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Noches de insomnio con la discoteca en la calle

Los paseos y plazas de Madrid son espacios públicos de uso público. Corresponde al Ayuntamiento no sólo su mantenimiento, sino también el garantizar su uso público. En esos espacios privilegiados, frecuentemente hermosos, se produce la siempre dificil armonía entre ciudad y ciudadano, en forma, por una parte, de fuente, banco y árbol, y, por otra, de niño, amantes, anciano, lector de periódico y paseante de perro.En tan especiales lugares, los ayuntamientos vienen autorizando, con sumo cuidado, algunos artilugios privados de servicio al público: obsérvanse así el quiosco de prensa, las castañas con el frío, los helados con el calor e incluso las terrazas; estas últimas, de mayor impacto, venían concediéndose con cuentagotas y con rigurosas condiciones de localización e impacto, y de criterios sociales para seleccionar a los adjudicatarios, etcétera. Incluso una ordenanza municipal regula exhaustivamente el tema, con una correcta filosofía global: que la concesión no obstaculice el uso público del entorno, que éste quede preservado y que la política de concesiones sea acorde con la vocación social y progresista que exhibe el Ayuntamiento madrileño.

Ordenanzas municipales

Pues bien, las recientes concesiones municipales de terrazas y chiringuitos rompen brutalmente, en numerosos casos, con estos principios, y contradicen por doquier fondo y forma de varias ordenanzas municipales; la desfachatez de algunos concesionarios y su impunidad ante el Ayuntamiento añaden nocturnidad (es bien el caso) y alevosía al desaguisado.

Por doquier pueden verse espectáculos que deberían sonrojar, muy en particular, a aquellos que, en reuniones de urbanismo hechas a medida, disertaban no ha mucho sobre el hacer ciudad, sobre la función social del espacio público y que han llevado incluso su pasión por el mobiliario urbano integrado a crear un carrito municipal normalizado para uso de asombradas castañeras.

Aquí es un chiringuito plantado, con sus mesas y sus sillas, dentro de una hermosa fuente delimitada por un bello banco de piedra circular; allí es una terraza que ocupa íntegramente una bella plaza. Estos ejemplos, entre docenas, están tomados de lugares tan importantes como el paseo del Prado, Las Salesas o la plaza de Santa Ana.

Pero el espectáculo mayor se produce en el paseo de la Castellana y en la plaza del Descubrimiento (Colón); tramos enteros de la primera han sido materialmente cerrados al viandante por la imponente barrera que forman cajas de bebidas, más chiringuito, más veladores, setos, más futbolines, más billares, más estrados con músicos y un creciente etcétera, de forma tal que sólo los muy valientes se atreven a una difícil travesía por un exiguo pasillo por donde transitan exhaustos camareros y donde permanece de pie un apretado mundo de sufridos servidores de la moda.

Y es que esto va de discotecas y de locales en la vía pública (si alguien lo duda, algunos precios practicados terminarán de convercerle), hay quien exhibe policías privados para proteger el local, o quien deja bien claro que para asistir a la inauguración de su terraza se exigirá invitación. Al tiempo que, con el solo límite de la imaginación posmoderna, se multiplican decorados e iluminarias, añádase que la rentable publicidad ha hecho su tranquilizante aparición en todo lo visible.

Justo es reconocer que el siempre difícil problema del aparcamiento está magníficamente resuelto, en batería, en esa inútil y oscura tierra de nadie que ya son los tramos de la Castellana sin terrazas. Para las horas de mayor aglomeración, frente a las discotecas más solicitadas se dispone del tierno césped de la calzada central; importantes monumentos de colorido neón, así como potentes focos, orientan y guían desde lejos al personal, al tiempo que enérgicos sones musicales de los unos y los otros nos ayudan a elegir la discoteca de nuestras preferencias. Los locales cuentan, obviamente, con jardinería e iluminación suplementaria propios.

Madrid, que ya tenía récords europeos de ciudad ruidosa, ha confirmado claramente su liderazgo; de repente, miles de madrileños más (en los distritos centrales, fundamentalmente) duermen menos y peor: una aureola de pachangueo y tráfico sube por fachadas y se cuela en los más recoletos patios interiores. Los expertos sitúan la tregua entre las tres de la madrugada y las siete de la mañana.

Entre el botijo y la silla de tijera en la puerta de la casa de ayer y la orgía de luz y sonido (bastante hortera, por otra parte) de hoy cabe un justo término: así lo exigen tanto la salud de aquellos que no pueden prescindir del descanso nocturno (verdadera mayoría silenciosa) como la salud urbanística y ambiental de nuestra ciudad: al que objetara que aún quedan tramos de plazas y paseos libres del negocio respondiérale que recapacite en lo abarrotadas que están de tanto desterrado de otros paseos y plazas. No seré yo el que les traicione con un chivatazo.

Contra el plato de lentejas de un modesto canon, el Ayuntamiento de Madrid ha propiciado un gigantesco y agresivo negocio privado en la vía pública y contra la vía pública, sobre la belleza de la ciudad y contra el uso de ésta por todos. No es ninguna novedad, pues se trata de una manifestación más de los criterios que dominan en el ayuntamiento socialista sobre la gestión del suelo público.

No es tampoco casualidad que las concesiones en los lugares más rentables hayan recaído en verdaderos industriales de la movida madrileña, que han encontrado en el Ayuntamiento la necesaria comprensión y apoyo que les permite con alegría y desenfado (amén de pingües beneficios) acoger en sus nuevos y céntricos locales de verano, toda la galanura y modernez de la noche de Madrid.

Hacia el año 1992

Por otro lado, de todo esto trasciende una subcultura del bullicio y la marcha llevada al absurdo, que es, al parecer, lo que va a aportar Madrid a la movida de 1992.

Los más pesimistas dicen que nos esperan cinco años de creciente histeria y, en el fondo, de exilio interior para los madrileños; otros pensamos que es asunto de todos los ciudadanos el poner cotos.

En cualquier caso, es necesaria una investigación sobre las condiciones de atribución y explotación de las terrazas en la vía pública de Madrid; quizá después, en la dignidad y la mesura recobradas, ocuparán su lugar, que lo tienen, discretas terrazas donde haya horchata y precios asequibles, y donde el suave murmullo de la voz humana no impida al vecindario del tercero dormir plácidamente con la ventana abierta como siempre fue su costumbre.

Mario Nolla es urbanista y ex concejal del PCE del Ayuntamiento de Madrid.

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