La moda en el tiempo histórico
Fútiles podrán ser, si así se quiere, y hasta ridículas, las emociones que al profano le procura la arqueología. Extasiarse delante de unas ruinas desnudas de cualquier belleza tan sólo porque se sepa que pertenecieron a tal muralla romana o templo griego parecerá tal vez absurdo. En el fondo no lo es. Tiene sentido, si bien se considera, y un sentido profundo. Aun mínimas, las reliquias del pasado humano son huellas que el espíritu ha dejado marcadas sobre la materia inerte durante el curso de la existencia fugaz, y al darnos su testimonio prestan un atisbo de eternidad.¿Cuál sería, si no, la causa del conmovido interés con que recientemente hube de repasar yo las vitrinas donde el Museo de Victoria y Alberto exhibe en Londres una rica colección de trajes y adornos que recapitula la historia de la moda europea desde el siglo XVI hasta ayer mismo? Las prendas que esos maniquíes visten fueron usadas por hombres y mujeres del pasado, son despojos de un tiempo tan actual en su día como es en el de hoy el momento en que nos encontramos viviendo. Y cuando alguien como yo ha vivido desde comienzos de este siglo los cambios vestimentarios que en momentos sucesivos iban marcando las alternantes fases de la moda, puede bien -ante esas vitrinas de un museo- prolongar hacia atrás su personal experiencia y colocarse en una radical solidaridad con los innominados personajes a quienes en siglos anteriores pertenecieron las ropas y utensilios ahí expuestos. Si entonces se pregunta uno: pero ese corte de chaquera, ese estilo de pantalón, ¿no son acaso los que también usaba yo hacia la década de los veinte? ¿No me ponía yo acaso por tales fechas unos botines como ésos? Aquel sombrero de paja, ¿no es igual al que tuve yo en mi adolescencia? Aquel corsé, aquella blusa, ¿no son los que llevaban mis primas mayores cuando yo era niño? Y esos bastones, los abanicos, los broches, ¿no son iguales a los que estaban guardados en armarios y percheros de mi casa desde antes que yo naciera?. Podría extender así, imaginativamente, a través de algo tan superficial en apariencia como es el atuendo de gentes cada vez más remotas, la vivencia propia y única hacia un pretérito infinito, apropiándoselo y, a la vez, enajenándose en él. Quizá en esto consista la emoción arqueológica.
Tocar con mis manos, en cierto día de un ya lejanísimo mayo, las piedras calcinadas de Numancia o recorrer, años más tarde, las calles y casas de Pompeya, relieves patéticamente congelados de un festín de la vida, fueron ocasiones para mí de una tal emoción que procuraría reflejar en las páginas de una meditación literaria, conservada -o, mejor, olvidadahoy entre mis libros. Y todavía, después, al despedirme de mi Chicago en uno de los varios avatares de mi personal destino, la contemplación de cierta momia expuesta en el museo de aquella universidad ejerció sobre mí, a lo primero, un efecto paralizador, y enseguida me proyectó sentimentalmente hacia el Egipto faraónico, donde 27 siglos atrás viviera la jovencísima criatura cuya existencia había pretendido preservarse para siempre mediante la momificación.
Pero estas identificaciones emocionales con la vida humana pretérita cuyas huellas retienen objetos inanimados, restos mortales, sí bien procuran saltos -o sobresaltos- como esos míos, no manifiestan la virtud específica de los despojos vestimentarios cuando éstos sirven para informar sobre la historia de la moda. Quiero decir con ello que una túnica ceremonial, por ejemplo, una presea, cualquiera de las cosas con que el llamado homo sapiens ha cubierto su cuerpo en tiempos y lugares distintos, son sí, desde luego, documentos de la cultura, obra del espíritu, y en cuanto tales nos hablan, igual que el inerte capítel de una columna o el puño de una cimitarra, de lo que en un momento dado fue vida humana palpitante; pero los trajes y adornos pertenécientes a la historia de la moda apuntan no sólo a un momento. concreto del pasado, sino también a una fase dentro de un determinado proceso social en cuya continuidad nos hallamos todavía nosotros, o al menos cuyo término hemos podido presenciar.
En mi calidad de sociólogo debo confesar aquí mi particular interés por un proceso tal que, pese a su presunta frivolidad, me pareció siempre significativo en muy alto grado. Por eso, al componer hace ya, muchos años mi Tratado de sociología hube de dedicar a su estudio un serio y demorado capítulo, conectándolo con el desarrollo de la clase burguesa a lo largo de la Edad Moderna. Y ahora esta exposición en Londres me vuelve de nuevo la vista hacia el fascinante fenómeno. Four Hundred of Fashion es el rótulo que llevan las vitrinas instaladas en el Victoria & Albert Museum. Son, justamente, los cuatro siglos a que se extiende la ya extinguida modernidad.
La modernidad, desde el punto de vista de las estructuras sociales, consistió en el ascenso de una clase social nueva, la burguesía, que rompiendo la, ordenación de los estamentos medievales establecería el predominio de un estrato, cada vez más amplio y más espeso, de profesionales cualificados para el desempeño de actividades económicas con iniciativa creadora; una clase, pues, abierta; esto es, desprovista de un estatuto jurídico privilegiado y apoyada en el reconocimiento del mérito sobre el principio de igualdad de oportunidades. Prueba fehaciente de ese mérito -y muestra quizá del favor divino- sería la prosperidad alcanzada, y signo visible de ésta, entre otros, la buena ropa.
