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Wolfenbüttel

Wolfenbüttel es una pequeña ciudad de la Baja Sajonia en la que acabo de pasar un par de semanas. No sé lo que a otros les habrá movido a visitarla; tal vez el primor con que en su centro se conserva la arquitectura civil alemana de los siglos XVI al XVIII. Para mí, ese encanto ha sido un hallazgo apenas esperado, porque lo que yo buscaba en Wolfenbüttel no era una ciudad, era una biblioteca: la que a fines del siglo XVI fundó el duque de Braunschweig-Lüneburg, creció bajo la dirección de Leibniz, luego bajo la de Lesing y, sin alcanzar la fabulosa dimensión de otras, singularmente las americanas, constituye un espléndido lugar de trabajo para cuantos se interesan por la medicina y la ciencia de la Europa moderna. No menos 350.000 volúmenes impresos antes de 1830 se conservan, fácilmente accesibles, en sus cuidadísimos depósitos. Durante ocho horas diarias, en ellos he encontrado casi todo lo que hacia ellos me llevó. Casí todo. ¿Cuándo encuentra uno todo lo que busca, si es de veras ambicioso?Loado sea Wolfenbüttel. Yo le debo una de las certidumbres que más íntimamente apetece al viejo, cuando el trabajo es su vocación: la de saber que el todavía en que biográficamente vive no se halla tan lejos del ya humilde o egregio que 40 o 50 años antes él conoció. Más aún: la de advertir, viendo cómo trabajan los ocupantes jóvenes de las mesas contiguas, que para bucear responsablemente en el pasado siguen vigentes los métodos artesanales de antaño. Sólo ellos nos dan la firme seguridad de que el ordenador no nos puede.

Pero yo no escribo este artículo para hablar de mí, sino para hablar de VVolfenbüttel. O bien, más reducida y concretamente, de cómo el modesto hotel en que me he alojado me ha hecho sentir el inquietante trance por el que la, Alemania actual, la Europa actual, ante nuestros ojos y en nuestros corazones, están pasando.

El pequeño hotel en cuestión -10 habitaciones distribuidas en dos pisos, a las que se asciende por una punto menos que circense escalera de caracol debió de ser instalado en el último cuarto del siglo XIX. Aparte otros detalles, así lo delata la estética del saloncito que en la planta baja sirve de comedor, y muy especialmente la serie de fotografías que presta ambiente histórico a sus paredes. Para mí, curioso del pasado, doliente del pasado, dos de ellas, y con ellas un apéndice no fotográfico, se han convertido en términos de reflexión y referencia.

La primera es de. 1905, época del creciente esplendor de la monarquía de Guillermo II, el Kaiser por antonomasia. No por azar preside su efigie la orla que rodea a la nada chica imagen fotográfica. Ésta recoge el momento distendido y lúdico de las maniobras que ese año y en ese mismo lugar ejecutó cierto regimiento de artillería. En torno a unas mesas, grupos de reservistas uniformados levantan sus correspondientes bocks de cerveza. Seguramente están cantando a coro. ¿Qué? Acaso una canción cuyo estribillo fuera el pie de la fotografía: Kanonendonnern ist ünser Gruss (Tronar de cañones es nuestro saludo). Son los Herren Müller de las primeras crónicas alemanas de Julio Camba. Diez años más tarde, muchos de ellos habían de caer en las batallas del Marne y el Somme; y entre los supervivientes, casi todos iban a asistir a la movilización de sus hijos en septiembre de 1939. "Ahí está mi padre", me dice el dueño del hotel.

Mil. novecientos veintisiete es la fecha de la segunda fotografía. Anteayer, en la cronología histórica de Europa. Correctamente vestidos de cazadores, según la estampa tradicional de los devotos de la casa, varias docenas de pacíficos tudescos posan en ordenado grupo ante la cámara. Acaban de celebrar el CL Aniversario del Königschiessen, y quieren conservar recuerdo visible del acto. (Königschiessen: concurso de tiro entre cazadores; sólo con la ayuda de una enciclopedia pude saber lo que esa vieja palabra alemana significa.) Más allá de la imagen, dándole invisible fondo, la Alemania de Weimar y Stressemann; una Alemania que -oficialmente, al menos- sólo con hábiles tiros de escopeta y no con atronadores cañonazos como saludo, quiere evocar el pasado.

