El triunfo
(Cuento inédito y apócrifo de Jorge Luis Borges)
En el colegio Calvino de Ginebra, donde estudié el bachillerato, comprendí que los fanatismos que más debemos temer son aquellos que pueden confundirse con la tolerancia. Durante aquellos cuatro años en los cuales viví a la luz de la hoguera que quemó vivo al médico Miguel Servet en 1553 sentí un aborrecimiento por Calvino, el verdugo, tan irracional como la pasión que concebí por su víctima, Servet.Setenta años después, pero aún con estelas de aquella dicotomía de adolescente en mi mente, conocí a la investigadora del Instituto, Francisca Barrado. Tenía escasamente 35 años; era flaca, pálida, indiferente, trémula y disciplinada. No se daba con nadie; pensaba que la Historia había seguido un proceso esencialmente fútil y que el mundo era un reflejo lateral y perdido de la célula que examinaba en su microscopio.
Lucas Montaña era un triste compadrito desembarcado en el Instituto en 1960 sin más virtud que la infatuación de su arribismo. Nadie sin embargo le acusó nunca de soberbia ni de misantropía, y menos aún de locura, cuando, fiel a su maniaca voluntad de prosperar, le vieron en 20 años pasar de recadero a director, Que este advenedizo internado en los laberintos de la administración pudiera recibir el Premio Nobel parecía de antemano imposible. Toda su vida fue un fraude. No fue ni un traidor ni un parásito, sino un funcionario que sin haber pegado nunca su ojo a la lente de un microscopio se convirtió en un falso experto en biología.
Cuando se supo que había aparecido un virus que destruía las células necesarias a la inmunidad del organismo humano, todos los institutos del mundo trataron, en mil y una noches secretas, de localizar aquel escondido agente más mortífero que la navaja o el combate contra el tigre.
Lucas Montaña confió a Francisca Barrado la misión de hallar este virus. Intuyó en ella una indiferencia que parecía regida por el azar y que hacía de su investigación un insípido y laborioso juego en el cual el triunfo sólo sería una chispa surgida de un fuego fatuo.
La investigación biológica se hacía en un número indefinido y tal vez infinito de institutos diseminados por el mundo. Todos comunicaban entre sí por angostos sistemas de información concertados con una máquina cercada por una baranda en la cual se encontraba la memoria. Cada instituto disponía además de un horno que incineraba todos los desperdicios y que comunicaba con una alta chimenea, que algunos imaginaban tan solitaria en el paisaje como si les señalara el destino.
Hacía varios siglos el grupo de sabios y alquimistas (nombre con los cuales se conocía entonces a los investigadores) que formaban la Secta del Ardor afirmó que toda las formas de vida y de enfermedad se hallaban irremediablemente en las infinitas probetas que poblaban los laboratorios de los monasterios. Los sabios de la secta sabían que su trabajo era eterno y quizás atroz: pronto vieron que cuando encontraban la probeta capaz de combatir definitivamente una enfermedad, ésta era suplantada por otra peor. Previeron así el destino de la peste, el tifus, el cólera, la tuberculosis, el cáncer... Creían que Rueda Fortuna disponía de un laberinto de laberintos que abarcaba no sólo el presente y el pasado, sino el porvenir. Aquellas creencias fueron olvidadas. No obstante, Lucas Montaña mandó quemar en el incinerador del Instituto todos los restos escritos de la secta por estimarlos pesimistas y disolventes.
Lucas Montaña administraba su Instituto sin buscar la verdad y ni siquiera la verosimilitud; sólo quería triunfar. Juzgaba que el éxito social era una rama de la ciencia ficción y que los investigadores encerrados en sus laboratorios como Francisca Barrado -con los que no tenía contacto apenas- buscaban infatigablemente sin saber que la Ciencia es la escritura que han creado los dioses menores para entenderse con los diablos.
Antes de que llegara al Instituto Francisca Barrado, unos investigadores inspirados por el surrealismo y Trotsky pero que paradójicamente se consideraban sucesores de la antigua Secta del Ardor afirmaron que el hombre había sido forjado por el azar y que todo cuerpo vivo, desde la célula del corazón hasta el bacilo de Koch, estaba formado por los mismos elementos (carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno) combinados infinitamente. También aseguraron que, desde el más microscópico virus hasta la célula humana, todo cuerpo disponía de su propia sabiduría. Esta sabiduría decían que estaba encerrada en un laberinto en forma de escalera de caracol. Escalera creada por infinitos peldaños cuya materia esta formada por cuatro únicas bases (A, T, C y G: ademina, tinina, citosina y guanina) perversamente repetidas. La singular manera con la cual cada ser vivo combinaba estas cuatro bases lo llamaron el código genético. Profesaron que no había dos códigos genéticos idénticos y arbitrariamente llamaron al conjunto gigantesco de todos los códigos genéticos conocidos el Repertorio.
La idea sorprendente de Francisca Barrado para hallar el virus responsable de la epidemia fue la de abandonar la investigación pura y la observación microscópica a fin de consultar el Repertorio. A Lucas Montaña, que se oponía a este método, Francisca le escribió que no había problema científico cuya elocuente solución no existiera en el Repertorio.
Abandonando su laboratorio de virología, Francisca Barrado, como una peregrina, salió a la búsqueda del código en el infinito Repertorio, sabiendo que el azar es más luminoso que la ciencia.
Fue en una noche iluminada por el resplandor de unos fuegos artificiales cuando Francisca Barrado descubrió el virus en las páginas VAL del Repertorio. Cuando Lucas Montaña se hubo asegurado que no había comunicado a nadie su descubrimiento, la estranguló y luego arrojó su cuerpo y sus notas (tras copiarlas) al incinerador del Instituto.
Un año después, un telegrama anunció a Lucas Montaña que había ganado el Premio Nobel por su descubrimiento del virus. Tuvo la impresión de que le anunciaban que era otro. Y que quizás Francisca Barrado era de algún modo él mismo. Pero a aquella desaforada esperanza sucedió una depresión excesiva que detuvo su corazón.
El final de esta historia ya sólo es referible en parábola, puesto que sucede en el paraíso. Cabe afirmar que Lucas Montaña conversó con Dios, pero Éste tampoco se interesa en la ciencia que le tomó por Francisca Barrado. De la misma manera, cuatro siglos antes, para la insondable divinidad, Calvino (1) y Servet (el inquisidor y su víctima) formaban un solo ser.
1 El pasado domingo hizo un año que murió Jorge Luis Borges; sus restos reposan en el cementerio Plain Palais, de Ginebra, junto a los de Calvino. Su esposa eligió el lugar a causa de un árbol.
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