Por supuesto que la ecuación entre riqueza y alcurnia existía desde siempre (hasta semánticamente los nobles eran llamados ricos-hombres y ricas-hembras) y que el rango se reflejaba con toda claridad en la vestimenta, pero en el período inicial de la nueva clase superior, cuando el villano empieza a convertirse en burgués y la monarquía absoluta hace cortesana a una nobleza desprendida de sus bases territoriales, en la confusión y anonimato de ciudades populosas el traje viene a ser único sello y supuesta garantía de una posición social eminente. El atuendo declaraba la calidad de la persona, y quien de un modo u otro -a veces con superchería- lograba superar el abismo entre los harapos y el lujo era tenido por gran señor. Aparecer bien portado era garantía de respetabilidad social, y a los impostores podía bastarles adquirir la ropa adecuada para pasar por nobles hasta que tal vez un azar -de los que la literatura picaresca se complace en describir ejemplarizadoramente- viene a desemascararlos. Las leyes suntuarías de la época tendrían la dudosa finalidad económica que se alega, pero eran ante todo un intento de proteger las categorías nobiliarias amanazadas por la irrupción de nuevos ricos, los burgueses, quien por lo demás podían comprar, y compraban, cartas de hidalguía y títulos de nobleza, o bien ascendían a ésta
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por los caminos de la burocracia (nobleza de toga), estableciendo su predicamento social todavía bajo esa ya bastante convencional cobertura. Hasta que por fin la Revolución Francesa fijará de modo patente su estatuto de clase dominadora mediante la supresión de los antiguos privilegios y la implantación de una democracia liberal con sufragio censatorio, que de un modo resuelto les confería la legitimidad del poder, un poder que ya venían teniendo en sus manos. De entonces acá las sucesivas revoluciones industriales han completado el proceso y cerrado el ciclo: la burguesía, en su condición de clase abierta y progresista, ha incorporado a la práctica totalidad de la población occidental, anegándose y disolviéndose en la masa, al mismo tiempo que creaba una tecnología capaz de encerrar en su red al planeta entero.
En ocasión reciente hube de postular que el ocaso de la modernidad está consumado con la II Guerra Mundial, que cierra el proceso. Por aquellas fechas redactaba yo el mencionado Tratado de sociología, uno de cuyos capítulos está dedicado a mostrar cómo el fenómeno de la moda, que, sin embargo, suele ser tenido por tan superficial y frívolo, refleja fielmente dicho proceso, del que la burguesía fue protagonista.
La moda -conviene dejarlo bien sentado-, si es cierto que debe ser incluida en la historia general del vestido, presenta caracteres muy peculiares y distintos, y muy destacadamente el de su movilidad volátil. Arranca, según quedó indicado antes, de una época en la que todavía consistía la función primordial del traje en evidenciar el rango de quien podía usarlo, un poco a la manera de los uniformes y con fijeza semejante. Pero al convertirse, con la burguesía, en escaparate de una riqueza cuya posesión era ahora cada vez más el título legítimo de preeminencia social, se utilizará para lo que Veblen, uno de los sociólogos que se han ocupado de la, moda, caracterizó en su Theory of a leisure class como derroche ostensible, haciéndolo entrar en una dinámica de creciente cambio competitivo. Si la lujosa ropa de antaño era conservada y aun se transmitía de padres a hijos, la moda imponía ahora desechar las prendas de la temporada anterior para estar siempre al día. Era preceptivo -de rigueur- estar a la última moda en el mundo de las valoraciones burguesas, y con razón pudo hablarse entonces de la tiranía de la moda: sus dictados resultaban de hecho más ineludibles que los de la moral o los de las leyes.
No sería ésta, desde luego, la oportunidad de resumir sus mecanismos. Baste al propósito actual con advertir cómo en el curso del tiempo, y conforme la burguesía ensanchaba su base e iban cayendo las barreras de clase hacia la homogeneización de pautas y valores en un cuerpo social de creciente porosidad, los modelos de fashionable llegaron a, ser imitados -y abaratados- casi instantáneamente en una masiva difusión industrial.
En fin, un par de décadas después de publicado aquel estudio mío, y al presenciar en Nueva York, donde a la sazón vivía, la revolución indumentaria que de ahí en adelante permitiría ya a cada quisque presentarse ante los demás vistiendo según le diese la gana, enuncié en un ensayito de circunstancias la opinión de que el fenómeno de la moda -lo que en sentido propio lo se entiende por tal- debía darse por concluido al desaparecer la compulsión social que lo sustentaba, dejan do la nueva permisibilidad campo abierto al mero capricho personal, a la fantasía extravagante y aun al delirio estrafalario. Ante el desfile por las calles o la concurrencia a actos públicos de gentes con las más diversas cataduras exhibiendo acaso desde pantalones vaqueros hasta uniformes de la guerra de Secesión, velos de odalisca, sombreros de copa o chiripá gaucho, pude adoptar el lema de Larra y, dándole ahora un valor literal no traslaticio, repetir que "todo el año es carnaval". Como carnavalescos disfraces se han sacado siempre del baúl, para diversión licenciosa, las modas del pasado. Y precisamente en el catálogo de la exposición del museo londinense se nos advierte, al ponderar la tarea de restauración efectuada en algunos de sus trajes para devolverles su digna autenticidad de objetos arqueológicos, que pudieron haber sido alterados, entre otras causas por la tentación que el vestido histórico supone para el baile de máscaras.
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