso de la representación. Estuvo dispuesta a decir que venía de Lucca, donde había nacido. Pero no estaba allí para decir la verdad- Soy romana, una chica romana, una, vulgar chica romana.

-Con mucha sensibilidad...

-La fea de la familia, la fea de la universidad. Soy la fea.

-No estoy de acuerdo.

-Haga el favor de atenerse al libreto. Soy la fea y la rebelde de la familia. Por eso advertirá usted mi condición huraña.

-Más frágil que huraña, pero, evidentemente, descontenta.

-Tiene usted razón. Soy una transgresora por eso mismo. Mi padre era fascista -invocó a la memoria para deformarla-, y desde pequeña me acorraló por hembra. Pero la verdad es que no sé a quien detesto más, si a los hombres por no encontrarme yo en sus circunstancias o a las mujeres por ser yo una de ellas.

-¿Qué envidias de los hombres? -se interesó él.

-El poder.

-¿El poder ... ?

-Sí, sí, el poder. ¿No ama usted el poder ... ? ¿Cómo, si no, se consuma la venganza?

-¿La venganza de qué ... ?

Ricardo preguntó perplejo, más poseído por la compasión que por el desencanto.

-Esta obra resulta demasiado discursiva, mi querido amigo, y es usted el culpable de este rumbo. La dama hostigada quizá se esté correspondiendo con su título, pero falta movimiento, acción...

Se puso en pie, ensayó gestos y muecas, danzó inesperadamente tarareando canciones napolitanas.-Fuera el tedio, caballero. No es un enamorado reflexivo el papel que usted encarna. Conforme al libreto, debe ser un pícaro, un seductor...

-Ése es un papel peligroso, Simonetta.

-La ficción evita todos los peligros.

-Yo no renunció a ninguna emoción.

-Los artistas seleccionan las emociones. ¿No es usted un artista?

Temió el abandono, temió decirle que no. Sabía que si le hiciera la pregunta -¿consigues dejar de ser tú misma para ser la dama hostigada?- podría responder que nunca era ella misma. Estaba seguro de que de no seguir el juego se impondría la despedida.

-Te invito a entrar en la noche -exageré el gesto de desafio-. ¿No tienes miedo?

-No, me siento muy segura en la noche, la noche es ambigua.

La tomó por la cintura, y ella maldijo a la hembra, incapaz de distinguir entre la realidad y el sueño; una menesterosa que trata de confundir la ficción artística con el sueño de la razón. Cuando él le preguntó si se sentía incómoda -la mano de Ricardo posada en la cadera de Simonetta-, dudó de que la respuesta perteneciera más al teatro que a la vida. Le dijo que no, pero se sintió crispada con la hembra y aclaró en seguida lo que la actriz debía aclarar:

-Lo he elegido yo a usted y no al contrario.

-¿La dama hostigada es un título irónico?

-La dama poderosa sería un título obvio.

Al besarla, puso en las fuerzas todas las ganas de la dominación, y ella trató de moderlo, arisca, para acabar con una fascinación a la que se resistía. Simonetta Signorelli estaba hecha para la apariencia, para la invención.

-Es usted un incompetente para la simulación.

-¿Me lo reprochas?

-No creo que le esté sugiriendo que gozo con su incompetencia...

La abrazó y ella rechazó el abrazo por instinto. Luego se acogió a él y lo acarició con desmesura. Quiso subrayar con la exageración la teatralidad de la escena. Él puso voz de galán antiguo y recuperó de la memoria los énfasis de las viejas comedias:

-¿Qué quieres de mí, bella dama?

-Un hijo -colocó sus manos sobre el vientre y se adelantó unos pasos, como si en la llanura de Asís estuviera el patio de butacas-. Quiero un hijo... -gritó.

-Telón, telón, por favor -jugó él.No le pareció propio de la escena que apareciera él desnudo y ella con un hermosísimo camisón de blonda. Pero mientras acordaban todos estos detalles le aseguró que no darían un paso en la representación de mantener excitado su miembro viril del modo en que podía verse.

En el instante en que el telón se abriera se les vería en la cama, cubiertos con las sábanas -"No, con la colcha. El estampado de la colcha es más bello"-, los dos rostros fundidos en un beso.

-Los rostros, eh; los cuerpos separados, separados...

Se prepararon en la oscundad de la cámara del Windsor Savoia. Las luces de batería de sus mesillas de noche iluminaron la escena.

Ella tendría que suplicarle pasión y expresarla; había ensayado las frases que una mujer de mundo dice en la cama, y habría de decirlas al dictado de un libreto que estaba segura de tener perfectamente perfilado. No se interpondría la hembra para hacer fracasar a la actriz.

Ella tenía que representar a Simonetta Signorelli, y no dejaría a Lucía Lombardi -nombre y apellido de su documento- interponerse en la vida de Simonetta. Pero él no cumplía las reglas del juego y le estaba devorando las entrañas. Lo maldecía porque sus palabras eran las dictadas por la pasión que ella repudiaba.

No parecía ser Lucía Lombardi ni Simonetta Signorelli, ni sabía si lo que la llenaba de un calor placentero era cosa de ficción, realidad o sueño. Los ojos de Ricardo le dictaban las palabras emocionadas, sus labios la inmovilizaban como sólo se recordaba en las pesadillas.

-Un hijo, mi amor, un hijo -gritó sin contenerse en la extenuación del orgasmo.

Después de balbucir palabras incoherentes en los resquicios del gozo, el intentó, sonriente, gritar "telón, telón", esperando que ella apagara las luces de las mesillas.

-No, telón, no. No... -ordenó ella, rotunda.

Acudió al baño, y a la vuelta al lecho lo encontró dormido, serena y placenteramente dormido.

Pero ella -Lucía Lombardi- era presa de la derrota y barruntaba los vientos de la depresión. Simonetta Signorelli no le perdonaba la traición y le exigía ahora acabar la obra según estaba previsto.

Abrió el bolso, tambaleándose extrajo de él un cuchillo y con una escasa habilidad, que como actriz hubo de reprocharse, lo clavó en el mismo corazón del traidor. Ricardo Marinelli profirió lamentos de extenuación como en el orgasmo. La última provocación.

Lucía Lombardi lloraba, abatida por la depresión. Simonetta Signorelli le ordenó agrupar trapos bajo sus ropas hasta simular un vientre. Lo hizo.

-Un hijo de la ficción, un hijo de la ficción -se repetía.

Una vez vestida se acarició el rebosante vientre de trapos con ternura. Hablaba dulcemente con su hijo.

-No des pataditas, cariño, no des pataditas a mamá.

Se apagaron las luces de la estancia. Simonetta Sigu-orelli -esta vez, sí- mandó bajar el telón.

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