Un mapa diferente
LOS PARLAMENTOS autonómicos completan estos días el mapa político de la nueva situación regional en España, acomodándolo a los resultados de las elecciones del pasado día 10 de junio. Si ayer fueron reelegidos los socialistas Joaquín Leguina y Carlos Collado para presidir los Ejecutivos de las comunidades de Madrid y Murcia, respectivamente, a lo largo de esta semana se producirá la mayor parte de los relevos provocados por la caída de voto del PSOE.La tendencia de los pactos poselectorales, que en la mayor parte de los casos han servido para formar alianzas cuyo único banderín de enganche es la actitud a ultranza anti-PSOE de la mayor parte de los diputados autonómicos que no pertenecen a este partido, ha acabado de redondear el proceso de erosión que iniciaron los antiguos votantes socialistas que en esta ocasión modificaron el sentido de su voto. Un mapa regional repleto de mayorías absolutas socialistas deja paso a un mosaico cargado de múltiples matices. Pese a la incertidumbre que existe sobre el final de las negociaciones en Navarra, donde podría repetir el candidato socialista o alcanzar el poder los regionalistas de la Unión del Pueblo Navarro, está claro que a partir de ahora el PSOE gobernará en menos de la mitad de las comunidades autónomas españolas.Por otra parte, la nueva situación -caracterizada por un escaso número de mayorías absolutas en los Parlamentos regionales- abre la puerta tanto a Gobiernos minoritarios que necesitarán pactar acuerdos puntuales con los grupos de oposición para hacer prosperar cualquier iniciativa como a esos Gobiernos de coalición que, según el sondeo de opinión publicado por nuestro periódico el pasado domingo, constituyen en estos momentos la preferencia de un 52% de los españoles consultados por los encuestadores. La imagen que se han formado los ciudadanos de cómo se han utilizado hasta ahora las mayorías absolutas -prepotencia, caprichosidad, despilfarro, inexistencia de verdadero control democrático sobre los cargos públicos- ha impulsado, sin duda, esta nueva realidad. A las autonomías les ha llegado un mandato de búsqueda de consensos y de esfuerzos de negociación muy parecido al que los ciudadanos han dado al poder municipal, con lo que se generaliza lo que hasta ahora era la excepción vasca -tan difícil de articular tras las elecciones autonómicas de aquella comunidad-, en un posible ensayo general de este tipo de fórmulas para una futura gobernación del Estado.
Detrás de los nuevos Parlamentos y Gobiernos autonómicos, y al igual de lo que ha sucedido en numerosos Ayuntamientos, es difícil no percibir también un claro deseo de los ciudadanos de situar en las esferas regionales y locales a un poder alternativo al de la Administración central, para buscar en el marco de la competitividad unos niveles de eficacia que no se consiguieron en la etapa de la fácil coordinación -pero excesiva subordinación- entre unos poderes regionales y la Administración central servidos por un mismo partido.
Aunque hace algunos meses el Gobierno socialista desbloqueó la espinosa cuestión de la financiación autonómica, la verdad es que el partido gubemamental no ha demostrado tener ideas concretas y aplicables sobre la manera de descentralizar eficazmente el poder evitando duplicidades y, al mismo tiempo, salvaguardar su capacidad de coordinar la gestión del conjunto del Estado. El problema de fondo reside, sin embargo, en que tampoco Alianza Popular -que a partir de ahora dirigirá la política de cinco comunidades- ni los suaristas del CDS -que lo harán en una-, y mucho menos aún los partidos regionalistas nacidos de la fragmentación de la derecha, han definido hasta el momento de una forma convincente cuál es su modelo final del Estado de las autonomías. Con este panorama, está por ver si la fragilidad con que nace la mayoría de los nuevos Gobiernos autonómicos se traducirá en una práctica política más responsable y prudente que la que exhibieron sus antecesores, o si sus batallas de campanario acabarán de desacreditar al conjunto del planteamiento autonómico, desvelando los niveles de improvisación e irresponsabilidad política que se cometieron en la transición con el objetivo de desnaturalizar los Estatutos de autonomía de las nacionalidades históricas del Estado, que ya tenían tradición descentralizadora.
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