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Avatares de la ociosidad

No hacer nada, ni tan siquiera mover la mano para codiciar, dejar reposar el corazón anhelante en el ensueño de la dulce placidez, el simple estar ahí, respirando el aire del mundo, la suave y acariciadora siesta del deseo, constituye uno de los placeres más intensos del hombre activo, desesperadamente dinámico, de nuestro tiempo. El ocio aparece tanto más voluptuoso y necesario porque es el remanso útil e indispensable de la actividad incesante, de la energía humana desgastada. Por el contrario, la holgazanería es descanso permanente, no trabajar nunca, el tumbarse en la vida que lleva a la nada del ser o tedio del existir que tanto semeja a una muerte viva. También no hacer nada, -no soñar ni apetecer, que va aniquilando la voluntad de vivir, puede constituir el supremo goce de la beatitud ascética, pero es una utopía real de autosuicidio. Natural es que la ociosidad deleite tras una jornada febril de trabajo. Más aún, necesitamos disfrutar el placer del ocio para sufrir el penoso dolor de la tarea cotidiana o del mero existir aunque no se despliegue una ardua labor. Para gozar del ocio buscamos distanciarnos de los espacios habituales de nuestra tensa, amarga, despiadada actividad cotidiana.Los ideales del ocio siempre han ocupado la mente de los hombres, ansiosos de dichas refrescantes, vitalizadoras, y soñaron paraísos como el de la juventud perdida, la mañana apolínea, la serenidad vivida y gozada, la Grecia que describe Hegel: "Si el primer paraíso es el de la naturaleza humana, éste es el segundo, más alto que aquél, el paraíso del espíritu humano que surge ante nosotros en toda su bella naturalidad", asombrado al descubrir la perfección tranquila de la ociosidad. Holanda constituyó eI paraíso de la quietud, para- el pintor Vermeer, plasmado en las callejuelas de Delft y en los espejos, inmóviles de desesperación que son sus cuadros. Igualmente Baudelaire sintió que Holanda era el fin de todos los viajes, y allí, en sus canales, duermen los navíos que vienen de todos los rincones del mundo para satisfacer hasta los menores deseos que turban a los hombres: "Lá tout est luxe, calme et volupté", una tierra dulce, propicia a la reflexión. También nuestra Castilla austera, sobria, infinitamente sosegada, es el símbolo de la quietud del tiempo, del ocio vivificante, de la inmutabilidad de la historia: "Sueño de no morir es lo que infundes a los que beben de tu dulce calma" (Unamuno). Así surge otro mito del ocio como sueño de inmortalidad, que nuede llevar a la renuncia de la existencia individual histórica. El ocio no es sólo placer de la distensión, también ofrece un seguro refugio para la reflexión o pasión meditabunda. El ocioso puede ser enormemente activo, estudiar, investigar, sin dejar nunca de afanarse, desde su quietismo, por múltiples problemas y Regar a la noche agobiado de preocupaciones. Asimismo el ocio inclina a conversar, acudiendo a las tertulias de café, que tanto deleitaron a los madrileños, ciudadanos mesocráticos de una ciudad sin burguesía, porque el negocio (negotium) es la negación del ocio. El hombre que corre tras la fortuna es un aventurero, sube y baja, está aquí, luego allí, pues su vida está ligada a la casualidad más desconcertante. Mientras el ocioso, como contemplativo que es, permanece en el centro de los múltiples espejismos de la vida."

La pereza, ese hacer muy poco y con mucha tardanza, es otra forma del ocio que muy pocos pueden ufanarse de disfrutar. Marx habla de una heroische Faulheit, pereza heroica que finalmente fue desterrada por la industria moderna, cuyos ritmos de Droductividad exigían movimientos acelerados. Naturalmente, poder vivir sin ambiciones, metas que alcanzar y la renuncia a poseer los múltiples objetos de la seducción fetichista es de por sí una suprema audacia. En este sentido, la pereza es la verdadera santidad de nuestra época, la del capitalismo tardío, pues sólo el perezoso y el asceta se apartan de la, sociedad y de la vida para poder gozarlas en su más profunda esencia.

Sin embargo, el ocio no ha podido separarse nunca del trabajo. La moral calvinista estimulaba la pasividad que exige la vida contemplativa para compensar el agotamiento de una labor dura y estricta. El ocioso, como no puede descansar siempre, es un trabajador infecundo que ocupa sus horas vacías con invenciones, forja planes, imagina viajes para huir de las. tristes penas de la vida que da mucho trabajo resolver. "Las vivencias son las fantasmagorías del ocioso" (Walter Benjamin). Por ello goza de una intensa vida interior, que le permite, desde su lejanía, compenetrarse con las emociones ajenas. Tiene un enorme poder de comunicación afectiva, directa, que los filósofos alemanes llaman Einfúhhung, hasta llegar a la perfecta identificación con los otros. Pero el ocioso, contento en la sublime placidez, puede creerse como Dios mismo, quien descansó eternamente después de su exhaustivo trabajo de crear el mundo. Para evitar este endiosamiento y excesivo entusiasmo por el ocio, la sagaz burguesía inventó una consigna de validez universal: el trabajo es el honor y la dignidad del hombre.

Llegar a un estado de reposo e inercia perfecta puede constituir un ideal remoto, inalcanzable. El gran poeta Manuel Antonio decía en una carta a su amigo el pintor Álvaro Cebreird: "Ya veo que estás empeñado en no hacer nada. Es una de las cosas que cuestan más trabajo conseguir". Así podemos comprender que este afán de no hacer nada, que es el trabajo secreto del ocioso, le impulse a soñar con una mayor benéfica quietud. También los holgazanes, como el estudiante, el jugador, el charlatán de café, nunca parecen satisfechos y desean aprender cosas nuevas ganar más o decir la última palabra en la tertulia. Es "el mal infinito" de que habla Hegel, que atormenta la conciencia del vago imperfecto, descontento por no haber alcanzado la ociosidad ideal.

El ocio puede constituirse en pasión, cuando es pereza que consume por dentro al que la Vive y le priva de la descansada serenidad en que se gozaba. En consecuencia, el paraíso del ocio, esa quietud con que han soñado siempre los hombres, se convierte en tormento íntimo, en una cegadora ansia de infinitud. Es el castigo que inflige la sociedad industrial o posindustrial moderna a los que desean vivir en paz y sosiego, ajenos al bullicioso tumulto de un mundo devorado por las codicias múltiples de ser.

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