Bajo la primera de las dos fotografías pende un cuadrito, al pronto enigmático. No contiene imagen alguna. Con dos fechas por todo encabezamiento -1939-1945-, dos columnas de nombres de ciudades germánicas, polacas y rusas, Breslau y Cracovia los primeros; Viena y no sé qué balneario austríaco o bávaro, los últimos. "Ahí está mi padre", me ha dicho el dueño del hotel, extendiendo el dedo índice hacia uno de los artilleros reservistas que beben y ríen cantando Kanonendonnern ist unser Gruss. "Aquí estoy yo", añade, señalando esa copiosa lista de ciudades. Con 19 años fue movilizado en 1939, y durante casi un lustro combatió en el frente del Este, hasta la retirada final del Ejército alemán. Por todas esas ciudades pasó cuando joven, alegre y victorioso al comienzo, hosco y derrotado luego. No hay en él patetismo alguno cuando, con poquísimas palabras, lo recuerda. Es un viejo listo y astuto que pasa varias horas al día sentado en tomo a una mesa, cerveza va, cerveza viene, conversando con varios amigos de su edad.

Tres momentos de la Alemania y la Europa de nuestro siglo. Y ahora, ¿qué? Rápidos, pero corteses, los Mercedes y los Volkswagen corren por las calzadas de tránsito rodado. En las calles peatonales, adultos de aire burgués y jóvenes con vaqueros y cabellera variopinta degustan su helado italiano. Italianos son también casi todos los que los venden, anuncian el despacho de pizza y rigen restaurantes o los sirven. Acá y allá, fiel al indumento que delata su origen, una mujer turca arrastra a dos o tres niños que acaso empiezan a sentirse alemanes. Pocos españoles; hace años fueron bastantes más. (Entre los españoles de Wolfenbüttel dos quiero, al menos, en inciso, mencionar, profesores los dos: Emilio Hidalgo, docente en Braunschweig y eminente estudioso de Gracián, y Matilde Romagosa, que enseña castellano y catalán a los alemanes y presta generosa ayuda a cuantos inmigrantes, polacos o negros, de ella han menester.) A una treintena de kilómetros, la frontera con la llamada Alemania Democrática hace patente la indecisa, acaso inquietante, realidad actual de Alemania y Europa.

Bajo las obvias diferencias nacionales en calidad y en cantidad, pienso que esa realidad viene a ser la misma en todos los países de la Europa occidental. Pese al paro forzoso, pese a la superpoblación, pese a la crisis económica, en todos ellos puede verse lo mismo: por fuera, vida cómoda, relativa prosperidad, libertad política y social económicamente matizada; por dentro, más o menos manifiesta, cierta honda inseguridad histórica y, si se me permite decirlo así, una mansamente desabrida y amenazada alegría de vivir. Qué distante, ésta de hoy, de la inconsciente y alocada -aunque en su seno la angustia y el cuidado fuesen filosóficamente descubiertos- que corrió por Europa y América durante los happy twenties. Con sus 300 millones de habitantes, casi todos cultos, cultísimos no pocos, ¿qué puede hacer, qué hace esta Europa, forzada a moverse entre dos colosos, de cuyo acuerdo depende su diaria tranquilidad? Germánicos y franceses, italianos y españoles, británicos y escandinavos, ¿seremos capaces los europeos de inventar una forma de vida en la cual, si no eliminada, porque en la historia la quietud es muerte, sea creativamente mitigada esa sorda inquietud que por todas partes subyace hoy a la alegría de vivir? Más de una vez me he hecho esta pregunta, mientras iba hacia la sala de lectura de la Herzog August Bibliothek y desde ella volvía hacia un pequeño hotel en cuyo recinto -aliviando algo el rigor (le la sentencia cervantina- pocas comodidades tienen asiento.

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